EL PAíS › OPINIóN

Entre nosotros

 Por Eduardo Aliverti

El dichoso Bicentenario convoca a una serie de debates y reflexiones, sobre muy numerosos aspectos del devenir argentino. Y resulta que hasta ahora, al menos en los medios masivos y al momento de escribirse esta nota, no se encuentran repasos que convoquen a pensar de dónde venimos y, con prioridad, en qué punto estamos y hacia cuál marcharíamos los periodistas.

En los últimos tiempos el gremio vive una verdadera convulsión. Es así, en esencia, como producto del feroz enfrentamiento entre el Gobierno y el grupo comunicacional más importante del país. Lo cual deviene, a su vez, de diversos factores que no es del caso analizar aquí. Lo que importa es lo estallado. Para tomar como referencia el recupero democrático de 1983, que no es un dato precisamente menor de la corta historia argentina, jamás había ocurrido una cosa así. Hacia dentro y desde afuera, hubo acusaciones e introspecciones que alcanzaron a militares, curas, sindicalistas, dirigentes políticos, empresarios y cuanta fauna desee citarse. Las corporaciones periodísticas, en cambio, nunca fueron tocadas ni se sabe de algún cuestionamiento que hayan asumido en público; en especial, aunque no únicamente, acerca del vergonzoso papel que jugaron en la dictadura. Hubo denuncias gremiales, congresos de comunicadores y especialistas, libros, montones de charlas y conferencias. Pero nada había logrado quebrar el ghetto de los dueños mediáticos. Hoy sí sucede. Por diferentes vías, hay nuevos –y no tanto– espacios y figuras que se animan a discutir el poder de la prensa sistémica. Y hay que bancársela. Se acabó, o eso parece, la impunidad absoluta de la “impolutez” periodística. Habrá que continúan liderando el rating televisivo ciertas cloacas de entretenimiento y estrellas execrables, pero eso no es periodismo. Hablamos de lo que es o se pretende como tal. Eso entró en discusión, aleluya. Sin embargo, cabe reconocer que –como correspondía al haberse revelado inútil cualquier otra forma– entró, digamos, por la ventana. Más allá de fenomenologías novedosas, como la blogosfera y lo internetiano en general, tanto en gráfica como en radio y tevé se produjo una situación de choque demasiado directo en relación con aquello a lo que estábamos acostumbrados. Todo era en extremo modosito, y de golpe saltó la liebre. La ley de medios audiovisuales; la televisación del fútbol estatizada; los hijos de Ernestina; los temores y sobreactuaciones de colegas del corazón multimediático; las arremetidas de otros que hallaron lugar para plantar un discurso alternativo generaron que la situación semeje en primer lugar a un clima de altercados, enconos personales y actitudes defensivas u ofensivas. El periodista se hace cargo de la parte que pueda tocarle. Se repite: no había manera de que aconteciera distinto, después de años y años de tierra barrida debajo de la alfombra. Pero eso no obsta el intento de que, tal vez, lleguemos a un piso de acuerdo marcadamente mínimo, en torno de cuestiones que a juicio personal resultan muy, pero muy, elementales. Son dos, en lo básico.

La primera no debería despertar controversias mayores. El firmante se hace cargo de su ingenuidad, a propósito de que las causas se encuentran en las mismas lacras estructurales que explican al resto. Pero hagamos como que son planteamientos “profesionalistas”, ¿sí?, afligidos desde una búsqueda de excelencia ascética. En el periodismo argentino se escribe cada vez peor. Y se dice peor todavía. No vengan con las excepciones. La buena sintaxis es una aspiración de museo. La gramática sufre horrores. La pobreza expositiva da calambres. La economía expresiva de los medios audiovisuales se transformó en lenguaje grasa y la transcripción de las entrevistas en un trámite que no atiende contornos. Los sinónimos están muertos o en terapia intensiva. Se le falta el respeto al lector, al oyente y al televidente. Cualquier cronista cubre cualquier nota. Y por más que uno revise si acaso no incurre en una defección melancólica, incapaz de apuntar los cambios suscitados en los modos de expresarse, se responde que la simplicidad y lo bruto no tienen por qué llevarse bien. ¿No tenemos nada que decirnos, los periodistas, sobre qué nos pasó? Los más grandecitos, sobre todo. ¿Cuándo fue que nos acostumbramos a la mediocridad? ¿Habrá sido cuando no nos dimos o quisimos darnos cuenta de que los multimedios, y después las megacorporaciones que entre otros negocios operan multimedios, significaban un discurso único? ¿Cómo fue que terminó dándonos lo mismo lo que viniera? ¿No tenemos nada que reprocharnos acerca de por qué se devaluaron los parámetros, nosotros, que se supone deberíamos venir de Walsh, de Troiani, de Petcoff, de Timerman, de Eloy Martínez, de García Lupo, de Gelman, de Bayer, de los gordos Soriano y Cardoso, de Pasquini Durán? Uno dice, como para no irse hasta Botana y Crítica, o Florida y Boedo. O hasta Mariano Moreno. ¿Nada? ¿No nos llama la atención?

El segundo elemento es, en realidad, una suma de ingredientes conceptuales que confluyen en preguntarnos por nuestra ubicación ideológica, entendida como el modo en que podemos manifestarla según dónde trabajemos. Algunos tienen la fortuna de desempeñarse en medios cuya línea política coincide con la personal, y otros no. Hay también matices entre ambas probabilidades, pero incluso quienes gozan de lo primero son conscientes de que no siempre podrán firmar cuanto les venga en gana (esto contempla, además, las veces en que sí se puede pero juzgamos que no conviene; porque, como todo el mundo, somos animales políticos, y tensamos si es oportuno decir aquello o lo otro de acuerdo con a quiénes se perjudica o beneficia). Todos sabemos muy bien, en síntesis, que, trabajando donde se quiere o se puede, estamos sometidos a una cantidad de presiones que deben contarse entre las mayores de cualquier profesión que se quiera. Y mucho más, como quedó dicho, cuando las grandes patronales mediáticas se transformaron en emporios con intereses comerciales que exceden, largamente, vivir de la información. En consecuencia, cada periodista se las arregla como mejor le sale. Pero lo que de ninguna manera se soporta más es que algunos o muchos de nosotros simulen actuar en un no-lugar ideológico. Un limbo donde no existen los mandos corporativos, ni las operaciones de prensa ni los avisadores que auspician al medio y a los programas, ni las campañas solapadas o expuestas para instalar candidatos electorales ni el sopeso informativo regulado por la búsqueda de publicidad. Nada, no hay nada de eso. Hemos alcanzado el nirvana laboral. Y los únicos problemas se les plantean a los periodistas que trabajan en medios estatales o sustentados por la pauta oficial, porque los persigue la presión del Gobierno (o bien están a gusto); y encima usan el aporte dinerario de la ciudadanía para despotricar contra publicaciones, emisoras y colegas del ámbito privado. ¿Y éstos cómo se sostienen y cómo cobran? Bueno, por la publicidad. ¿De quiénes? Y, de los laboratorios medicinales; de las gigantes, grandes y medianas compañías agropecuarias; del sector petrolífero; del financiero; del inmobiliario; del alimentario... ajá. Pero entonces...

Entonces es hora de sacarse la careta, porque además no termina pagando bien, ni le hace bien a la profesión, insistir con que los reyes son los padres. Los 200 años nos sorprenden a los medios y a los periodistas como partícipes de una de las más espectaculares revulsiones que se recuerden. Bienvenido sea.

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