ECONOMíA › DESARROLLO Y EXPANSIóN DE LA ESTRUCTURA PRODUCTIVA

¿Cuál es la situación de la industria?

Después de la política de destrucción del entramado industrial en la década del noventa, la recuperación ha sido muy fuerte luego de la crisis de 2001. Tareas pendientes en cuanto a diversificación y a financiamiento público de largo plazo.

Producción: Tomás Lukin


Por Jorge Schvarzer *

Evolución impresionante

A partir del colapso de la convertibilidad, la industria recuperó un brío que ya pocos le asignaban. Su rápido crecimiento permitió que alcanzara niveles nunca registrados: hoy, su valor agregado se ubica más de 30 por ciento encima de los mejores niveles de la década de 1990 (que no eran nada especial pero sirven como comparación) y, por lo tanto, de cualquier otro período anterior. En esa marcha, ella fue uno de los mayores aportantes al avance del Producto y, en el proceso, absorbió una masa de mano de obra que le permitió contribuir, como pocos, a reducir el flagelo del hambre y la desocupación. Además, buena parte de esos trabajadores reciben salarios razonables en estas épocas por tratarse de personal calificado.

No sólo eso. La industria encaró una exitosa salida al exterior y ya ofrece uno de los mayores aportes de divisas al país. Los 9000 millones de dólares de incremento de las exportaciones de MOI (manufacturas de origen industrial), comparado con 2002 o con 1997, explican casi todo el superávit de la balanza comercial argentina. Aunque pocos lo digan, su evolución resulta mucho más impresionante que la de la soja, que presenta una ventaja de precios mayor que la de magnitudes, y porque genera, además, empleos y eslabonamientos productivos internos decisivos para el progreso nacional. Cuanto más avancen esas exportaciones, menos dependerá el país de un monocultivo y más de una variedad de actividades sofisticadas. Esas ventas al exterior señalan que la industria local es competitiva en los mercados del mundo en precio y calidad y sugieren que ha superado la etapa de dedicación exclusiva al mercado interno (de la que todavía siguen hablando los profetas del fracaso).

Estos éxitos contrastan con el acoso que sufrió la industria durante décadas. Desde 1976 hasta 2001, con excepción del interregno alfonsinista, fue perseguida por las estrategias llamadas “aperturistas” así como por la supuesta ortodoxia de los monetaristas que querían y todavía quieren destruirla. El prolongado atraso del tipo de cambio (1978-1981 y 1990–2001), la liquidación de casi toda protección arancelaria, el cierre de las fuentes de crédito a largo plazo (entre las que se destaca el cierre inédito del Banade), el desmantelamiento de los mecanismos de promoción le infligieron heridas cuyas cicatrices todavía hoy se perciben.

Ramas enteras de actividad desaparecieron –la electrónica y muchos fabricantes de bienes de capital– y otras se achicaron hasta hacerse irreconocibles –textiles y calzado–, mientras que se desarticulaba el tejido industrial y se rompían los eslabonamientos virtuosos entre sus partes. Sólo en la década de 1990 desapareció, según censos, el 30 por ciento de los establecimientos fabriles y una proporción semejante de empresarios, técnicos y obreros. Esa pérdida de equipos y conocimientos es irreparable en el corto plazo. La ruptura de la voluntad de invertir de numerosos empresarios pymes se explica por esa historia terrible que casi no tiene antecedentes en el mundo.

Ningún paciente critica a su médico porque una semana después de tener un infarto no puede correr por Palermo. Al contrario, le agradece haber salvado la vida. La industria argentina atravesó una crisis semejante a un infarto y hoy muestra que parte de ella sigue viva y activa. No se le puede criticar que todavía no haya encarado un cambio estructural –como se dice en la jerga– sino mostrar que ahora ese camino es posible y deseable para el país. Una tarea formidable que se debe emprender con todo el apoyo posible para derrotar el discurso del país “chico” de quienes creen que la Argentina puede crecer basada en el agro. La Argentina sólo podrá ser un país desarrollado si se afirma en una estructura productiva basada en una industria moderna y eficiente acompañada, por supuesto, de la oferta agraria que no se puede ni debe desaprovecharse, aunque sin ponerla en el trono que pretenden sus corifeos.

