Miércoles, 25 de junio de 2008 | Hoy
DEPORTES › A TREINTA AñOS DE LA FINAL CONTRA HOLANDA EN LA QUE ARGENTINA GANó EL TíTULO MUNDIAL
Pasaron tres décadas desde aquel 3-1 a Holanda, con dos goles de Kempes y uno de Bertoni, un éxito logrado digna y legítimamente en la cancha que la dictadura militar manchó de sangre, como todo lo que tocaba, salpicándolo para siempre.
Por Juan José Panno
Fragmento de “La música que quiero”, un poema del periodista Carlos Ferreira.
“De la casa tejida sale el dueño,
piso su área, invado sus dominios,
amago que me voy, pero me quedo.
Pasa de largo
y entonces me transformo en un
torero:
levanto los brazos al tiempo que le
pego.
Giro de pronto,
apoyo las rodillas en el suelo,
aspiro todo el aire que me pide el
pecho
y empiezo a oír la música que
quiero.”
El poema no hace referencias personales, pero le cabe a Mario Alberto Kempes. Uno lee y por estos días piensa en Kempes, en gol argentino. Goles para superar a Polonia, para dejar atrás a Perú, para la venganza contra Holanda.
Kempes había jugado el segundo tiempo de aquel partido del ’74 contra la Naranja Mecánica, en Gelsenkirchen. Entró por René Houseman en el inicio del segundo tiempo. Y tocó la pelota tanto como Ubaldo Matildo Fillol, que integraba el plantel, pero estaba afuera... Los tres sufrieron en el pellejo propio la vergüenza del baile y del 4-0 que no fue el doble porque los holandeses bajaron de revoluciones, para ellos el campeonato seguía. A este cronista le tocó también padecer aquella goleada. No tocaron la pelota ni Kempes, ni Houseman, ni Wolff, ni Carnevale, ni Balbuena y siguen los ni.
La primera llegada hasta el arco holandés fue un remate de Ayala desde lejos, a las manos del arquero Jongbloed sobre la mitad del segundo tiempo. Alguna vez contó Roberto Perfumo que, con el partido 2-0, el arquero Daniel Carnevali se apuró para ir a buscar una pelota que se había ido afuera y él le sugirió que hiciera tiempo. “Pará, loco, tranquilo –le dijo– que éstos nos van a hacer media docena.”
Cuatro años después de aquello, Argentina disputó la final del Mundial contra casi los mismos jugadores holandeses. Parecía mentira. En el medio pasó que César Menotti se hizo cargo de la Selección. El Flaco jerarquizó al equipo nacional. Convenció a los deprimidos futbolistas locales de que con una buena preparación física podían jugar de igual a igual con los europeos y hacer pesar la superioridad técnica; logró darle contenido a la idea de que la Selección era la prioridad Nº 1; entrenó a fondo; hizo amistosos contra los más pesados; llevó a la Selección por todo el país, convocó a jugadores de distintos equipos; se bancó las críticas despiadadas (como Basile hoy, como Bielsa ayer) de quienes no aceptaban ni su estilo de juego ni su manejo con la prensa y logró el objetivo de armar una selección competitiva. Los jugadores, acaso por primera vez en la historia después del desastre de Suecia sentían orgullo de ser convocados para el seleccionado. Eso sigue hasta hoy.
Argentina del ’78 era un equipo muy sólido, aguerrido, simple y contundente, aunque no todo lo vistoso que hubiera pretendido el entrenador y quienes suscribían su ideario futbolístico. El Juvenil del ’79, sí lució en tiempo completo la belleza estética que aquel cuadro del ’78 sólo conseguía fugazmente.
Jugaba con cuatro defensores, sostenía todo el andamiaje con Gallego parado delante de la línea de cuatro, pendulaba con la movilidad de Ardiles y atacaba con dos wines bien abiertos: Bertoni o Houseman y Ortiz. Un delantero centro, un referente de área como dicen ahora, Luque; y Kempes, líbero de toda la cancha, inclasificable polifuncional capaz de arrancar de bien atrás para llegar hasta lo más profundo de las defensas rivales.
Con tres de punta o con dos, con Valencia, Villa o Larrosa en la cancha, daba lo mismo: Kempes siempre encontraba su lugar en el mundo y resultaba vital para el equipo y letal para los rivales. La columna vertebral: Passarella-Gallego-Kempes se completaba con Fillol. El Pato conservaba en el arco lo que los demás construían con paciencia arriba. La Selección pasó la primera fase, asimiló el impacto de la caída contra Italia y atravesó el camino hacia la final, ya con Kempes en el mejor nivel. La historia es conocida: 2-0 a Polonia con una primera atajada de Kempes para evitar que la pelota entrara y una segunda volada de Fillol en el penal e Deyna; empate con Brasil, goleada a Perú. Punto y aparte.
Aquella goleada a los peruanos estará eternamente bajo sospecha. No hay pruebas fehacientes del arreglo, pero sí datos cruzados que hacen pensar que el almirante Lacoste y sus secuaces se movieron para asegurarse de que los peruanos no ofrecieran demasiada resistencia. Lo que está claro es que si hubo algo turbio no partió de los jugadores ni del cuerpo técnico. Y también es innegable que la Selección estaba en condiciones de hacerle los goles que necesitaba. Los peruanos habían llegado a este partido después de perder 3-0 con Brasil y 1-0 con Polonia. Anímicamente caídos, recordaban que un par de meses antes, en Lima, Argentina había ganado fácil, más allá del 3-1 final. Demasiados elementos para suponer que ese equipo supermotivado necesitara de oscuras ayudas.
Treinta años pasaron desde la final que Argentina ganó digna y legítimamente en la cancha. Treinta años sin que Kempes tuviera todo el reconocimiento que se merecía por lo que hizo en la cancha. Treinta años de una final que la terrible dictadura militar manchó de sangre, como todo lo que tocaba.
Fragmento de otro poema de Carlos Ferreira: “Mundial”
“Cuánto bailamos en aquellos
días,
qué dulce fue el mareo del
engaño.
Cuántas ganas de ignorarlo todo,
de creer que había vuelto
el perfume de las buenas cosas.
Lo malo fue el final
indigno y torpe:
aquellos cadáveres volviendo
al lecho de los ríos,
a las comunes fosas,
meneando las cabezas,
canturreando una canción de
olvido
Y nosotros allí.
con esos bombos
con esas insensatas banderas
sudorosas,
con el mundo al revés,
hechos pelota”.
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