EL PAíS › OPINIóN

Los patos y la escopeta

 Por Eduardo Aliverti

Hay mucha duda, pero el tema es sobre qué.

¿Se duda de que la tarjeta del SUBE sea una buena credencial para la detección de quién merece estar subsidiado? ¿O se duda de si el Gobierno no habrá pegado un volantazo a derecha? ¿Se duda de cómo harán la declaración jurada para encontrar a los que deben seguir cobrando el subsidio? ¿O se duda de si los K no estarán pegándole un sacudón al bolsillo multitudinario? ¿Se duda de qué deben hacer los inquilinos? ¿O se duda de si estos recortes, bajo pantalla de afectar a los que más tienen, no van a caer sobre los que tienen menos? ¿Se duda de qué pasa si uno renuncia al subsidio del servicio público y después resulta que vuelve a necesitarlo? ¿O se duda de si el oficialismo no estará retrancando hacia correcciones impopulares? ¿Se duda de qué ocurrirá con los que no respondan el formulario adjunto a la factura del gas, la luz, el agua? ¿O se duda de que avanzar sobre Puerto Madero y Barrio Parque no es más que una movida para la gilada? En esas preguntas elementales se dirime para dónde vamos, y la respuesta –porque es una sola respuesta– sólo la tiene el Gobierno. Hasta ahora, cada vez que se pronosticó una fuga a derecha hubo equivocación. El kirchnerismo, ya se sabe que en los marcos del sistema (nunca prometió poner todo patas para arriba, para algún desorientado que jamás falta), siempre sorprendió. La máxima expresión de esa tendencia transgresora fue a la salida de la derrota contra los campestres y sus socios mediáticos literales, que terminaron traste al norte. Hoy vuelve a manifestarse un interrogante: para dónde disparará la necesidad de prevenir las cuentas fiscales contra amenazas externas e insuficiencias propias. Hacia dónde se modificará que, recuperada la economía aunque en estadio de purgatorio, las clases medias no tengan nada que aportar.

Asistimos y, quizás sobre todo, asistiremos a una enésima imagen de los patos que le tiran a la escopeta. La derecha corriendo al Gobierno por izquierda. Un cinismo pavoroso y dividido en dos planos que son complementarios. La chicana de que se viene el ajuste, aun cuando se advierta su centralidad en los sectores de mayores ingresos. Y el estímulo a que el oficialismo siga así, recortándoles beneficios a los pudientes. Este segundo aspecto tiene la subsecuencia de que, apenas se note que los recortes alcanzan también a la clase media, pilotearán –ya lo hacen– un clima de “al fin y al cabo, no son ni todo lo populares ni todo lo nacionales que dicen ser”. Falta que digan que el verdadero progresismo son ellos, la derecha. Venderán que estamos frente a la misma mierda de los ajustes exigidos otrora por el Fondo Monetario, pero con distinto olor. Expuesto de esta forma, puede parecer una batalla exclusiva por la construcción de sentido simbólico. No es así. La comunicación es un efecto de la realidad política, no su causa. Del mismo modo en que la oposición incurrió en papelonescos spots de campaña no porque careciera de creativos (que también), sino por su impotencia propositiva, el Gobierno ganará o perderá lo que se viene según sea su auténtica y demostrada vocación de continuar reparando a las mayorías populares.

