EL MUNDO › OPINION

El hombre del destino

 Por Claudio Uriarte

Podrá sonar apresurado, pero es difícil evitar la impresión de que George W. Bush ya está ganando su reelección en las presidenciales de noviembre de 2004. Si el objetivo en una guerra es el desarme del enemigo, hay que decir que la timidísima “oposición” demócrata a Bush se ha desarmado sola, y tras el anuncio de Al Gore esta semana de que no volverá a confrontar con Bush en 2004 (una decisión prudente, dado el modo en que se las arregló para perder hace dos años en medio del legado económico brillante de la administración Clinton) sólo quedan pequeños jefezuelos en medio de un campo de batalla devastado: los senadores Joe Liberman (ex candidato a vice de Gore, demasiado halcón, proisraelí y judío ortodoxo para el gusto contemporáneo), John Kerry (demasiado pacifista para un público adoctrinado en base a la retórica de guerra contra Irak) y Tom Daschle (demasiado perdedor, ya que se las arregló para perder la mayoría del Senado en las legislativas de este año pese a la recesión y unos escándalos corporativos que salpicaban sobre todo al Partido Republicano). También están el misterioso gobernador de Carolina del Norte, John Edwards, que sus amigos de la derecha demócrata describen como el “gran tapado”, y es muy probable que lo siga siendo, y la peregrina posibilidad, que esos mismos sectores están haciendo flotar, de que el senador republicano rebelde John McCain se pase a los demócratas y que los demócratas lo conviertan en su candidato a presidente de modo de presentar una fórmula electoral con sex-appeal bipartidario. No, no es con fórmulas de laboratorio como los demócratas van a reconstruir el partido que perdieron en las presidenciales de 2000, y menos con Bush enfrente.
El presidente está terminando el año despojándose de todos los lastres de dos años de gestión: ya partieron funcionarios económicos quemados como Harvey Pitt de la Comisión de Valores, Paul O’Neill del Departamento del Tesoro o Lawrence Lindsey de la jefatura de asesores económicos de la Casa Blanca (ver suplemento Cash, pág. 7), y esta semana el presidente se ocupó en forma personal de renunciar a Trent Lott como líder de la mayoría republicana en el Senado después que Lott afirmara en público que EE.UU. estaría mucho mejor hoy si en las elecciones presidenciales de 1948 hubiera ungido a un segregacionista blanco como jefe de la Casa Blanca. Conviene recordar que se están yendo hombres, no políticas. La limpieza de los funcionarios económicos, por ejemplo, tiene el propósito de dejar el campo libre a una nueva megarreducción de impuestos para los privilegiados, que probablemente será la primera medida que la administración Bush someta a aprobación parlamentaria cuando un nuevo Congreso de mayoría republicana en ambas cámaras nazca el 20 de enero de 2003. Ya que el presidente avanza con toda la fuerza de su triunfo en las legislativas de noviembre de este año, que no sólo le devolvieron reforzada la mayoría que tenía en Representantes y que había perdido por un voto en el Senado sino que han liquidado todas las sospechas de ilegitimidad tras su cuestionable triunfo en las presidenciales de 2000. La mecánica de esta reconquista es simple: consiste en desarmar políticamente a la oposición para que los descontentos no salgan a votar por ella. El argumento este año fue Irak, que amordazó a los demócratas en solidaridad patriótica; no hay ningún indicio de que este argumento deje de operar en las próximas remakes, ya que ha sido notablemente fácil (y económico) convencer a la opinión pública de la inminencia de una guerra sin tener que afrontar ni el costo humano ni el económico de ella. (Verosímilmente, por ejemplo, el año próximo Bush podrá argumentar que una guerra está más cerca, por lo cual se vuelve más urgente reactivar la economía, por lo que la reducción de impuestos a las corporaciones se vuelve impostergable. Con esta extraña lógica de non-sequiturs se manejan estos días los grandes temas en Washington).
Desde luego, es mucho e imponderable lo que puede ocurrir de malo de aquí a noviembre de 2004, pero la astucia de la administración Bush es que está destruyendo primero y sobre todo las redes con que los demócrataspodrían capturar y capitalizar esos problemas. Y, con un partido desarmado e incoherente como oposición, es el Republicano, mucho más disciplinado y financiado, el que corre con ventaja. La especulación no es prematura: la campaña electoral en Estados Unidos toma más de un año, y su principal motor es la recaudación de fondos. Así se explica la necesidad complementaria de una alta abstención electoral (que en noviembre tocó un nuevo record) y de una política basada en los regalos impositivos para las corporaciones. Que, como todos sabemos, son indispensables para el hombre del destino.

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