ESPECTáCULOS › “LOS MUERTOS”, INQUIETANTE SEGUNDA PELICULA DE LISANDRO ALONSO

La sorda inminencia de un estallido

El nuevo film del realizador de La libertad propone al espectador potenciar los sentidos para penetrar un misterio. Sigue los pasos de un bracero correntino, acosado por un doble crimen familiar.

 Por Horacio Bernades

Ratificación plena de la total singularidad de Lisandro Alonso, Los muertos –opus dos del realizador de La libertad– es una de esas películas que le imponen al espectador un tempo, una cadencia, una forma que le son propias. Lo hace de entrada, de modo subyugante y mediante un único plano-secuencia que se extiende por más de tres minutos. En medio de la selva, la cámara se abre paso entre la espesura, hasta descubrir un cuerpo ensangrentado, después otro y finalmente parte de la silueta de un hombre que se aleja, llevando en su mano un machete. En esa suerte de preámbulo que funde a verde se prefigura la clase de pacto que Los muertos le tiende al espectador. Es básicamente el mismo que tres años atrás proponía La libertad: máxima disposición a ingresar en un mundo aparte, que se rige por sus propias reglas. A cambio de ello, la película entregará una intensidad absorbente, un cerrado misterio y la voluntad de ingresar en él, con la mirada como única arma.
Como en su ópera prima, el opus dos de este realizador de 29 años se fija sobre un centro de atención excluyente. Antes había sido Misael Saavedra, hachero pampeano; ahora es Argentino Vargas, bracero correntino. En ambos casos se trata de no-actores, gente del interior más recóndito, a quienes el realizador filma durante el ejercicio de sus rituales cotidianos. Mientras en La libertad esa fijación se asentaba sobre un blanco igualmente fijo, en este caso bien podría hablarse de un blanco móvil. Esto es así al menos durante dos tercios de película, cuando Vargas se desplaza en canoa, remontando el río Paraná con un destino también fijo: reencontrarse con la hija, a quien no ve desde hace treinta años. Treinta años pasó Vargas fuera del mundo. O en un mundo aparte: estuvo en prisión, por haber matado a sus hermanos. Fijación y movimiento: esa tensión entre términos opuestos parecería constituir toda una clave para entender Los muertos, y tal vez el cine entero de su autor.
En su aparente y total opacidad, algo bulle dentro del protagonista. Pero lo hace fuera del campo de lo visible, y es justamente hacia allí donde Alonso dirige su mirada. Y la del espectador. Como en La libertad, lo que se ve son acciones de una nimiedad casi desafiante. Desde el momento en que alguien interrumpe el sueño de Vargas en la cárcel y le avisa que está “en la lista” de los que salen, el protagonista se acomodará reiteradamente un mechón (hasta terminar cortándose el pelo), tomará varios mates, se sentará a esperar, verá cómo otros juegan al fútbol, le dará de comer a un perrito, emitirá un par de monosílabos entrecortados. Parecería no pasar nada; ciertos detalles revelan que sí pasa. De pronto y sin que se sepa por qué, otro interno intenta pelearlo. Recién cuando Vargas va a un boliche a comprar un regalo, el espectador se entera de que tiene una hija. A la que hace mucho que no ve, ya que no tiene ni idea del talle.
Si algo se mueve dentro del protagonista de Los muertos, ese algo parecería tener que ver con la violencia. Cuando da con una cabra en la orilla, Vargas la degüella a machete, la despelleja y eviscera, con la misma habilidad con la que Misael Saavedra carneaba una mulita en La libertad. El preámbulo de la película anuncia ya por dónde pasa ese bullicio interno de Vargas, y el incidente con el otro interno (y la seca pericia con que da cuenta de la cabra) no hace más que confirmarlo. De tal modo, a partir del momento en que ande con un machete a mano, flotará sobre la película la posible inminencia de un estallido. Es esa sensación, instalada a pura sugerencia, la que pavimenta el camino para que el último fuera de campo de la película –otro plano-secuencia de tres minutos, simétrico al del comienzo– se abra a una inquietante incógnita mayor, que la correspondencia con la secuencia introductoria no hace más que reforzar. ¿Está Vargas cometiendo un nuevo crimen familiar, o tal vez a punto de hacerlo? ¿Por qué mató antes y por qué podría estar haciéndolo ahora?
Está claro que Alonso es de esos cineastas a quienes lo que les interesa hacer con las preguntas no es contestarlas sino formularlas. No parece obedecer a la histeria coqueta de quien genera expectativas para luego defraudarlas, sino a algo bien distinto. De lo que se trata es de recordarle al espectador que, en cine, lo visible coexiste con lo que no. Así como el campo de la imagen es una ventana abierta sobre un gigantesco fuera de campo, del mundo vemos sólo un recorte. De allí que pueda hablarse, frente a una película como Los muertos, de una verdadera escuela de la mirada. Y lo que se enseña en esa escuela es a forzar la mirada, intensificarla, para penetrar un misterio. Que tanto puede llamarse Argentino Vargas como, lisa y llanamente, el mundo. Pero también se enseña, y el último plano lo hace explícito, a comprender que no hay misterio que pueda ser hollado del todo.

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Los muertos se verá de viernes a domingos, de aquí al 10 de octubre.
 
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