ESPECTáCULOS › ANTONELLA COSTA, PROTAGONISTA ABSOLUTA

Una chica perdida en la confusión de Palermo Viejo

 Por Luciano Monteagudo

“Ya mismo lo pago, dame una hora”, dice Paula, cuando descubre que vino un empleado de Metrogas a cortarle el servicio. Se viste corriendo, con lo primero que tiene a mano, se trepa a su ciclomotor, sale a las calles de Buenos Aires y empieza rebotando en su propio banco, donde descubre que su cuenta está indefectiblemente en rojo. El gas no es lo único que debe. Está varios meses atrasada con el alquiler y los llamados son inútiles. Nadie parece dispuesto a prestarle un peso, ni siquiera su padre, que es abogado y que ya no sabe qué hacer con ella. Para colmo, su contestador rebalsa de malas noticias: “Che, vení rápido, está todo mal”, le dice una compañera del bar en el que Paula se gana una changa como mesera y en el que ya no le aceptan más faltazos y llegadas tarde. Es claro: Paula está empezando a tocar fondo.
El comienzo de Hoy y mañana se instala, sin vueltas, en el vértigo de su protagonista. La cámara, siempre en mano, tan inestable como el personaje, nunca se desprenderá de Paula Canevaro, una chica de veintipico, inconfundible fauna de Palermo Viejo, muy Niceto Vega y Humboldt, hija de una clase media urbana que parece encerrada en su propia insatisfacción. Paula es actriz, y de talento dicen, pero con eso no se gana plata. Apenas los elogios de su director, que después de un ensayo se ofrece a ayudarla económicamente... a cambio de que ella haga algo por sus deseos. Pero Paula no está dispuesta a transar, al menos de esa manera. “Prefiero hacerlo con un desconocido”, dice. Y se lo toma en serio. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, ella es actriz. Es sólo cuestión de ponerse en el personaje. Cambiarse el nombre, buscar una ropa más llamativa, pintarse un poco. Y encontrar a una antigua compañera de colegio que ya cayó en ésa, para que le dé las primeras instrucciones básicas, que son fáciles: “No hay reglas”.
Hay un elemento interesante en Hoy y mañana y es el dinero. Siempre se está hablando de plata. Y no de mucha, precisamente: de cincuenta, de cien, de trescientos pesos. Incluso de lecop, lo que delata la época en que la película fue rodada y que parece haberla impregnado, sin necesidad de mostrar piquetes, manifestaciones ni cartoneros. ¿Qué valor tienen las cosas? ¿Cuánto vale una noche de sexo? Con eso, en todo caso, ¿qué se paga luego? Esas preguntas nunca se las llega a formular explícitamente Paula. Le basta con seguir adelante, de una manera ciega, sin cuestionarse nada y sin mirar hacia atrás. En un esfuerzo increíble, que casi no se percibe por la naturalidad con que lo asume, Antonella Costa se carga toda la película sobre sus hombros. Ella está siempre en plano y establece una relación simbiótica con la cámara, como si no pudieran separarse una de la otra.
En una primera instancia, la ópera prima de Alejandro Chomski saca ventaja de esa situación, pero poco a poco, sin embargo, se abandona, se deja estar, confía demasiado en que esa simbiosis será suficiente para arañar los 90 minutos de metraje. Hay un registro fiel del personaje y su entorno, una empatía evidente del director con su protagonista, pero esto no alcanza para darle la consistencia necesaria a la película. La estructura es demasiado lábil, la anécdota demasiado pequeña como para que esas 36 horas en la vida de Paula lleguen plena, intensamente a la pantalla.

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“No hay reglas”, le dicen a Paula (Antonella Costa) cuando prueba suerte con la prostitución.
 
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