ECONOMíA › UNA DELEGACION DEL FONDO MONETARIO ESTA HACE UNA SEMANA EN ARGENTINA Y NADIE SE ENTERO

La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser

El FMI ya no importa. Desde el último lunes una misión del organismo realiza una auditoría en Buenos Aires sin la más mínima repercusión. Es toda una rareza después de años de relaciones carnales. La cancelación anticipada de la deuda otorgó márgenes de maniobra importantes para evitar la receta ortodoxa.

Las imágenes de la absurda pelea entre un militante de Quebracho y un grupo de policías el último lunes son las únicas reconocibles hasta el momento de la visita del Fondo Monetario a la Argentina. La refriega dejó tres detenidos y los uniformados recuperaron la bandera de Estados Unidos que había sido arrebatada de las puertas de un hotel en Florida y Corrientes. La manifestación contra los delegados del FMI se dispersó sin pena ni gloria. Esas, también, son las noticias más relevantes vinculadas al trabajo de la misión extranjera al cabo de una semana de presencia en Buenos Aires. Por primera vez en años, a nadie le importa qué piensan los técnicos del organismo sobre la inflación, el dólar, el aumento a los jubilados o el equipo de Pekerman, del que seguramente también hubieran opinado tiempo atrás. Es más, la mayoría ni siquiera sabe que están aquí.

De cara a esta realidad es más fácil advertir lo enfermiza que se había tornado la relación con el Fondo. Cada misión que llegaba al país, como la que ahora se resguarda en las nuevas oficinas que el FMI alquiló en Belgrano –ya no tienen lugar en el Banco Central– provocaba un gran revuelo. El Gobierno, la oposición, el Congreso, las cámaras patronales, los sindicatos, la Iglesia, los organismos de derechos humanos, los voceros de la city y la prensa estaban pendientes desde semanas antes de su arribo por lo que fueran a decir. Eran ellos los que fijaban la agenda de debate público. Personajes grises como Teresa Ter Minassian, Tomás Raichman o Anoop Singh quedaban bajo todos los reflectores como si fueran estrellas.

Había una razón de peso para que eso pasara: lo que ellos dijeran solía tener un impacto palpable en la vida de los argentinos. “Las provincias despilfarran”, sentenció una vez el director gerente del Fondo, Michel Camdessus. Fue el 30 de septiembre de 1999, al término de la asamblea anual del organismo. La crónica desde Washington de Página/12 contaba que la declaración del entonces jefe del FMI se produjo durante un almuerzo para unas 200 personas. Camdessus no paraba de comer camarones que sacaba de una gran fuente ubicada en el centro de su mesa mientras ordenaba el ajuste. En cada mesa había una fuente igual.

A Ranjit Teja, el jefe de la delegación que llegó esta vez a Buenos Aires, le toca pasar desapercibido. Felisa Miceli lo recibió durante diez minutos el lunes pasado, sólo para un saludo protocolar. El funcionario del FMI y los ocho técnicos que lo acompañan recorren los pasillos del Palacio de Hacienda sin ninguna precaución: no hay guardias periodísticas o fotógrafos al acecho. Tampoco generó interés saber con quiénes se reunían. Hasta el momento, lo hicieron con funcionarios de las áreas de Hacienda, Finanzas, del Banco Central, con la Sociedad Rural y con algunos economistas, como Pablo Guidotti, Orlando Ferreres y Eduardo Curia.

¿Y qué está haciendo el Fondo aquí? A pesar de que el Gobierno no tiene un programa con el organismo y ni siquiera está endeudado con él, mantiene su ficha de afiliación. Por lo tanto, debe someterse a una auditoría anual, al igual que las otras 180 naciones asociadas. Esa revisión de las variables macroeconómicas y de las políticas que aplica el Ejecutivo es de rutina. En unos meses, el FMI publicará un informe con sus opiniones, sin ninguna repercusión para Argentina.

En otros tiempos, lo que dijera el Fondo impactaba en los mercados financieros. Y como la economía argentina de la convertibilidad tenía una fuerte dependencia del financiamiento externo, los gobiernos buscaban la aprobación de Washington. Fue en el marco de esa lógica que el gobierno de Fernando de la Rúa empezó a autodestruirse con el escándalo de la Ley Banelco. El Fondo había exigido para la firma de un acuerdo que el Ejecutivo lograra la sanción de una nueva reforma laboral, que tendía a precarizar todavía más las relaciones de trabajo, a fin de reducir costos empresarios.

El Fondo le causó graves perjuicios a Argentina, pero ahora le está tocando pagar un costo por su actuación. Los groseros errores dediagnóstico, las fallas de sus recomendaciones y la intransigencia con que se manejó después del estallido de 2001 le valieron un profundo desprestigio internacional. El hecho de que la Argentina desoyera sus reclamos a partir de mediados de 2002, hiciera exactamente lo contrario y tuviera éxito con su propia receta, sumado a la cancelación anticipada de su deuda, lo dejó en una posición muy incómoda. Ya nadie espera sus informes, no tiene incidencia en los mercados y hace meses que ocupa su tiempo a encontrar una nueva misión que justifique su existencia.

Haber salido de la relación carnal con el FMI le permitió al Gobierno avanzar con políticas heterodoxas que hubiera tenido vedadas en el marco de una negociación o de un acuerdo con el organismo. Hay ejemplos cercanos muy ilustrativos: los exportadores de trigo jamás se hubiesen autolimitado si antes el Ejecutivo no se hubiera puesto duro con la cadena de la carne. La veda a las exportaciones de este sector, clave para forzar una caída en los precios internos, jamás podría haber sido planteada. Hay más: toda la estrategia de contención de la inflación mediante negociaciones con los empresarios; el aumento del gasto público para permitir la jubilación anticipada a quienes no reúnen los años de aportes; los controles a la salida de capitales; el aumento del dólar a 3,10; la estatización de Aguas Argentinas; el sostenimiento de un fuerte crecimiento económico.

Teja se quedará hasta el próximo viernes en Buenos Aires. Si en lugar de dedicarse a la auditoría de rutina estuviera negociando un acuerdo, le plantearía al Gobierno las siguientes condiciones: reducción del gasto público, suba de las tasas de interés, enfriamiento de la economía y caída del tipo de cambio. Es la receta que proponen los economistas ortodoxos para parar la inflación. También demandaría una suba de las tarifas de servicios públicos. La enseñanza que dejaron tantos años de relación con el FMI es que el organismo actúa como lobbista del establishment financiero, como protector de intereses de las compañías extranjeras y como auditor de los acreedores.

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Rodrigo Rato, director gerente del FMI, entre las sombras del desprestigio en que cayó el organismo.
Imagen: AFP
 

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