ESPECTáCULOS

Adrenalina al servicio de una superproducción

Con Pablo Echarri y Mariano Martínez como estrellas y un buen elenco detrás, Peligrosa obsesión logra fluidez narrativa y ritmo permanente, más allá de los clichés propios del cine de acción.

 Por Horacio Bernades

Llamada a convertirse en un exitazo de las dimensiones de Patoruzito, Peligrosa obsesión es una de esas sorpresas que el cine industrial argentino no suele deparar. No hay más que compararla con cualquier otra película local de gran tamaño (desde Comodines hasta la propia película del indiecito, pasando por Erreway 4 caminos, Cleopatra y todas las otras que se ocurran) para que las diferencias salten a la vista. Allí donde suele haber pura chapucería y las más crasas intenciones de facturar fácil y rápido, aquí la premisa de hacer plata no se da de patadas con la de hacer una película.
Poniendo en la cancha todo lo que el dinero puede comprar, los productores de Peligrosa obsesión (Patagonik, Telefé y Ledafilms) empezaron por reunir a dos superastros de la talla de Pablo Echarri y Mariano Martínez, que es como decir una dupla Tevez-Maradona de la transpiración femenina. Pero además –esto ya es más raro– tuvieron el cuidado de rodearlos de un elenco de actores en serio (Hugo Arana, Carlos Belloso, Enrique Liporace et al) y cubrieron los rubros técnicos con lo mejor de cada casa: el escritor y periodista Marcelo Figueras a cargo del guión, Félix “Chango” Monti en la fotografía y así sucesivamente con los equipos de arte, música, montaje y –fundamental en este caso– escenas de riesgo y efectos especiales. Para que todo esto diera por resultado no una mera producción sino una película estaba faltando algo: un director. Y hay que decir que el director Raúl Rodríguez Peila resulta una de las grandes sorpresas de Peligrosa obsesión; aparece como representante de una especie rara para el cine argentino: el tipo capaz no sólo de cargarse al hombro una producción de gran tamaño y llena de condicionamientos de todo tipo, sino además –lo que más importa– narrar con tino, lógica y fluidez. Esto se evidencia ya en la escena inicial, que trabaja sobre la clásica rivalidad entre argentinos y brasileños y a la vez establece las personalidades de los protagonistas y el modo en que se vincularán de allí en más. Todo en medio de un espectacular escape en camión, sobre el puente Río-Niteroi.
Como suele suceder en estos casos, la trama importa menos que el modo en que se la lleva adelante. Hay una intriga empresarial que involucra a la familia de Javier (Echarri) y que se relaciona con el tráfico de drogas. Más temprano que tarde habrá dos policías tras él (Vando Villamil y Alejandro Awada), una contadora especializada en desviar el dinero y dada a varias clases de perversiones (esa caricatura ambulante de la femme fatale que es Victoria Onetto) y un asesino calvo e infinitamente sádico (Carlos Belloso, que bien podría dar un Hannibal Lecter criollo). Hay varias cartas que el guión se guarda en la manga y una chica (la brasileña Carol Castro) que, como suele suceder, cumple una función tan decorativa como el Cristo Redentor y las playas cariocas que se ven al comienzo.
Más allá de los chivos y clichés que parecerían de rigor en esta clase de producciones, lo que sostiene el andamiaje es el buen pulso demostrado por Rodríguez Peila (más interesado en el relato que en cualquier chiche visual), algunos toques inteligentes del guión y, sobre todo, la muy buena química que parece haber entre Echarri –siempre al borde del melodrama– y Mariano Martínez, que aprovecha muy bien su personaje de canchero cinicoide, con un par de ases escondidos. Por supuesto que habrá escenas para que babeen las fans, incluyendo un desnudo del muy musculoso Echarri y un show stripper de Martínez. ¿Mero producto de consumo? Sí, pero logrando que, por una vez, eso no suene a mala palabra o a estafa.

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Echarri y Martínez transmiten una buena química actoral.
 
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