EL PAíS › OPINION

El yo y el nosotros

Por Blas de Santos

Con la consigna del “Yo no lo voté” se repudió que la vacancia presidencial abierta por el pronunciamiento popular fuera cubierta con un arreglo entre padrinos y punteros. Factores de poder más altos que esa instancia de soberanía que los manifestantes de las jornadas previas habían creído encarnar, decidían el futuro próximo. Por otro lado, el protagonista principal había cambiado. Ya no estaba centrado en una idea, ni personificado en un líder, un emblema o una sigla: la primera persona del singular hacía su callejera presentación en sociedad. Nadie representaba a todos. Ningún ventrílocuo hablaba por cada uno. Lo promisorio es que cada quien dio testimonio de sí formando parte de una multitud que lo contenía.
El enunciado de esta consigna reforzaba la intención que motivó su enunciación. Emergía de este modo una subjetividad colectiva que potenciaba una afirmación individual que los brazos mimaban. Fruto de la confluencia de tantas particularidades y multiplicidad de vocaciones, la experiencia daba testimonio de cómo el despliegue de la diversidad necesita la garantía de la unidad. De hecho, la única coincidencia era la de reunirse para dar espacio a que cada uno hablara a cuenta y riesgo de su propio nombre. No es que la democracia sea el sistema menos malo, sino el que mejor permite que se lo invente. La heterogeneidad de los convocados impedía que los hábitos de un sector predominaran sobre los demás, condición ideal para la creación de alternativas aceptables para el conjunto. La crisis llevó a que sectores medios de la sociedad amenazados por el corralito sobre sus bienes y derechos estrenaran prácticas contestatarias acuñadas por los que ya hace mucho fueron acorralados en el todo o nada de la supervivencia. La extensión de la crisis a toda la sociedad propicia propuestas políticas cuyo imperativo ético sea que las soluciones a las demandas sectoriales respondan a los problemas de la sociedad en su conjunto. Este planteo, de fácil aceptación en el plano abstracto de las buenas intenciones, encierra obstáculos propios de la condición humana: tan inerme en la soledad absoluta, como intolerante a la comunidad plena.
Este es el conflicto que despliega la sociedad y que la política recubre de sentido, creando valores y normas para hacer posible la convivencia. No es casual que frente a la caída de sentidos políticos convencionales, comiencen a circular otros que definen tiempos y subjetividades distintas. La oposición que enfrenta reforma a revolución –o retardatarios a apresurados– es homóloga de la dicotomía democracia representativa / democracia directa. Una crítica ortodoxa de izquierda pretende que sólo la directa lo es. Ve toda representación, organización y programación como obstáculo que interfiere la pureza de la acción en su aparente univocidad de sentidos y sospecha complicidad con lo establecido en toda negociación.
De este modo, el escándalo de la injusticia reinante hace que la urgencia sea el índice de verdad de las acciones que la resisten y la inmediatez su principal virtud, y las vías del diálogo y la representación, coartadas del mismo engaño. Su correlato práctico es la desestimación de toda mediación como interferencia a una radicalidad absoluta. La calle y la plaza son entonces el único escenario de lo público y la literalidad de (ex)”poner el cuerpo”, la única forma de compromiso. Estas fórmulas emblemáticas cortocircuitan el incierto trámite que debe remontar el trabajo de construcción de una subjetividad que busque otra legitimidad que la fundada en sus propias convicciones. Como la que se instala en el intervalo tendido entre el enunciado “Yo no lo voté”, cuando su enunciación ocurre al unísono con tantos otros y deja lugar al eco del nosotros. “Yo... quiero elegir” (decidir quién hablará en nombre de todos) aunque el elegido sólo sea el símbolo del acuerdo que nos iguala en ese decidir.

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