ESPECTáCULOS › EMPEZO EL FESTIVAL ARGERICH

El paisaje de la música, desde la explosión hasta el susurro

Martha Argerich tocó el tercero de Beethoven y, como bis, una bourrée de Bach. Fue una lección de interpretación.

 Por Diego Fischerman

El momento era justo antes del final. Ya desde mediados del siglo XVIII, el solista improvisaba unas pocas notas, a veces una rápida escala o un arpegio, antes de entrar en la cadencia conclusiva. Ese paraje, al que comenzó a llamarse cadenza, se hizo cada vez más complejo, fue teniendo progresivamente una mayor extensión y, finalmente, algunos grandes intérpretes, como Hummel o, más adelante, el violinista Joseph Joachim, escribieron sus versiones de cadenza para los grandes conciertos del repertorio. La del primer movimiento del Concierto Nº 3 de Ludwig van Beethoven, escrita por él mismo, es el mejor resumen posible de la tensión entre expresividad, exhibición de virtuosismo, concesión al mercado, rigor formal e idea de trascendencia, que alimenta toda la forma del concierto clásico/romántico. Y, en la apertura del Festival Martha Argerich y en manos de la genial pianista, fue la síntesis, además, de todo aquello que la convierte en una de las grandes intérpretes de la historia.
En esa especie de relato en miniatura donde un recorrido armónico va pasando, además, por contrastes expresivos, por momentos contrapuntísticos de alto voltaje y, obviamente, por todos los registros del piano, Argerich transitó por una paleta casi infinita de matices: fue conmovedora, tierna, vehemente, cerebral y apasionada; tímida hasta el borde del susurro y exaltada hasta la frontera de la explosión. Y lo hizo con la naturalidad de quien no tiene que pensar en el idioma. De quien, simplemente, habla y puede, además, cambiar sobre la marcha las intenciones, los acentos, las pausas, sencillamente porque sabe lo que está diciendo. Si una cadenza, en el momento en que comenzó a escribirse, empezó a ser un reflejo, un eco de alguna improvisación pasada, cuando es interpretada por Argerich recupera ese origen. Deja de ser el fantasma de una improvisación para tener, de nuevo, esa cualidad de comentario repentino sobre los temas y ámbitos armónicos de una obra y, también, sobre las pasiones, del autor y de su intérprete.
El otro momento extraordinario fue el del bis. Martha Argerich había terminado de tocar junto a la Filarmónica de Buenos Aires su versión del Concierto Nº 3, en Do Menor Op. 37 de Beethoven. La directora brasileña Ligia Amadio había conducido primero una decidida versión de la Obertura Egmont, también de Beethoven, y, en el Concierto, la orquesta había sido guiada de manera vigorosa y con respeto por los distintos planos instrumentales –aunque poco flexible en los matices–. La Filarmónica había tocado a la altura de las circunstancias, sobre todo por el muy buen rendimiento de cuerdas y maderas –fueron excelentes los solos de fagot y de flauta en el segundo movimiento–. La ovación reclamaba una y otra vez a la pianista en la boca del escenario, y la directora, gentil, se quedaba un poco más atrás, para que la pianista saludara sola –y para que recibiera, incluso, un ramo de flores y una nota de alguien del público–. Y finalmente fue el milagro. Martha Argerich se sentó ante el piano y tocó una versión magistral, riquísima, perfectamente delineada y transparente en su manera de mostrar el diseño de las voces, de la Bourrée de la Suite inglesa Nº 2, en La Menor de Johann Sebastian Bach. Apenas unos tres minutos en los que el tiempo quedó suspendido y en que esa pequeña danza estilizada escrita hace más de un cuarto de milenio tuvo el cuerpo de lo eterno.
El Festival Martha Argerich, ideado por ella, coordinado por su amigo, el compositor y pianista Eduardo Hubert, y llevado adelante por la Fundación Teatro Colón, tiene, desde ya, el sello de la pianista. Sobre todo, en su clima de reunión de amigos y en el protagonismo que les otorga a músicos jóvenes. Dos de ellos, los hermanos Renaud y Gautier Capuçon –de 28 y 23 años, respectivamente–, fueron los deslumbrantes solistas de la segunda parte, en el Concierto para violín, cello y orquesta en La Menor, Op. 102 de Johannes Brahms. Con impulso prodigioso, buen sonido y entendimiento sin fisuras entre ellos, lograron una muy digna versión de una de las obras más complejas del repertorio. El diálogo entre los dos protagonistas y de cada uno de ellos con la orquesta convierte a la empatía y la conexión con el director en pieza fundamental. En este caso, a pesar de la falta de sutileza y algunos problemas de afinación en los bronces, la interpretación tuvo fuerza y la talentosa Ligia Amadio logró mantener la línea de gran relato durante toda la obra.

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Martha Argerich explotó todos los recursos del piano.
 
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