EL MUNDO

Un día en la ciudad

 Por Christian Palma

Para llegar a escribir a tiempo esta nota, el cronista debió bancarse de pie una hora y media arriba de un micro, hacer un trasbordo y tomar otro –esta vez en la pisadera– con dirección al centro de Santiago. La tarde avanzaba más ligero que la moderna y ecológica máquina dispuesta por la autoridad para mejorar el transporte público de esta hacinada capital sudamericana. Así, el Metro apareció como la mejor opción para ganar minutos. Craso error. En el subte fui pisoteado, toqueteado y casi muero por asfixia. Sudando a mares, observé cómo cartereaban a algunos desprevenidos y como otros tiraban las manos a las chicas que todavía andan ligeras de ropa por estos lustros. Todo impregnado de un fuerte olor a fracaso, preocupación, molestia y humillación. En esta ciudad infernal, la mejor opción para trasladarse hoy por hoy es sacar la vieja y oxidada bicicleta. La gran cantidad de tiempo que deben esperar los usuarios para que pase el micro ha dado lugar a un sinfín de bromas que cada día alegran en parte la tediosa espera. Pero sin lugar a duda, un comerciante se lleva todos los premios. Desde hace unos días vende remeras con frases como “Señora, yo no le toqué el poto, fue el de al lado”, Disculpe, jefe, me vine en el Transantiago”, “Transtrancado”, “Mi amor: no pasé a ningún lado... me vine en el Transantiago” o “Viajando como las huevas... apretado, transpirado, manoseado”.

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