EL PAíS › LA CLASE MEDIA SALE A VENDER SUS BIENES PARA SOBREVIVIR

Adiós a la licuadora

De la cultura de las cuotas a la búsqueda del cash: ése fue el recorrido de la clase media en los últimos meses, en que los canales alternativos de consumo no dejaron de crecer. Hay desde una cadena de negocios en Barrio Norte y Belgrano que compra usados hasta tintorerías que aceptan ropa paqueta en consignación.

 Por Alejandra Dandan

Frente a un negocio recién abierto en Barrio Norte alguien comenta: “Se están comiendo la memoria”. En la puerta, en tanto, unas cincuenta personas se amontonan con relojes, turboventiladores, una calculadora científica y electrodomésticos, herencia de la década del voto-cuota. No es un local de empeño sino un circuito parecido al del trueque pero dirigido a la clase media. La gente va, tasa sus cosas y las vende sin perder contacto con el dinero real y tangible. El sistema, inspirado en las ventas de garaje americanas, fue creciendo aquí con la intensidad de la crisis: en treinta días, locales y usuarios se triplicaron. Para los especialistas, el fenómeno no se limita a esta modalidad ni a un reducto, ni sólo a nuevos estilos y tendencias. Es más profundo y surge como expresión de un tipo singular de consumo aparecido como efecto directo de la crisis de diciembre. La crisis que puso en cuestión el orden de lo político impactó en todas las instituciones del sistema, incluso en los espacios tradicionales de consumo. Y, en paralelo, ese movimiento generó un aumento del 20 por ciento en las ventas de lugares no tradicionales. Lugares donde puede subastarse hasta un trozo de memoria.
En los últimos seis meses proliferaron en el país alternativas de consumo extrañas para quienes hasta ahora seguían la evolución de productos, usuarios y segmentos. El público cambió y especialmente lo ha hecho esa clase media que ahora se anima a formar cola durante cinco horas frente a un local de compra y venta de usados para cambiarlo sin miramientos por dinero líquido. “Esto es lo que yo defino un quiebre histórico”, dice Guillermo Oliveto, director del grupo CCR, una de las consultoras dedicadas al estudio de los consumidores, sus cambios y nuevos estilos. Y en seis meses las transformaciones se alimentaron de un paquete explosivo: recesión, desempleo, devaluación, inflación, y en el medio de esa deriva también cambió la percepción del dinero, del valor de los productos y de los objetos que hasta ahora agradaban a la clase media.
De la cuota al cash
“Desde diciembre –dice Oliveto–, los argentinos pusieron todo en discusión, y todo es todo: las cosas, los productos, los hábitos de consumo, las marcas y también los canales habituales de consumo.” En ese contexto se multiplicaron las propuestas de los circuitos que los especialistas mencionan como mercado informal. En enero, según los datos de CCR, en esos espacios se compraba el 4 por ciento de los productos básicos. Seis meses después, el crecimiento es del 20 por ciento.
La red de clubes del trueque fue uno de los primeros emergentes de esta tendencia que en su evolución fue diversificándose hasta hacerse explosiva. Crecen las ferias barriales o las de tipo americanas que suelen reunir a multitudes de personas cada fin de semana en las plazas del centro. También se expanden los locales de Todo Suelto, ahora en los barrios más coquetos, donde hasta las tintorerías aceptan prendas en consignación de vecinos recoletos. En esa trama aparecieron estos nuevos negocios llamados Cash Converters, donde todo usado entra para convertirse en dinero al contado. Esas tiendas comercializan productos variados siempre usados y vendidos por particulares. Hay estanterías de electrodomésticos, música, herramientas, aparatos de electrónica, de audio y de informática.
Si ese nuevo ámbito de consumo se analizara en Estados Unidos o Australia la mirada sería distinta. Los Cash Converters surgieron de hecho en Australia y funcionan en países de pleno empleo con niveles óptimos de consumo. En esos lugares son paseos habituales para la clase media acostumbrada al recambio permanente, pero aquí nunca funcionaron de forma masiva. Y no lo hicieron ni en la época de la estabilidad y ni de la fiesta del consumo de los ’90. El primero de los Cash Converters de Buenos Aires se inauguró hace cuatro años y hasta diciembre del año pasado pasó inadvertido. Recién con la devaluación explotó el público, las ventas. En un mes pasaron diez mil personas por el local, donde, según sus dueños, se compra el 87 por ciento de lo que lleva la gente y se vende poco más de la mitad. En los últimos treinta días del primer local en Belgrano salieron dos nuevas sucursales en Pacífico y Barrio Norte.
“Esto sólo funciona por la crisis, no hay otra explicación”, dice ahora Andrés Talgham, a cargo del gerenciamiento del negocio. Su hipótesis es que la clase media nacional no aprueba este modo de consumo sin un escenario crítico como éste. “Fijate –dice–, ¿qué llevan para vender? Electrodomésticos, y acá en los últimos diez años a nadie se le ocurría comprarlos usados.” Estaban en vigencia las cuotas, las importaciones a precio dólar con una economía equiparada a esos valores. De igual modo, nadie los vendía. Mientras se reemplazaban productos nuevos por más nuevos, el otro iba destinado a la mucama, a la asociación de Cáritas más cercana o al fondo ancho de un placard amurado en la cocina.
–¿Está interesado en renovar sus artículos domésticos? –le pregunta tímidamente una de las vendedoras a uno de los pocos hombres que espera en la cola.
