EL MUNDO › DETRAS DE UNA SEMANA DE TRASCENDIDOS, AMENAZAS Y RETORICA

La guerra contra Irak no está en marcha

 Por Claudio Uriarte

Irónicamente, las páginas internacionales de los principales diarios del mundo han estado terriblemente atareadas estos días por informes, comentarios y editoriales sobre una guerra que no va a ocurrir. O que, por lo menos, no tiene posibilidades de ocurrir en lo inmediato, y que incluso en el mediano plazo se alza contra una formidable barrera de obstáculos. Esa guerra es la invasión norteamericana a Irak para derrocar a Saddam Hussein y liquidar sus reservas de armas de destrucción masiva, una posibilidad de la que se viene hablando en firme al menos desde fines del año pasado, cuando la campaña de Afganistán todavía estaba en su apogeo, y que cobró estatuto de urgencia con el célebre discurso de principios de este año en que George W. Bush identificó a Irak como parte de un “eje del mal” del que también participarían Irán y Corea del Norte.
Desde entonces, los planes de invasión no han cesado de filtrarse a la prensa. 250.000 soldados norteamericanos invadirían Irak desde países vecinos, o fuerzas aerotransportadas invadirían Bagdad para destruir el régimen y consolidar su dominio desde la capital, o se usaría solamente una campaña aérea de alta precisión para destruir los depósitos de armas, o EE.UU., repitiendo su campaña de Afganistán, atacaría Bagdad con fuerzas especiales y una densa campaña aérea para apoyar una rebelión de los chiítas del sur y los kurdos del norte, respaldados por una heteróclita coalición de líderes rebeldes exilados como la que ayer se reunió con altos responsables estadounidenses... Lo verdaderamente notable no es la multiplicidad de estos planes –después de todo, al Departamento de Defensa se le paga, entre otras cosas, para que tenga decenas de posibles escenarios de conflicto a mano sobre cualquier punto de crisis– sino su divulgación en serie, lo que trasunta el primer dato a tener en cuenta en el asunto: que la administración Bush está profundamente dividida sobre el tema, y las distintas agencias –Departamentos de Estado y Defensa, Consejo de Seguridad Nacional, etc.–, así como el Congreso, están usando las filtraciones como forma de fortalecer su causa y debilitar la de sus oponentes.
Para situar la discusión dentro de cierto principio de realidad, conviene separar aquí lo posible y lo imposible. Una invasión aerotransportada destinada a la captura de Bagdad tiene casi tan pocas chances como la fallida operación de rescate de los rehenes en Irán por Jimmy Carter en 1980; lo más probable es que las fuerzas serían masacradas por un enemigo con la enorme ventaja de la defensa en una ciudad extensa, laberíntica y repleta de búnkeres, donde el domicilio de Saddam Hussein no es el misterio menor. Una campaña exclusivamente aérea tampoco lograría destruir los arsenales, ya que las armas químicas están profundamente enterradas en lugares no identificados y las biológicas pueden ser desplazadas en camiones. El escenario “Afganistán II” tampoco es viable: primero, los kurdos del norte y los chiítas del sur carecen de cualquier cosa comparable a la Alianza del Norte que sirvió de infantería norteamericana en la campaña contra los talibanes y Al-Qaida, y luego, armar a los kurdos corre el peligro de extender la rebelión a sus hermanos de las limítrofes Irán, Siria y Turquía. Por eso, el escenario de los 250.000 soldados parece el más viable, pero, como lo demostró la Guerra del Golfo de 1991, un proceso de acumulación de fuerzas como ése necesita al menos seis meses para concretarse. Actualmente no hay desplazamientos de tropas, y, como fácilmente se puede entender, si no hay tropas, no hay guerra.
Otra realidad que no está siendo observada es que la posición a favor de la guerra con Irak está en franca minoría dentro de la administración Bush, y sus enemigos son poderosos. En realidad, se trata en su mayor parte de la campaña de un solo hombre –el secretario de Defensa Donald Rumsfeld– con el único respaldo firme de su segundo, Paul Wolfowitz. Del lado opuesto están los apaciguadores, liderados por el secretario de Estado Colin Powell, que hasta último momento se opuso a la Guerra delGolfo de 1991, y que, a comienzos de la administración Bush, proponía reemplazar las sanciones en vigor contra Bagdad por un nuevo paquete de “sanciones inteligentes” que, en la práctica, equivalía al desmoronamiento del régimen de sanciones. Es que la administración Bush está profundamente penetrada por los intereses de la industria del petróleo, para la cual una invasión a Irak sería una catástrofe.
Aquí aparece la figura más ambigua de todas: la del vicepresidente Dick Cheney. Los trascendidos de prensa –probablemente instigados por el propio Cheney– lo describen como un halcón en la guerra contra Irak, pero los hechos sugieren exactamente lo contrario. Durante una larga y bien publicitada gira árabe en la primavera, Cheney hizo la mímica de buscar apoyo a una campaña contra Irak. Desde luego, ése no es el modo en que EE.UU. se prepara para una guerra: el vicepresidente, por largos años muy bien pago CEO de la compañía de servicios petroleros Halliburton, estaba sometiendo las ideas de Rumsfeld a un referéndum internacional donde sabía que todos dirían que no. Porque Cheney es poco más que un empleado de Arabia Saudita –clave de mucho de lo que está pasando–, de la que empieza a sospecharse que no es exactamente el mejor aliado antiterrorista.

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