ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A LA BAILARINA ALESSANDRA
FERRI, QUE SE DESPIDE DEL PUBLICO ARGENTINO

“Creo que soy sólo una mujer que baila”

Es la gran figura de la danza clásica actual. La bailarina italiana está en Buenos Aires para bailar con Julio Bocca.

Por Analia Melgar

En el firmamento de estrellas de la danza clásica de las últimas décadas, Alessandra Ferri es Venus. Su arte requiere de una red de metáforas para intentar describir ese absoluto de belleza que entrega en cada función. Con sus propias palabras desmitifica la magia que produce sobre el escenario y la considera resultado del trabajo continuo y la dedicación. Sin embargo, esta primera bailarina italiana de La Scala de Milán, del Royal Ballet de Londres y del American Ballet Theatre, musa inspiradora de maestros internacionales, traspasa los límites de aquello que sólo se consigue con esfuerzo. El mundo la identifica por su interpretación en la versión del ballet Romeo y Julieta, creado por el gran coreógrafo escocés Kenneth MacMillan (1929-1992). Ha bailado ese rol en centenares de ocasiones. En octubre de 1997 lo hizo con Maximiliano Guerra en el Teatro Colón, y Buenos Aires tuvo la oportunidad de emocionarse con su sutileza y entrega. La Ferri hace realidad el discurso, a menudo mentiroso, de que la técnica es sólo un instrumento para la danza. Un raro fenómeno sucede con su cuerpo, sobre el que parece haberse impregnado la esencia de Julieta, incluso fuera del escenario. Ferri camina sin tocar el piso. Mientras, su cabello largo la sigue. Y también, como esa misma muchachita enamorada, enérgica y decidida, sus miembros están hechos de pura fibra, siempre dispuestos a un gesto impulsivo.
Alessandra Ferri está de nuevo en Buenos Aires. Su carrera meteórica se acerca progresivamente al final. Por ahora, sólo se despide de esta ciudad, presentándose con su compañero Julio Bocca en el Teatro Opera. Será en el marco de la megaproducción El hombre de la corbata roja, que contará con música de Lito Vitale, participación de Jean François Casanovas y vestuario de Renata Schussheim. Los días 8, 9, 10, 12 y 13 Ferri bailará con Bocca Other dances, coreografía del norteamericano Jerome Robbins (1918-1998), creada en 1976 sobre música de Frédéric Chopin (1810-1849), que, en esta ocasión, será ejecutada por Alberto Favero al piano. En el mismo programa, incluirán el pas de deux de Manon, ballet de MacMillan, sobre música de Jules Massenet (1842-1912). Antes, en un diálogo compuesto de palabras en castellano, italiano e inglés, repasa su vida y los nombres que señalaron su profesión: desde la bailarina italiana Carla Fracci, que la precedió en fama mundial, y el coreógrafo Frederick Ashton (1904-1988) a quien conoció en sus últimos años, pasando por Roland Petit, el que ingenió el famoso ballet Carmen, hasta George Balanchine (1904-1983), y Mikhail Baryshnikov, el tremendo.
–¿Se está despidiendo?
–Sí, ésta es la última vez que vengo a bailar a Buenos Aires. Dado que por aquí no vengo todos los años sino cada cierto tiempo –la vez anterior fue hace cinco años–, y como pienso que en cinco años más es muy probable que yo ya no baile, entonces ésta es mi última actuación en Buenos Aires, una ciudad que quiero mucho. En la actualidad tengo mucho, mucho trabajo para ahora y el futuro, pero dentro de mí siento que no voy a continuar por muchas temporadas más porque tengo necesidad de estar cerca de mis hijas y mi familia. Mi trabajo me lleva por todo el mundo pero progresivamente se me hace más difícil dejar a las niñas en casa. Aguardo el instante de reencontrarme con ellas. La idea de dejar de bailar la evalúo como mujer.
–¿Cómo influyó la maternidad en su carrera?
–Muchísimo, no sólo en la carrera sino en la vida. En particular, yo no me veo como bailarina, sino que soy una mujer que baila. La maternidad me proveyó de un gran amor que está conmigo también mientras bailo, aunque mis hijas no me acompañen físicamente. Se llaman Matilde, de siete años, y Emma, de casi tres. Cuando me voy de gira, se quedan con el papá, una niñera, o con mi mamá que las cuida.