Esa tarea requiere el firme apoyo de la opinión pública. Requiere, también, una política oficial que oriente a la industria, y a todas las actividades productivas del país, hacia el desarrollo mientras forja las herramientas necesarias para consolidarla. La creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología y la recreación de un banco de desarrollo son pasos para ello pero faltan más, muchos más, para lograrlos. Reclamemos que se asuman.

* Director del Cespa-UBA.



Por Ricardo Aronskind *

Un Estado que funcione bien

¿Hay espacio en el mundo para la industria argentina? Depende. Mirando hacia adentro de nuestras fronteras, el mercado podría crecer enormemente, incorporando al consumo al 40 por ciento de habitantes que tienen hoy ingresos de subsistencia. Una política distributiva y socialmente inclusiva incrementaría en 2/3 los consumidores locales. Ese mercado ampliado, sin embargo, no estaría reservado exclusivamente para los empresarios locales: ni la protección arancelaria ni la cambiaria pondrán al mercado interno “a salvo” de la competencia importada, que ya es un dato de la realidad.

¿Y externamente? Es una tarea que requiere perseverancia: las prácticas proteccionistas y neoproteccionistas existen, y si se contrae la demanda mundial debido a la crisis norteamericana, las mismas se agudizarán.

Muchas firmas argentinas han penetrado en mercados no sólo regionales y han sostenido sus posiciones a pesar del escaso respaldo con que han contado, lo que demuestra que es posible para empresas no sólo grandes, competir con posibilidades en el mercado mundial.

La clave está, seguramente, en detectar cuáles son las actividades que las empresas argentinas pueden encarar exitosamente. Hay dos segmentos en los cuales no sobrevivirán: el de productos que pueden ser fabricados con mano de obra con remuneraciones de 100 dólares al mes y los productos extremadamente sofisticados tecnológicamente, cuyo know how es por ahora inaccesible para el tamaño de las firmas locales. Entre ambos extremos hay una enorme cantidad de bienes que pueden ser producidos y que requieren esfuerzos de mejoramiento de los estándares de calidad, certificaciones técnicas y ecológicas, y adecuadas estrategias de comercialización y financiación.

Nada de eso está fuera de las posibilidades locales, pero hacen falta cambios importantes en las prácticas individuales y colectivas. A nivel empresario se requiere convicción en cuanto a la necesidad de avanzar en la sofisticación de los productos, para diferenciarlos y acceder a mercados más solventes. Eso requiere disposición innovativa, utilización intensiva de especialistas y técnicos en diversas áreas, capacitación del personal y actualización permanente en cuanto a los mercados y las prácticas internacionales. También disposición a asociarse con otros empresarios para realizar acciones de mutuo beneficio (compartir información, explorar mercados, producir bienes complejos, defenderse frente al proteccionismo).

El sector público puede constituirse en un respaldo real del empresariado nacional, para lo cual no deberá incurrir en los errores del apoyo sin condiciones del pasado. Los instrumentos con los que el Estado impulse la transformación empresaria deberán incluir metas precisas –verificables– en cuanto a calidad y competitividad que las mismas deberán lograr. El crédito público deberá acompañar al ingreso a otros mercados –la posibilidad de financiación es un argumento comercial de primer orden– y estimular a los sectores más dinámicos e innovativos. Las políticas públicas deben diseñarse considerando las características de los actores realmente existentes, tanto para responder a sus necesidades como para encontrar los estímulos efectivos para orientarlos hacia la modernización.

Tan importante como las medidas sectoriales específicas, será la estabilidad de ciertos parámetros macroeconómicos: tipo de cambio competitivo, inflación controlada, nivel de actividad sin bruscas oscilaciones, que den certeza sobre los resultados a obtener si se encara la tarea de la reconversión, además de la adecuada provisión de servicios de infraestructura, energía. Es decir, un Estado que funcione bien. Ese marco estable, previsible, es uno de los mejores argumentos para que la necesaria inversión se realice. El desafío no es menor, considerando los descalabros pasados en materia económica, que reforzaron el cortoplacismo de los empresarios. La reconversión de la industria hacia estándares que garanticen su viabilidad en el mediano plazo implica una nueva articulación entre lo público y lo privado, es decir, una ruptura importante con una historia económica de fracasos compartidos.

* Investigador-docente de la UNGS-UBA.

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