EL PAíS › PANORAMA POLITICO

FRUTOS

 Por J. M. Pasquini Durán

Durante las actuales deliberaciones en Hong Kong de la Organización Mundial de Comercio (OMC) el secretario estadounidense Rob Portman, en un gesto de comprensión y solidaridad hacia la demanda de los países más pobres, prometió a los algodoneros africanos libre acceso a su mercado, sin cuotas ni aranceles. Las ONG presentes calificaron la oferta de tomadura de pelo: Africa jamás intentó exportar algodón al mercado norteamericano. Otra actitud para destacar: desde ayer tiene media sanción legislativa en Washington la iniciativa de construir un muro, como el que se derribó en Berlín, a lo largo de la frontera con México, uno de los socios del Nafta (versión en inglés de ALCA), cuyo presidente Vicente Fox defendió en la Cumbre de Mar del Plata el proyecto de integración continental auspiciado por Estados Unidos. El vehemente defensor mexicano del ALCA actuó por su propia voluntad, sin que mediara extorsión directa del Fondo Monetario Internacional, con lo cual dejó en evidencia que no todas las relaciones injustas son consecuencia de la gestión del FMI.
Sin embargo, a partir de su creación en Bretton Woods (Alvaro Alsogaray fue el delegado argentino en la parición), a mitad del siglo XX, ese organismo encargado de monitorear las crisis financieras internacionales se convirtió en gerente de los prestamistas internacionales y en lobbista privilegiado de los intereses de las corporaciones financieras y comerciales que controlan la llamada economía globalizada. Nunca previó ni resolvió ninguna crisis en el mundo, más bien contribuyó a crearlas a través de la deuda externa, pero con sus poderes utilizó los préstamos para obligar a los gobiernos deudores a imponer en sus países la idolatría del “mercado”, eufemismo que nombra a las políticas de “ajuste” destinadas a privatizar, concentrar y transnacionalizar las economías nacionales, sin importar los costos en desempleo masivo, pobreza y exclusión generalizadas. Fue una cruel pesadilla para muchos gobernantes bien intencionados y compitió sin problemas por el primer puesto en la iconografía popular de los enemigos de la justicia social.
Hace un año, Rusia inició la práctica del desendeudamiento y esta semana Brasil y Argentina hicieron lo mismo, lo que tiene de inmediato un doble efecto. Libera a estos países de la camisa de fuerza que implicaba la relación con el FMI y, a la vez, contribuye a neutralizar la condición de monitor supranacional que ejercía el organismo sobre las políticas nacionales de la economía. Las cancelaciones anticipadas de las deudas recibieron el beneplácito de los directivos del Fondo, pero la respuesta tiene un alto porcentaje de hipocresía. El negocio de ese tipo de prestamistas no es la recuperación del capital prestado sino el cobro eterno de los intereses por montos equivalentes a muchas veces el crédito original y el poder de extorsión que les otorga su condición de potente acreedor. Argentina desembolsará 10.000 millones de dólares, pero en los últimos cuatro años había pagado 19.000 millones de la misma moneda, mientras era presionada para compensar con sumas multimillonarias a los bancos por la devaluación asimétrica y para aumentar las tarifas de los servicios públicos privatizados, dos de las demandas permanentes del FMI, sin recibir a cambio la menor ayuda para salir del pozo donde había caído cuando alumbraba el siglo XXI.
El Poder Ejecutivo nacional tuvo que reunir varias condiciones hasta que pudo anunciar esa trascendente determinación, ayudado en principio por una coyuntura muy favorable para las exportaciones argentinas. Debió pagar con puntualidad los vencimientos anteriores, renegociar con éxito la deuda pública con acreedores privados en el mundo, acumular reservas que podrían ser de libre disponibilidad porque excedían las necesarias para respaldar el circulante monetario, resistir las presiones y críticas (“está sentado sobre un tesoro en medio de la pobreza”) sin adelantar su intención, afianzar la posibilidad de fuentes alternativas de crédito mediante la colocación de bonos, establecer lazos de confianza con los recursos energéticos y financieros de Venezuela, fortalecer la alianza con el gobierno español para tener llegada a Europa y conservar relaciones sin hostilidad manifiesta con la Casa Blanca, cuya influencia es decisiva en el FMI, sin renunciar a la propia versión integracionista, el Mercosur, para lo cual tuvo mucho que negociar con Brasil hasta llegar al actual relanzamiento. Aun con todas estas operaciones realizadas, le hacía falta un ingrediente más, que consiguió en las urnas del 23 de octubre: el respaldo popular que le daba control sobre el Congreso Nacional y ratificaba la legitimidad plena de un gobierno nacido con el aparente destino de funcionar a control remoto.
