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Pateando sapos

Por Angel Cappa

Como todos los días, después de desayunar, pasé por internet y leí algunos diarios de la Argentina. Entonces creí que este invento de la globalización me había transportado al túnel del tiempo. “River se entrenó con pelotas de rugby”, decía el título de la noticia. Bajé inmediatamente desde mi despacho a la cocina y le pregunté a mi mujer en qué día estábamos de qué año y qué hora era, por si aún estaba soñando. “Cada día estás peor”, me dijo mi mujer, “espero que entrenes pronto porque va a ser difícil aguantarte así”, agregó.
Pero la tranquilicé y le expliqué que había leído en un diario de Argentina una noticia de los años ‘60, los peores sin duda de la reciente historia del fútbol argentino. Fue cuando apareció con todo su furor la fiebre del trabajo a destajo que llevaron con entusiasmo suicida los preparadores físicos, alentados por el fracaso del Mundial de Suecia. Cuando decidieron archivar “la nuestra” por improductiva y dieron rienda suelta a las pelotas de rugby, las más chiquitas de goma para hacer jueguitos, los fartlek, los interval-training, el test de Cooper, las balanzas y las concentraciones eternas para estudiar a los rivales y se olvidaron de dos cosas fundamentales que costó años recuperarlas: la pelota y el jugador.
Creyeron entonces, seguí con mi discurso acalorado, que si alguien corría más rápido llegaba antes y que, si saltaba más alto, cabeceaba mejor. Años tristes ciertamente, donde estaba prohibido divertirse, ya que el fútbol pasó a ser algo con lo que no se juega. Años de cronómetros, cintas métricas y... “De qué estés hablando papá”, me preguntó mi hijo saboreando una tostada suculenta. “No viste el otro día que el asadito le ganó al laboratorio 4-1. Quedate tranquilo. No pasa nada.” Si que pasa, le contesté, eso lo decís vos acá en Madrid, pero seguro que en Buenos Aires ese partido no existió, lo borraron, lo ocultaron para siempre. ¿No te acordás cuando hace poco le ganamos con Racing al laboratorio 1-0 en el último minuto? ¿A que no fuiste capaz de encontrar después ese partido ni en la radio ni en la televisión ni en ninguna parte?
Mi hijo cree que las cosas son como son, pero no es así. “Mirá cómo volvieron los paracaídas en los entrenamientos, las 11 horas de trabajo continuo, el equilibrio, la seriedad y el orden. Y ahora la pelotas de rugby”, le dije exaltado. “Así los jugadores entrenan piques sorpresivos”, explicaba alguien en el diario. Al final van a tener razón estos tipos, pensé yo más calmado, y me acordé de una zamba que se titulaba Pateando sapos. Los sapos saltan imprevistamente y es difícil pegarles de volea. “¿No estaría bueno entrenarse con sapos?”, me dije. Y me vino a la memoria que cuando éramos chicos y llovía, a veces aparecían los sapos en los patios y tratábamos de jugar a ver quién le pegaba y no era nada fácil. “Sabés que al final estos tipos tienen razón –le dije a mi hijo–, voy a ver si en el próximo equipo que tenga me dejo de pavadas: eso de entrenar la precisión con pelotas normales (¡qué torpeza, por Dios!), de exigirles que toquen, que jueguen, que disfruten... por favor, e incorporo algunos sapos para hacer los partidos en espacios reducidos...” “Mamáaaaa –gritó mi hijo–, ¿cuándo va a encontrar papá un equipo para entrenar? Llevátelo por favor...”

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