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Origen de un privilegio socialmente muy costoso

Desde que el Estado se retiró de la realización de las obras públicas, un reducido grupo de empresas tomó para sí el negocio. Con el tiempo, lo amoldó a condiciones cada vez más ventajosas. El sobrecosto pesa sobre el resto de la economía.

 Por Raúl Dellatorre

El enunciado no es novedoso, pero en boca de un ministro de Economía resulta oportuno para repasar algunas grandes fallas estructurales que, luego, se vuelcan como un castigo a los costos y la competitividad de toda la economía. El “cierto grado de cartelización de la obra pública” y en particular en “el caso de vialidad” al que ayer aludió Lavagna, es una característica originada en la propia lógica del sistema de adjudicación de la obra pública. El retiro del Estado como constructor (en los ’70) y las facilidades otorgadas a un puñado de grupos económicos para hacerse del negocio cumplieron sólo en la ficción con la prometida mejora en la eficiencia y la reducción de costos que se esperaba del accionar privado. Una rentabilidad envidiada por los demás sectores económicos y la constante renegociación de contratos por “mayores costos” pasaron a ser la tónica dominante en el negocio de “la patria contratista”. Un negocio en provecho propio y con rendimiento negativo para el resto.
Lavagna le imputó al sector “un elevado grado de cartelización”, y dejó picando una acusación pero sin enunciarla: aprovecharse de esa situación dominante en beneficio propio, al señalar que las consecuencias en materia de sobreprecios “están siendo investigadas”. El elevado grado de cartelización en la obra pública es fácilmente comprobable, tanto por la corta lista de concesionarios y contratistas, como por la forma en que ese puñado de empresas se ligan entre sí conformando consorcios que, en unas licitaciones, los encuentra como rivales y, en otras, como socios. La conducta monopólica es un poco más difícil de demostrar –pero sólo un poco–, porque reclamaría verificar que tal condición de “exclusividad” del grupo de contratistas es aprovechada para inflar los precios que le cobran al Estado. Sospechas, no le faltan ni al propio ministro.
En el propio diseño de la contratación de la obra pública está la génesis del problema. “Las licitaciones grandes tienen nombre y apellido”, relata un técnico del sector público vinculado a este tipo de contrataciones. “Nadie puede decir que la Ley de Obra Pública no se cumpla: la presentación del Sobre 1 de antecedentes de la empresa, el Sobre 2 con especificaciones técnicas y demás requisitos; todo eso lo cumplen, pero son pocos y siempre los mismos los que se presentan”, recita el funcionario con tono resignado.
El problema no es nuevo ni nació con las privatizaciones de los 90. Ya durante la última dictadura militar y luego con el gobierno de Alfonsín, se favoreció a un puñado de empresas que se quedaron con las principales obras públicas. De ahí en adelante, el selecto “club” pasó a gozar de la exclusividad del negocio. Lo que sí debe imputársele al proceso de privatizaciones es el haber consolidado la concentración y garantizado un alto nivel de rentabilidad a un reducido núcleo de grupos nacionales que, desde entonces, le definieron los costos y la distribución del ingreso a un importante número de actividades conexas.
A las “condiciones naturales” de licitaciones circunscriptas a un limitado número de oferentes, se sumó la enorme capacidad de “lobby” empresario del sector para conseguir las cláusulas más favorables en concursos que, de por sí, tenían poco y nada de competitivos. Un caso paradigmático es el de las concesiones de rutas nacionales por peaje, una de las más tempranas privatizaciones del menemismo (año 1990), que una vez adjudicadas demoró apenas seis meses en llegar a su primera renegociación integral, la cual les quitó a las concesionarias la obligación de pagar un canon (había sido una de las variables de la licitación), le concedió compensaciones indemnizatorias por 65 millones de pesos anuales y prórrogas en el vencimiento de la concesión y en los plazos de ejecución de obras. Todo a cambio de una reducción del peaje que, de todos modos, recuperarían con creces a través de aumentos escalonados en el tiempo y con cláusulas de reajuste automático.
Mientras el conjunto de los servicios privatizados obtuvo rentas sobre el patrimonio propio del 15,4 por ciento en promedio entre 1994 y 1999, los contratistas de rutas lograron el 25,8 con un pico de 40,3 por ciento en 1994 (estudio de Flacso del año 2000). En promedio, las 100 empresas más grandes del país obtenían en el mismo período una rentabilidad promedio del 3,4 por ciento. Condiciones privilegiadas de tarifas, traspaso de costos propios al Estado y obtención de múltiples compensaciones lo hicieron posible.
Nombres conocidos en el universo empresario argentino como Roggio, Macri, Perales Aguiar, Dycasa y Techint figuran en este selecto grupo. Ayer, Lavagna puso el tema en escena y prometió que habrá investigación. Sería más que saludable que también hubiera resultados.

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Las obras viales son controladas por no más de diez grupos desde que el Estado dejó la tarea.
 
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