La enumeración anterior no agota los trámites de la empresa ni presupone una planificación equiparable a una partida de ajedrez. Hubo la clara voluntad de alcanzar una meta, pero en el camino hubo ensayo y error, improvisaciones sobre la marcha, alianzas y pactos indeseados, tal vez hasta indeseables, ignorancia de rutas inexploradas y un desafío político cultural a ciertos hábitos del poder. “La tentación de recurrir al endeudamiento externo antes que encarar el esfuerzo de recaudar en el país los recursos fiscales necesarios encarnó muy tempranamente entre la clase dirigente. En 1824, durante el gobierno de Rivadavia, se inició el primer ‘ciclo largo’ de endeudamiento, que se extendería durante más de 120 años y condicionaría de modo severo a las políticas económicas y fiscales durante este largo período” (La cuestión tributaria en Argentina, J. Gaggero y F. Grasso, ed. Cefidar). El siguiente “ciclo largo”, bajo los mismos condicionamientos, podría concluir en estas semanas, convirtiendo a la cancelación de la deuda con el FMI en un final de época.
La saludable determinación supuso, claro está, opciones políticas en cada tramo del camino recorrido y cuyas consecuencias afectarán el porvenir en el corto y mediano plazo. Es un abanico bastante amplio, que toca aspectos sensibles de la realidad nacional, desde la visión actual sobre el peronismo y los modos de ejercer el poder hasta nociones complejas como la soberanía y el Estado-nación en tiempos de la globalización o el ritmo de reposición y alcances de la justicia social en una democracia de economía capitalista emergente. A lo mejor, ni siquiera el Gobierno ha reflexionado lo suficiente sobre los asuntos que lo tienen de protagonista, pero aún más lamentable es que la oposición, de donde tienen que surgir la alternativa y la continuidad en las dosis que cada cual considere conveniente según la propia ideología, tenga visiones tan estrechas, aun mezquinas, como las que exhibe, con escasas excepciones, cada vez que tiene que comentar la obra oficial.
Algunos por demagogia y otros por convicción, han planteado la opción excluyente entre la cancelación de la deuda externa, sobre todo la que tiene al FMI como acreedor privilegiado, y la satisfacción de la deuda social interna. Tal vez hay una pregunta previa: ¿Sería posible construir una sociedad de inclusión equitativa bajo la presión extorsiva de los organismos financieros internacionales? Es un debate abierto, como tantos otros, pero postergado o, lo que es peor, banalizado por los apetitos electoralistas de los políticos y la escasa atención, cuando no cruda indiferencia, por la elaboración intelectual y académica. Hasta que las tensiones sociales estallan en la cara de los banales, los indiferentes y los perezosos. Hay urgencias sociales en el país que ninguna celebración, por justificada que sea, puede hacer olvidar o tan sólo postergar, la primera de todas el hambre. Con la misma determinación con la que el Gobierno quebró el largo ciclo de la dependencia con el FMI, debería encarar ahora mismo la guerra frontal contra la pobreza, con toda la drasticidad que el tema impone. En el país, hoy en día, hay más pobres que desempleados, por lo que hacen falta políticas de reparación más imperativas que la creación de empleos o de auxilios asistenciales. No es una tarea lineal ni simple y está erizada de oposiciones, ya que se trata de reorganizar la política de ingresos, después de tres décadas de apropiación por los más ricos, a las buenas y a las malas, de la rentabilidad del trabajo colectivo. No es una cuestión de mero humanitarismo, aunque esa sola proposición lo justificaría, sino la necesaria condición para conservar la gobernabilidad, el aliento popular y la seguridad en libertad. Tampoco alcanza con el control de precios, así fuera efectivo, porque sus beneficios incluyen a los que pueden comprar, pero son muchos los que ni siquiera pueden elegir en las góndolas, justo en una temporada donde la incitación al consumo festivo abruma los más elementales sentidos. ¿Cómo es posible aceptar que los niños de una familia sean cruelmente excluidos de la celebración navideña? El Gobierno tiene enemigos y mucha gente sacrificios inmerecidos, lo que hace una combinación inquietante. En los últimos días, algunos movimientos sociales han hecho saber a funcionarios del Ejecutivo que en algunas zonas del Gran Buenos Aires y del Gran Rosario circulan insistentes rumores sobre la posibilidad de saqueos en locales de provisión de alimentos. ¿No habrá llegado el momento de lanzar una movilización nacional de recursos para alcanzar lo necesario a cada hogar argentino de tal modo que al final del año cada familia pueda brindar por la esperanza y, si quiere, por el pago de la deuda? Con miseria y exclusión, los éxitos se opacan y las metas se desdibujan. Es indebido desmerecer lo hecho por lo que falta, pero ninguna realización alcanza mientras lo que falta lastime a la condición humana.

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