EL PAíS › OPINIóN

Carlos Nine

 Por Horacio González

El primer libro que publiqué alguna vez tenía dibujos de Carlos Nine. Han pasado más de 40 años, y el único motivo que hoy tendría para recordar aquellas páginas prescindibles, es el de rescatar el aroma perdido de aquellas formas plásticas dibujadas por Carlos. Demuestran que ciertas cuartillas dadas a la imprenta solo pueden perdurar no por sus párrafos y sentencias sino por sus ilustraciones. Este es el caso; yo había escrito un libro y de él solo sobreviven, en mí, las imágenes creadas por Nine.

Muchos años después lo invité a que ilustrara un libro editado por la Biblioteca Nacional. Se trataba de El payador, de Lugones y este no era libro olvidable, como el que referí en primer lugar. Nine hizo un trabajo excepcional, propuso sus clásicas formas oblongas, misteriosas, confundidas elípticamente con la naturaleza y disputando sus volutas con el mundo animal. El libro –discutible, como todo lo de Lugones– forma parte de la gran memoria escrita nacional. En esa edición, como es lógico, Lugones figura en la tapa pero el nombre de Carlos Nine se leía en el cuerpo de letra más diminuto, en la última página, imperceptible, junto la dirección de la imprenta y las autoridades del establecimiento.

Nine no hacía cuestión con su nombre, pero sostenía que el autor de las ilustraciones debía acompañar por derecho propio y no por dádiva al autor del texto. Añeja discusión en la que había que darle toda la razón a Carlos, no por impulsos gremiales o por convenio laboral -esa es otra discusión-, sino porque sus trazos son únicos, pulsan con suave belicosidad a cualquier objeto al que le da vida, e invaden un texto con su expresionismo lírico. Producen el grácil enloquecimiento alquímico de la materia. Pero el tema es difícil y cruza con saña toda la historia del arte. La única forma de saldarlo con generosidad intelectual era la que puso en práctica Nine: escribir sus propios textos para sus propios dibujos, e ilustrar con sus propias ilustraciones sus propios escritos. Ejerció así su raro magisterio. Casi en silencio siempre estaba allí, con su “literatura dibujada”, como se dijo alguna vez, en el interior de sus mágicos bestiarios. Extraña joya de la plástica, de las poéticas embrujadas y de las fantasmagóricas caricaturas, Nine seguirá siempre ahí, aunque su pincel, con algo de Caravaggio, se dio ayer al abandono sobre la antigua plancheta, del lado de la sombra.

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