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Lo esencial es visible a los ojos

 Por Mario Wainfeld

Madonna Quiroz cometió un error del que habían sido precursores, entre tantos, Herminio Iglesias, el ex comisario Alfredo Fanchiotti y Sergio “la Tuta” Muhamad: moverse en el espacio público al uso nostro, sin reparar en la presencia de los medios de difusión masiva. Los cuatro ejemplos son misceláneos en su gravedad, pues incluyen casos de torpezas no ilegales (como la de Herminio), de patoterismo (la Tuta), y delitos graves (Quiroz o el principal asesino de Kosteki y Santillán), pero los emparienta la ignorancia de la opinión pública. Todas fueron actuaciones desaprensivas, despectivas del sentido común medio, basadas en el presupuesto de la propia impunidad, acaso de la propia invisibilidad. Ese desprecio afortunadamente en muchos casos cuesta caro, en términos políticos y hasta penales.

El socorrido parangón entre la masacre de Ezeiza y la batalla patotera de San Vicente sólo sirve como un primer fresco; a medida que se profundiza la lectura proliferan las diferencias. Entre ellas, una nada menor y encomiable: el repudio social a la violencia es más efectivo, inmediato y exigente. En los ’70 no era habitual querer llevar a los tribunales a quienes se valían de la fuerza: el punto se dirimía mediante la vendetta armada o por vía del péndulo político.

La ecuación se invierte ahora, en ciertos casos con excesos pintorescos: hay comunicadores que se indignan porque la identificación y aprensión del matón demoraron algo menos de 24 horas. Esa compulsión traduce a veces la ignorancia de los tiempos judiciales y aun de las garantías constitucionales, pero la tendencia es en promedio saludable. Hoy, nadie puede siquiera sugerir que Quiroz sea dispensado de su día ante el tribunal. Ni siquiera su jefe gremial, Hugo Moyano.

La presencia de los medios, las transmisiones en directo, los miles de fotografías interfieren eficazmente contra la perduración de tropelías criminales o simbólicas que fueron rutina durante años. El “folklore” muchachista, la excusa basada en la cotidianidad sucumben ante el peso de la bronca ciudadana.

Editado pero real

Toda transmisión, inclusive una realizada en directo, contiene un importante proceso de edición. La realidad (si tal cosa existe) no es lo que se ve por la tele. Un director selecciona imágenes, tributando a su criterio y al material que tiene. Es más que verosímil que Quiroz no haya sido el único “calzado” en San Vicente ni el único que tiró. Las lecturas anejas a los “combates” (por usar el vocablo caro a los barras) pudieron pecar de simplistas, apresuradas y eventualmente de gorilas. Todos esos datos de contexto son necesarios para una segunda napa de análisis más fino pero no eclipsan lo fundante.

Lo esencial fue lo que vio la audiencia, los millones de personas (peronistas o no) que no fueron al mausoleo. Lo esencial fue la utilización de la violencia para primar en un acto político, el uso experto de armas de fuego por parte de un custodio sindical, el autismo de los dirigentes que negaban lo que transcurría ante sus ojos y por su responsabilidad.

La mirada del otro, savia de la democracia de masas, cuestiona la naturalización de conductas desviadas de básicos principios de convivencia y (ya que estamos) violatorias del Código Penal. La remisión al folklore, las invocaciones del tipo “la política no es para señoritas” derivan de un imaginario de minorías brutales, reacias al control social. El rechazo que recae sobre ellos puede ser, en algún caso, ingenuo pero está bien encaminado éticamente. Un sistema democrático es antagónico a la concesión de santuarios de tiro a los militantes o de tierras liberadas para que los muchachos se den como en la guerra. La vida en común se construye en base a cuestiones tan primarias como ésa.

Varias explicaciones ulteriores a la brega quisieron saltearse lo que el público vio y quedaron pedaleando en el aire. Moyano no tenía cómo zafar, se defendió como pudo acudiendo a un tono amigable con los movileros: quedó como Gimnasia contra Colo Colo, perdió 4 a 1 de visitante.

El Gobierno, como suele pasarle, tuvo reflejos lentos frente a un papelón que lo envolvía. Si Néstor Kirchner no reacciona a nadie se le ocurre nada, lo que es, en principio, un problema de comunicación. Si se profundiza un poco es un problema político y una limitación del modelo de acumulación del kirchnerismo, cuya carencia de estructura y de cuadros medios es a esta altura asombrosa comparada con otros de sus desempeños.

La primera respuesta del Presidente en José C. Paz, en un acto pacífico en el que seguramente hubo el triple de asistentes que en San Vicente, incurrió en varios traspiés. Kirchner eligió victimizarse, sin dar una explicación que diera cuenta de la acción de sus aliados, empezando por Moyano. También incurrió en una desmesura cuando identificó un ataque a la democracia en conjunto con una querella personal con él mismo, repitiendo una lectura autocentrada que resintió su histórico discurso en la ESMA el 24 de marzo de 2004. Pero su principal falencia fue prescindir de autocrítica y propalar una lectura binaria: todo lo que me perjudica es producto de la voluntad de mis adversarios. Lo ocurrido en San Vicente prueba que la realidad es más compleja. Mucho de lo que golpea al Presidente son errores no forzados o goles en contra generados en su fuerza propia.

En un segundo discurso, un día después, Kirchner reprochó a “los organizadores”, dejando a la conjura en segundo plano. Es una lectura más afinada que no termina de dar cuenta de un dilema estructural preexistente que el falsario homenaje a Juan Perón puso en carne viva: la tensión entre los pilares del prestigio de Kirchner y la praxis de muchos de sus aliados más importantes. Un punto que mereció, por lo menos, la nota principal de esta página.

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