EL MUNDO › OPINION

COMANDANTE

 Por J. M. Pasquini Durán

Mito, leyenda, icono. ¿Cómo nombrar al último héroe vivo del siglo XX? Sobrevivió, según sus propias cuentas, a seiscientas conspiraciones para asesinarlo y quedó maltrecho pero en pie después del estrepitoso derrumbe del comunismo soviético que no pudo arrastrarlo al abismo de las ilusiones perdidas. De sus ochenta años de vida, dedicó más de cincuenta al sueño revolucionario desde una isla de las Grandes Antillas, con 110.860 kilómetros cuadrados, un poco más grande que la provincia de Catamarca, estirados sobre las aguas como “un largo lagarto verde”, en las propias barbas de su peor enemigo, el más grande imperio del planeta. Desde Cuba, las noticias sobre sus problemas de salud se apoderaron de la atención expectante del mundo entero, aun en los medios informativos controlados por sus críticos, adversarios y enemigos jurados. Nunca perdió esa capacidad de irradiación, desde que profetizó frente al tribunal que lo juzgaba después del primer intento fallido de alzar a su pueblo en armas: “La historia me absolverá”.

Nadie supo jamás dónde y cuándo dormía, comía o hacía el amor. Ni siquiera hay recuentos precisos sobre la identidad y el número de sus descendientes carnales, el último de los cuales, al menos de los conocidos, estuvo en la Cumbre de Mar del Plata, un muchacho recién salido de la adolescencia. Dueño de los cargos formales más empinados del régimen que lideró desde antes de la primera hora, será siempre “El Caballo” para los más antiguos y para todos, en su país y en América latina, “El Comandante”, con su uniforme de fajina color verde oliva, el mismo que vistió en el mitin de la Ciudad Universitaria en Córdoba, hace un rato nomás, donde volvió a demostrar su capacidad maratónica de oratoria, hablando por más de tres horas seguidas y eso para hacerla corta. Es una personalidad magnética, allí donde se presenta, tanto para las muchedumbres como para los líderes políticos de todos los talantes y su obra magna, la Revolución Cubana, que zarandeó las ideologías de todos los bandos, ya está consagrada como una referencia insoslayable de la historia contemporánea. Aunque nadie ya canturrea las tonadas de los tiempos fundacionales, aún sigue válido, en varios sentidos, aquel estribillo del cantautor Carlos Puebla que anunciaba: “Llegó el Comandante y mandó a parar”.

Tanto para sus virtudes como para sus defectos, el paso del tiempo y las mutaciones culturales de época le hicieron mella. El mismo Fidel, como lo reconoció ante los presidentes convocados al último plenario del Mercosur, hoy en día cree en la revolución de las ideas, en lugar de las armas, y destaca como prioridad el valor de la racionalidad en la política. Aceptó incluso que no habían logrado realizar el sueño de una sociedad justa, aunque sigue rechazando las críticas que le demandan el libre tránsito de las personas y la plenitud del derecho al disenso. Empeñado en su eterna batalla bíblica contra el gigante americano, a lo mejor considera que si afloja, pierde. Hasta sus enemigos, en cambio, tienen que reconocer que los avances en la salud y la educación no tienen comparación en América latina y en otras latitudes. Son muchos los que han recibido el beneficio solidario en esos campos: el intendente de Córdoba, Luis Juez, acepta que su gobierno está alfabetizando a miles de adultos iletrados con los métodos probados por los cubanos.

Sería vana la tarea de condensar aquí la trayectoria huracanada de una gesta y de un protagonista que dejaron marcas profundas en el último medio siglo. Hoy, cuando tantos aguardan por las buenas noticias, así fuere porel sentido de eternidad que se les adjudica a las leyendas, no ha llegado la hora de los balances sino de los buenos augurios. Que el Comandante libre esta lucha con el mismo espíritu de cada una de las batallas en las que puso el cuerpo: “Hasta la victoria, siempre”.

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