–¿Se acuerda de su primer par de zapatillas de punta?
–Cuando tenía cuatro años, insistía en que quería bailar. Entonces, para Navidad, mis padres me regalaron un tutú rojo con zapatillas rojas. Y los usaba en mi casa, feliz, porque eran mis primeros objetos de bailarina. Y habrá un último par de zapatillas también, una última función. No sé dónde, no sé cuándo. Siempre, en todo, hay un inicio y un final.
–¿Qué vínculos tiene en la actualidad con el Royal Ballet de Londres?
–El Royal Ballet fue una instancia extremadamente importante en mi vida artística pero fue breve: en la compañía, estuve apenas cuatro años. Ese momento me marcó muchísimo. En especial, por el encuentro con Kenneth MacMillan, quien para mí fue todo, fue como mi padre, fue mi “ángel guardián”. Pero cuando me fui, me cerraron completamente las puertas. Porque yo era la primera bailarina, la que todo el mundo elogiaba, y un día volé. Entonces, no me recibieron más. Recién el año pasado, dieciocho años después de haberme ido del Royal Ballet, pude volver y bailé Romeo y Julieta, de MacMillan, en el Covent Garden. Fue una velada inolvidable, pero el Royal Ballet ya no es lo mismo sin Ashton y sin MacMillan. Se perdió la sensación de gran teatro que tenía antes.
–¿Cómo era MacMillan?
–Era un hombre de pocas palabras, muy intuitivo. Con sus bailarines, se conectaba a través de sensaciones. Era una persona muy compleja, maravillosa. Me enseñó muchísimo, especialmente con sus ballets que me brindaron una gran escuela. Me enseñó, ante todo, a ser yo misma. Me enseñó que la danza es un instrumento para contar una historia con la música. Que la danza es una forma de teatro, no una exhibición. Eso era una escuela que hoy ya no tiene quien la enseñe.
–Definiciones express de Ashton, Petit, Balanchine, Baryshnikov.
–Ashton: un cúmulo de cultura y de inteligencia. Petit: lo amo, es teatro, es un genio, un estímulo. Balanchine: el otro genio, mi gran pena: lamento no haberlo conocido y trabajado con él. Es un coreógrafo que recién ahora, madura como persona y bailarina, comprendo en su genialidad. Los jóvenes –lo hacen pero no lo saben– bailan como él quería que se hiciese. Y Baryshnikov: un momento muy difícil de mi vida, un hombre extremadamente duro, muy exigente, que no perdona. Para estar con él, o mueres o te fortaleces. Frente a esa opción, en lugar de sucumbir, decidí crecer. Como partenaire y como director, fue muy importante para mí.
–¿Qué representa para usted Carla Fracci?
–Carla es una artista maravillosa que está en mi cultura. Todos tenemos una cultura, consciente o inconsciente. Carla está en la cultura de mi país, Italia. Cuando yo era una niña, ella era la bailarina que yo miraba en la televisión. En Italia, no era Natalia Makarova, sino Carla Fracci. Ese es el símbolo de bailarina con el cual yo crecí. Así, es natural que yo tenga una continuidad con ella. Ella es una inspiración, un modelo. De hecho, si pienso en Giselle, pienso en Carla Fracci.
–Ha encarnado personajes trágicos, ¿cómo es morir en el escenario?
–Para mí, en el escenario, sucede una muerte metafórica, emocional. Semeja a cuando alguien te corta un sueño o una esperanza. Esa es la sensación que trato de mostrar, porque primero muere el alma y, luego, la muerte física es su consecuencia natural. Julieta se mata, pero esa muerte física es la consecuencia de la muerte del amor, del sentimiento. Igual, con Giselle, que, muerta de amor, baila desde el mundo de las sombras.
–¿Qué virtudes y defectos se reconoce como artista?
–Trato de no juzgarme, porque creo que soy lo que soy, y lo que soy es perfecto. No por mí en particular, sino porque todos somos como somos. Lo importante es no lastimar a los otros. Y como artista, soy un reflejo de la persona. Sobre el escenario, trato de mostrarme desnuda, como soy. Mis virtudes y defectos forman parte de una misma cosa, son un todo.

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“Mi trabajo me lleva por todo el mundo, pero cada vez se me hace más difícil dejar a mis hijas en Italia.”
 
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