–Piba –dice el señor–, lo que acá hay que renovar es el estómago, las cuentas de luz o lo que sea.
El renovador es Enrique Belén, un desocupado de 70 años que ahora está a punto de entrar al local de cambio de plena avenida Santa Fe y en pleno Barrio Norte: dos plenos demasiado cargados de miradas incómodas para los que se detienen algún momento con sus cosas y se atreven a hacer las colas. “Te digo la verdad –admite una de las mujeres del barrio–, jamás se me ocurrió estar en un lugar así, creo que en otro momento hubiese seguido de largo.” O en otro momento, esta mujer llamada Nélida Tobal les “hubiese dado las cosas de más a la mucama o a los pobres de la Iglesia”. Ahora está ahí a punto de saber cuánto le darán por dos de las tres jugueras que hasta hace unas horas estaban acomodadas en uno de los estantes de su casa. “Una venía con la procesadora –explica–, la otra es china y tenía esta otra sólo de jugos: ¿para qué quiero las tres?”
La rebelión
Mientras las colas cash siguen avanzando, hay otros lugares donde los consumidores cambian de papel. Son las plazas de barrios como Flores, Chacarita o el Parque Rivadavia. Los fines de semana, los vecinos transforman el lugar en una gran feria americana. No hay trueque, sino intercambio de efectivo. La gente saca todo lo que le sobra, y lo que no le sobra también. Hace una semana en el Parque Rivadavia alguien puso en venta la mesada de acero inoxidable de su cocina. En ese momento, pasó por ahí Diego Santos, un argentino que vive hace seis meses en España.
“No lo podía creer –dice–, el hombre ya había vendido hasta la heladera. Pero su problema más grave no era ése sino que las cosas que le fueron quedando no se vendían tan rápido.”
En Barrio Norte comenzó a funcionar un sistema alternativo de intercambio de bienes entre los sectores menos azotados por la crisis.El escenario es la tintorería de Freda Ott, una alemana que ahora tiene un espacio para sus vecinos más paquetes. Tiene tapados Pierre Cardin y uno de piel de zorro de Groenlandia, de los modelos mejor cotizados entre quienes saben de pieles. La gente deja la ropa en consignación. Decide venderla por tres razones: como un rebote de la economía doméstica, de la inseguridad o de las pocas ganas de usarla en medio de un país en crisis.
Este es el cambio histórico del que habla Oliveto, que –crisis mediante– publicó un estudio de los argentinos de la posdevaluación. “Lo nuevo es esa cultura del cash que viene creciendo –dice–, una cultura distinta a la de los ’90, la de la cuota, la hipoteca a largo plazo y la vida pautada en plazos largos.” Esa cultura del cash es la de la salida rápida, diaria, del dinero en mano, del dinero desvalorizado. Del plazo donde el hoy no continúa mañana. Y donde los sueños de los abuelos inmigrantes, abuelos de la capas medias que soñaban con la ascensión permanente, se ha evaporado.
¿Y la vida cuánto vale?
Las estanterías de uno de esos locales Cash puede funcionar como parodia de una máquina del tiempo: hay teléfonos largos, hay negros, rojos, blancos más anchos, más sobrios, más chinos y con luces al estilo Las Vegas. No es lo único ni lo mejor pero es de lo que más se ha deshecho la gente. Hay una suculenta oferta de teléfonos en la planta baja, y montañas arrumbadas en el depósito. No son caros ni demasiado económicos; los precios parten de los 25 pesos. Sus ex propietarios habrán sacado por esa venta un 25 o 30 por ciento de su valor, es decir unos siete pesos. O un poco más si pelearon con los dos tasadores de esta subasta ubicados en el mostrador del primer piso.
–El año pasado a esta altura –dice una ex clase media en la cola– tenía todo: trabajo, cobertura médica y hasta celular. Ahora me conformo con pagar la luz y el gas, el cable me da lo mismo y si tengo que dar de baja el teléfono de línea, le daré de baja, me da igual.
Su nombre es Norma Ramos, su edad 36, los meses que lleva fuera de Barkley (la compañía de seguros donde trabajaba) suman cinco, el tiempo que abandonó la obra social y dejó el celular es el mismo. Ahora en esa bolsa que sostiene en la mano tiene dos pasaportes para conseguir su cash: un reproductor de cd y la raqueta de tenis que hace muchos años, a los 15, le regaló un novio.
¿A cuánto puede cotizarse una raqueta regalada por un novio? ¿Sólo como usada? Esa es la peor parte de estos negocios parecidos a una picadora de memoria. Y Elías Mahuam, el dueño de estas franquicias, lo sabe. A diario establece una especie de negociación con sus extraños clientes que llegan con los productos cargados de demasiados recuerdos. “Tienen un valor simbólico que para nosotros no es tal, quieren que les paguemos más o porque se los regaló la madre o porque tal vez era un familiar muy querido”, dice. Sólo porque lo suyo no es filantropía sino puro emprendimiento comercial, reduce todo peso histórico a números secos y fríos: “Aquí todo se paga como usado, vengan con mucho, poco o nada de uso”. Ahora sus estantes tienen algo de museo, hay mucho electrodoméstico chino, una Barbie de 13 pesos o el moisés con pies usado por algún bebé porteño y valuado en 95 pesos.
Frente al local un bolso se desliza en el piso empujado tímidamente por las punteras de su dueño, Sergio Otero, otro de los devaluados feligreses. En ese bolso no lleva poca cosa: tiene encerrada toda su herencia, una cortadora española de cerámicas, comprada por su papá meses antes de la muerte.
–Disculpe –pregunta una mujer en la calle–: ¿me puede decir qué es esta cola? ¿Sortean algo?

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