EL MUNDO › OPINION

Las mismas capuchas

 Por Robert Fisk *

La peor pesadilla podría haber comenzado otra vez. Ayer el Líbano se convirtió en el escenario de una guerra sectaria. Miles de cristianos peleaban contra cristianos en el norte de Beirut, musulmanes sunnitas y chiítas en la capital, una lluvia de piedras caía y se escuchaban gritos de odio y ocasionalmente incluso disparos. En la esquina de una calle de Corniche Mazraa, vi lo que los historiadores algún día denominarán el primer día de la nueva guerra civil libanesa. Enormes grupos de jóvenes, simpatizantes y opositores del gobierno de Fouad Siniora, se gritaban y tiraban decenas de miles de piedras entre ellos, mientras un soldado libanés herido se sentaba al lado mío y lloraba. El ejército de este trágico país está ahora en la delgada línea roja –algunos de los soldados tenían birretes rojos– que separa al futuro de Líbano de la locura de un conflicto civil.

Después de 31 años en este país, nunca creí que fuera a ser testigo otra vez de lo que vi ayer en las calles de Beirut, cuando miles de musulmanes chiítas y sunnitas, los primeros apoyando a Hezbolá y los segundos al gobierno que alguna vez fuera liderado por el fallecido ex primer ministro Rafiq Hariri, se arrojaban piedras y pedazos de metal unos a otros. Iban destruyendo cosas alrededor de nosotros –destruían los carteles con las señales de tránsito, las marquesinas con publicidades y las ventanas del banco contra el cual siete soldados libaneses y yo tratábamos de resguardarnos–. Una y otra vez los soldados corrían por la calle para intentar –con una desesperación comprensible– separar a los jóvenes. Algunos de los hombres chiítas, miembros de Amal y leales (dios nos salve) al presidente del Parlamento, tenían máscaras negras, usaban capuchas y la mayoría llevaba grandes palos de madera.

Sus predecesores –quizá sus padres– se vestían así, como futuros verdugos, hace 31 años cuando peleaban en las mismas calles, confiados en la integridad de su causa. Quizás estaban usando las mismas capuchas. Algunos de los soldados disparaban al aire y les gritaban a los que arrojaban las piedras. “Por amor de Dios, paren”, les rogó un joven militar. “Por favor, por favor”, continuó. Pero las masas no querían escuchar. Se gritaban obscenidades unos a otros. De un lado de la calle se veían imágenes del líder de Hezbolá Hassan Nasralá y de Michel Aoun, el ex general cristiano y aliado de Nasralá que quiere ser presidente. Del otro, los sunnitas mostraban un retrato de Saddam Hussein. De esta manera el cáncer de Irak llegó y se expandió en el Líbano ayer. Fue un día vergonzoso.

Desde todo el Líbano llegaron informes de muertes –tres según el último, y al menos 133 heridos y 70 detenidos– y los líderes del país escribieron anoche la narrativa de la historia moderna libanesa con una velocidad predecible. Nasralá, héroe de la última guerra con Israel –o al menos, eso le gusta creer– demandaba la renuncia del gobierno, mientras Siniora y sus aliados, atrapados en el viejo palacio de gobierno turco del centro de la ciudad, denunciaban un intento de golpe de Estado apoyado por las fuerzas de Siria e Irán. No es tan simple. Los chiítas son los oprimidos, los pobres, los desposeídos, aquellos que siempre fueron ignorados por los señores y los patriarcas del gobierno libanés –por eso, en un sentido, ésta también es una revolución social–. Del otro lado está la población sunnita, tan querida por Hariri, los drusos y los cristianos.

En el norte de Beirut, las fuerzas cristianas de Aoun intentaron bloquear las calles lideradas por los matones de Samir Geagea. En Tripoli, un grupo de simpatizantes del hijo de Hariri, Saad, se enfrentó a los alawitas aliados de Siria. En Hazmiyeh, eran los chiítas contra los cristianos, y en Corniche Mazraa, los chiítas contra los sunnitas. Nasralá sería el primero en decir que esto no es necesariamente el inicio de una guerra civil –aunque se debe decir que las decenas de miles de combatientes de Hezbolá eran lejos los hombres más disciplinados que se vieron ayer en las calles de Beirut–. Sin embargo, fue él quien llamó a una huelga general ayer.

En todo Beirut, los hombres de Hezbolá, vestidos con pantalones y remeras negras, cortaron las calles y el ejército se quedó parado y observó. Entre los soldados había pocos oficiales. En medio de los gritos y las piedras, vi a un coronel libanés que corrió por la calle hasta llegar a la autopista que separaba a las dos multitudes enardecidas.Los soldados que estaban alrededor mío lo vieron y salieron corriendo para unírsele, en un desesperado intento para evitar una nueva confrontación. Ayer parecía que este hombre era el símbolo de lo que separa al Líbano del caos. No sé qué religión profesa. Sus soldados eran sunnitas, chiítas y cristianos, todos vestidos con el mismo uniforme. ¿Podrán mantenerse unidos, podrán mantenerse bajo su mando cuando sus hermanos y sus primos seguramente participaban de los enfrentamientos? Lo hicieron. Algunos incluso sonreían nerviosos al rogarles a los encapuchados y a los jóvenes, demasiados chicos como para haber vivido la última guerra civil, que por favor detuvieran la violencia. Esta vez ganaron. Pero, ¿qué pasará hoy?

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Desde Beirut.

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