EL MUNDO › ESCENARIO

Un lío en Pakistán

 Por Santiago O’Donnell

En Pakistán se armó un lío bárbaro. El presidente se mandó un autogolpe, metió preso a medio mundo, cerró los canales de televisión y barrió con la Corte Suprema. La gente se quedó en su casa y la resistencia civil recayó en manos del gremio de los abogados, que no son conocidos en el mundo precisamente por su altruismo, pero que en este caso salieron a la calle en traje negro, camisa blanca y corbata para resistir con pedradas los bastones y gases de la policía antimotines. Bush está nervioso porque tiene ahí un arsenal nuclear y no quiere que pase a manos de sus enemigos. Y porque peligra su alianza con el Estado paquistaní, pieza clave en su guerra contra el talibán y las tribus fundamentalistas. Y los talibán, en Pakistán, ahora están en todas partes. Ya no sólo en el campo, bajo la discreta protección de los mulás, los líderes religiosos. Ahora se pasean por ciudades como Karachi, Qetta o Peshawar como si nada. Curan sus heridas en los hospitales, festejan sus triunfos en los restaurantes y recuerdan a sus muertos en los templos, a la vista de quien los quiera ver. Y en Islamabad, la moderna capital a los pies del Himalaya, no hace más de cinco meses, miles de estudiantes islamistas se encerraron en la principal mezquita de la ciudad, la Mezquita Roja, y mantuvieron una batalla campal con el ejército paquistaní, que dejó a más de cien muertos. Si se cae este presidente, por más que lo volteen los abogados, podrían llegar los islamistas. Y encima Bin Laden anda dando vueltas por ahí, en las montañas y en las remeras de los estudiantes. Bush debe estar como loco.

Siempre es difícil decir cuándo arrancan estas historias que vienen de tierras tan lejanas, con costumbres y olores tan diferentes de los nuestros pero con personajes tan identificables como la condición humana. Podría decirse que empezó el 11 de septiembre del 2001, cuando cayeron las Torres Gemelas. Por entonces gobernaba Pakistán sin mayores problemas el actual presidente, un general llamado Pervez Musharraf. Dos años antes, Musharraf había llegado al poder por vía de un golpe militar. No había sido un golpe sangriento. Casi no tuvo resistencia. Los dos gobiernos civiles que lo habían precedido habían sido un desastre. Primero vino el de Benazir Bhutto, la niña mimada de Occidente, que había retornado al país llena de gloria tras un largo exilio en Londres. Su papá, que también había sido presidente, fue derrocado y decapitado por otro dictador, el general Zía. El gobierno de Bhutto no tardó en hacerse fama de corrupto y muy pronto escaló al tercer puesto del ranking de Transparencia Internacional. El marido de Bhutto era universalmente conocido en Pakistán como el “Señor diez por ciento”. Bhutto fue echada a patadas del gobierno y luego enjuiciada en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Pakistán. El gobierno del sucesor de Bhutto, Nawaz Sharif, se caracterizó por perseguir periodistas y llevar al país a la ruina económica.

Nadie pareció alarmarse, y Bush menos que nadie, cuando Musharraf tumbó a Sharif en 1999 con la promesa de forjar una “democracia verdadera”. A decir verdad, en comparación con otros, Musharraf impuso una dictadura bastante light. El general habilitó la actividad política sin grandes proscripciones (salvo los exiliados Sharif y Bhutto), llamó a elecciones legislativas (hizo fraude, pero al menos hubo elecciones) y convivió con una Asamblea dividida y una Corte Suprema legalista que no paró de darle dolores de cabeza. El general puso de primer ministro a un ex gerente del Citibank, ordenó un poco las cuentas, y le hizo la venia al pedido de los norteamericanos de avanzar con la “democratización”. Todo estaba tranquilo. Los partidos religiosos no sacaban ni el cinco por ciento del voto, la oposición no renovaba liderazgos, y los norteamericanos parecían satisfechos.

Todo cambió el 9-11. Al principio parecía que Musharraf se había sacado la lotería. Como todo militar paquistaní, el general era un viejo amigo de Estados Unidos. Y también, claro, de los islamistas, porque a fines de los ’70 los mismos norteamericanos habían instruido a los militares paquistaníes para que organizaran la resistencia islamista a la invasión soviética de Afganistán. De ahí salió la escena de la película Rambo III en Afganistán, en la que el mercenario yanqui y sus amigos talibanes juegan al pato usando de pelota la cabeza de un soldado ruso. Con la caída de las Torres Gemelas, Pakistán volvía a ser el aliado clave de Estados Unidos, el más importante, ya no en la Guerra Fría sino en la costosísima Guerra Global contra el Terrorismo. Así empezó la lluvia de verdes.

Según el prestigioso think tank Center for International and Strategic Studies (CSIS), desde el 9-11 a esta parte, Pakistán recibió al menos 10 mil millones de dólares de asistencia directa de Estados Unidos. Con esa plata Pakistán aceleró considerablemente su proceso de modernización. Se construyeron kilómetros de autopistas, aeropuertos, comunicaciones, Internet, todo lo necesario para ganar la guerra. En menos de tres años los usuarios de telefonía celular crecieron de tres millones a 50, en un país de 186.

Pero claro, mientras algunos se enriquecían, otros la veían pasar. Según el mismo estudio del CSIS, de agosto pasado, el 75 por ciento de la ayuda norteamericana fue para gasto militar, otro 15 por ciento al tesoro del gobierno para arreglar sus finanzas y sólo el 10 por ciento a proyectos de desarrollo y ayuda humanitaria. Del gasto para el desarrollo, la mayoría se invirtió en servicios sociales que usan los ricos, como autopistas y aeropuertos. El presupuesto de Educación, por ejemplo, sólo alcanza el 1,4 por ciento del producto bruto interno. Los pobres se perdieron la fiesta.