Lo que hacen los bolsones de la derecha, desde las horas inmediatas al 54 por ciento, es probar lo que llaman la “gobernabilidad” cristinista. Primero le tiraron con el dólar, subidos al espanto que fue la (no) táctica comunicacional del Gobierno. Pero, de nuevo: si se equipara a pequeños ahorristas en dólares con grandes fugadores de capitales, como si fueran igual cosa el colchón o las cajas de seguridad que bancos o paraísos fiscales del exterior, no hay mago que pueda comunicar bien nada de nada. Parece que, finalmente, el oficialismo les ganó la pulseada asegurando que hay todos los dólares que se quieran, y apretando donde y como se debe. La cotización del dólar, esa indesmentible pasión cultural clasemediera, no sólo se contuvo. Bajó. Los dos bajaron. El que llaman “legal” y el que la tilinguería bastarda de la City, con sus operadores cambiarios y periodísticos, denominan “blue”. La muchachada mediática, sus analistas aterradores, la patria sojera, pintan haber rendido esa ofensiva. Y en gran medida es así porque, tanto como el Gobierno no es un dechado de virtudes comunicacionales, esa gente se ceba e incurre en vicios peores. El periódico Perfil, que junto con variados productos de esa editorial viene a ser la hermanita muy menor de los mastines mediáticos muy mayores, se pegó un viaje de aquellos y habló en portada de un “plan pesificador”, capaz de causar la refutación de los liberales más recalcitrantes. Agotada esa operación, en principio, ahora arrancan con que los subsidios son un ajuste tradicional. El Gobierno, en lo macro, corrigió errores y dio alguna idea de comunicación coordinada a través de la aparición conjunta de Boudou y De Vido. Son tipos convincentes, la mochila les juega más a favor que en contra por sus efectividades de gestión y, aunque así no fuera, enfrente hay un vacío magnífico que los Redrados no pueden ni podrán llenar con apariciones bizarras en programejos de cable, ni con recuadros fotografiados en publicaciones a las que nadie sustantivo presta atención, ni con una fortaleza política de la que están faltos por completo, ni por vía de las hazañas sexuales que cuenta Luciana Salazar. Sin embargo, y otra vez, tampoco se trata de que ese lucro cesante de los adversarios allane el camino. O de que al oficialismo le alcanza cubrirse con mejor comunicación y punto. Dólar y subsidios, por caso, son coyunturas de las que se puede salir airoso en tanto eso: coyuntura. En lo estratégico, demostrar que se quiere profundizar “el modelo” pasa por otro lado o, si se quiere, por una parte mucho más grande. Sistema impositivo, nueva ley de entidades financieras, ampliar el concepto de asignación universal, desconcentrar y desextranjerizar la economía, sumar actores productivos locales. El tipo de cambio y la inflación son factores cuyo carácter de controlable o alarmante depende, en proporción decisiva, del grado de confianza que el Gobierno logre asentar respecto de su rumbo general.

Se cuenta para todo eso con un aval popular reciente y enorme. Y se le suma una potencia de movilización nada desdeñable, con preponderancia juvenil. Como si fuera poco, los vientos de afuera son demostrativos de que el país, y su región, vienen zafando gracias a intentos y concreciones anclados, por fin, en una mira que desde la periferia le enseña al centro. Estamos por acá con unas democracias que en varios aspectos se les han plantado a las corporaciones financieras, y con unos presidentes que se asemejan más a la gente común que a los sabios conocidos. Por allá están exactamente al revés. Sus sociedades van a las urnas, pero el destino irremediable de lo que votan es quedar atrapados en las resoluciones tomadas en Bruselas por un puñado de garcas. Hay aquí una oportunidad perfectible pero inmejorable, si se la observa desde condiciones objetivas que muestran a una derecha desvencijada, sin partido militar ni líderes siquiera incipientes; con patrullas mediáticas inmensas y todavía gravitantes, pero seriamente deterioradas. La trampa de esta ganga es no encontrar el punto intermedio entre que todo está bien, cuidándose de cuestionar hasta lo obvio porque sería hacerle el juego a la derecha, y que todo son remiendos capitalistas que sirven para un carajo.

Lo incierto es si el Gobierno será eficaz en la ejecución de las medidas administrativas que, jura, no afectarán a los desposeídos ni –gravemente– a la clase media. Lo seguro es que, mientras se equivoque pero quede claro que el camino sigue siendo integrador de las mayorías, no habrá operaciones de prensa ni sectoriales que puedan derrumbarlo. El 23 de octubre ya lo demostró.

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