Al principio las cosas anduvieron bien. Diez días después de los atentados, Musharraf había capturado a dos capos de Al Qaida en su país y se los había servido en bandeja a su amigo Bush como prueba de su compromiso con la guerra antiterrorista.

Pero de a poco la situación fue cambiando. Los talibán resultaron ser un hueso duro de roer y los norteamericanos empezaron a sospechar que la colaboración de Musharraf no era tan absoluta como las circunstancias requerían. Razones no le faltaban. Musharraf parecía cumplir con los pedidos de captura de terroristas extranjeros, pero no hacía mucho para perseguir a los fundamentalistas paquistaníes. Musharraf y el ejército mantenían muy buenas relaciones con los mulás de las tribus del noroeste, forjadas durante la invasión soviética. Esos mulás no veían con buenos ojos la guerra contra el talibán. Y eran esos mismos jihadistas que el gobierno supuestamente perseguía en el norte los que en el sur contenían el avance indio en la frontera caliente de Cachemira. Y así se llegó a una situación absurda: Musharraf protegía a los jihadistas porque los necesitaba en Cachemira para liberar al ejército para la lucha contra el terrorismo, o sea contra esos mismos jihadistas, pero en el norte. La situación en la frontera afgana se volvió insostenible. Por presión de Estados Unidos, Musharraf mandó tropas a perseguir talibán a esas tierras, donde mandan líderes religiosos que exigen autonomía para imponer la ley islámica. Ante semejante autoridad espiritual los soldados llegaban, se rendían y se dejaban secuestrar sin disparar ni un tiro.

Mientras esto sucedía, el juez Iftikha Chaudry, presidente de la Corte Suprema, trepaba al estrellato del nuevo poder mediático. Carismático y decidido, metía su nariz en los negocios del ejército y exigía que Musharraf se despojara de su uniforme porque un militar en actividad no puede ser presidente de un país democrático. En enero de este año Musharraf se cansó de Chaudry y lo destituyó. Los abogados salieron a la calle. Se armó un bolonqui descomunal, la Asamblea restituyó a Chaudry y Musharraf tuvo que aceptarlo. Fue el comienzo del fin.

Cuanto peor le iba a Musharraf en la guerra, más insistía Estados Unidos con las “reformas democráticas”. En el 2006 Musharraf fue reelegido por voto de la asamblea en una elección boicoteada por casi toda la oposición. En esa misma elección los religiosos casi triplicaron sus votos y dos aliados de los islamistas se alzaron con gobernaciones en el norte del país. La generación bautizada en la Mezquita Roja hacía su debut electoral con un resultado más que auspicioso.

Cuando la debilidad del general se hizo evidente, Washington pergeñó una alianza con Bhutto, la líder del otro partido prooccidental, más prooccidental todavía que el de Musharraf. El general aceptó a regañadientes, porque perjudicaba su delicada alianza con los mulás. No le quedaba otra. Perdonó a Bhutto, la invitó a volver al país y garantizó su participación en las elecciones generales programadas para principios del año que viene. Pero sus aliados religiosos dentro del gobierno quisieron sabotear la nueva alianza y recibieron a Bhutto con un coche bomba que dejó un tendal de muertos y avinagró su segundo regreso. Bhutto se la bancó bien, puso la cara, dijo lo que tenía que decir y rompió con Musharraf.

A tres meses de las elecciones, el general se había quedado solo y encima el juez Chaudry le insistía con el tema del uniforme. Minga me lo saco, habrá pensado Musharraf. Se acabó la joda. Meto preso a Chaudry, meto preso a Bhutto, suspendo las elecciones y meto preso al que salga a protestar. Salieron los abogados y cobraron como nunca.

Seguramente Bush no lo podía creer. Musharraf decía que todo era para frenar el terrorismo, pero se la agarraba con los abogados de saco y corbata, con Bhutto, con la CNN y la BBC. En las provincias del norte donde están los terroristas, los efectos del “estado de emergencia” fueron nulos porque a esos lares no llega Internet, ni la justicia civil, ni el ejército paquistaní. Encima Musharraf había tenido que distraer casi todos los recursos militares que antes se dedicaban supuestamente a perseguir talibanes, para reprimir manifestaciones y cortar calles con alambre de púa en las grandes ciudades.

Cuenta la crónica del New York Times que inmediatamente después del autogople, Musharraf citó a los embajadores de las potencias mundiales para explicar sus motivos. Todos esperaban que hablara de terrorismo, pero se la pasó hablando de Chaudry. Cuando finalmente la embajadora norteamericana le preguntó por la insurgencia, en vez de contestar, Musharraf se dirigió a un subalterno y le pidió que preparara un informe. No le gustó a Bush lo de Musharraf, pero no salió con los tapones de punta. En el día del autogolpe, el sábado pasado, hizo saber que no estaba de acuerdo, que esperaba que Musharraf levantara el estado de sitio y que todo volviera a la normalidad. Dos días más tarde Musharraf reculó un poco. Anunció que habrá elecciones en febrero (no puso fecha) y que pronto levantará el estado de sitio (no puso fecha). Bush mandó a decir que estaba todo bien (“Son buenas noticias”, alentó su vocero).

Muy distinta había sido la actitud del gobierno estadounidense cuando estalló la rebelión de los monjes budistas en Birmania, hace poco más de un mes. Esa vez, ante las primeras señales de represión, impuso sanciones, mandó observadores y Bush en persona prodigó encendidos discursos en favor de la libertad y los derechos humanos. Es que Birmania no tiene importancia en la guerra contra el terrorismo, como sí la tiene Pakistán. Y para Bush, como siempre, antiterrorismo mata democracia. Así le va.

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