ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON EL BAILARIN IÑAKI
URLEZAGA, QUE ACTUA HOY EN EL COLON

“Tenía ganas de probar otras cosas”

Iñaki Urlezaga, que se presenta hoy y mañana en el Colón, se atreve a parodiar su propia formación y recorre los mitos y los vicios del bailarín clásico. “Reírme de mí mismo es lo más sano que me puede pasar”, dice.

 Por Julián Gorodischer

Ser un príncipe puede resultar tedioso: todo el día cargando con los modales apocados, el trato cortés, el espíritu de un romántico a tono con lo que dicta el ballet clásico. Más aún si se es Iñaki Urlezaga, el bailarín argentino del momento, recién salido del Royal Ballet (por voluntad propia) después de once años de cargarse a cuanto príncipe del siglo XIX esté pautado en una pieza de colección. La refrescada llega con su actuación de hoy en el Teatro Colón (a las 20.30 y mañana a las 17) que incluirá –entre un compilado de fragmentos de Giselle, El lago de los cisnes y Claro de Luna– un sainete bailado que le compuso especialmente Oscar Aráiz, actual director del Ballet estable, y que revisa los vicios de la formación del bailarín clásico. En ese fragmento llamado Apolo y sus tías, Iñaki se pondrá en la piel de un “pibe común de Temperley” criado por siete solteronas, para parodiar los clichés de la danza clásica, las convenciones que se calcan durante siglos.
Se le pide eso mismo: que despliegue el espíritu burlón que impresionó al propio Aráiz cuando lo conoció. “Tenés esa carita de ángel... pero con el diablo escondido”, le tiró el coreógrafo, e Iñaki Urlezaga admite para sí “un temperamento tranquilo, pero algo endemoniado”. El, que conoció el repertorio clásico desde adentro, que se distanció de la inclinación contemporánea de colegas como Julio Bocca... y que se aferró a los modismos del amor cortés, de pronto, puede –a pedido– repensar los lugares comunes de su profesión. A ver...
–¿Costó animarse a ser autoparódico?
–Cuando Aráiz me conoció, me dijo: “Vamos a ver si puedo usar tu temperamento, expresar lo que tenés adentro”, y captó una esencia. Tal vez sea por influencia del humor inglés, tan irónico: yo crecí desde los 18 en ese estilo de sarcasmo, de humor negro, morboso... Y creo que reírse de uno mismo es lo más sano que nos puede pasar.
–¿De qué se ríe?
–Me río de todo lo encubierto que pueda llegar a tener la Argentina. Aunque por suerte van cayendo ciertos mitos, como aquel que decía que sólo podía bailar quien midiera un metro ochenta. O los prejuicios que hacen que el trato no sea para todos por igual. En todo espacio de la cultura oficial cuesta imponer cambios: todo es a reglamento y hasta que se debate lo que se va a cambiar, pasan décadas.
Huyó del Royal Ballet, dice, porque no se puede bailar siempre lo mismo. Lo compara a una compañía shakespeareana: compuesta por los más grandes artistas, pero con posibilidades muy acotadas para expresarse. El cuerpo se le fue cansando de los príncipes, le reclamó autoría sobre la coreografía de alguna pieza (Constanza, que se verá hoy), y así salió a recorrer el mundo con su propia y flamante compañía, Ballet Concierto (de unas quince personas), que puede ser entendida como la concreción de un doble deseo: libertad y autonomía. ¡Basta de jefes! “Es muy difícil que la subjetividad del director o el coreógrafo no contamine: el gusto personal se pone por delante, y no hablo de acomodos, pero sí de arbitrariedades.” Imagina ahora una gira de tiempo completo desde la Argentina a Grecia, mechando lo contemporáneo y lo clásico, intercalando el segundo acto de Giselle con el sainete de Aráiz, como toma de partido: “Aunque la danza clásica es una fuente de sabiduría extrema –dice–, en la parodia uno puede moverse por fuera de los modismos de la realeza, sin los límites que marca el rol de príncipe, y si quiere prenderse un cigarrillo en el escenario lo hace... y fuma”. Esa libertad se imagina en acto: con el manejo de una agenda propia.
Ay... ¡su público! No podría desmitificar el ballet sin cargarse al melómano apegado al pasado, “que si pudiera –dice Iñaki– querría seguir viendo a Margot Fontaine arriba del escenario”. Una vez, hace once años, él mismo pagó el precio de la no disposición a lo nuevo, y fue abucheado antes de que lo conocieran, hasta pagar El Precio. “En la danza clásica –sigue– a veces se condena a un bailarín antes de que esté maduro para serjuzgado. Si le dan tiempo, y tiene inteligencia y talento, va a llegar. Pero cada vez es mucho más rápido y si no serviste, ¡afuera!”
Ese público está preparado para amar u odiar sin grises: rivaliza como en la tribuna futbolera, pero con charme. “Aman a Julio Bocca –dice el bailarín– y odian a Iñaki, o a la inversa.” Asegura que los públicos siguen a un solo tipo de bailarines, viajan con ellos en sus giras, mantienen el ritual centenario de la ovación de pie y el envío de regalos, la fidelidad a pesar de costos y climas. ¿El gusto de los otros? “Julio es una persona más baja que yo, más rápida, más dinámica, y tiene otro tipo de repertorio...” ¿Y lo que mueve a sus fans? “Yo, en cambio, tengo una cosa más blanca, más lírica... Para los ballets clásicos soy más príncipe.” Otra vez... ser príncipe y estar atraído por el signo que le marca el compositor lírico: la idea de la inmortalidad, del amor después de la vida.
–Hay una parte mía –admite Iñaki Urlezaga– que se refleja en esa espiritualidad. Y, por eso, la platea lo vive como algo muy real.
Desde el principio de su experiencia inglesa se impuso no ser competitivo, no mirar al de al lado que, en cualquier caso, sería un primer bailarín del mundo. Prefirió regirse por sus precursores, Nijinsky y Nureyev, que antes que él aportaron a terminar con el recato. “Grande –dice Iñaki– es el que tiene el coraje de mostrarse al mundo tal cual es sin importarle la hipocresía del momento histórico en el que trabaja.” Pero eso sí: el fin de la hipocresía puede, por qué no, manifestarse en términos mundanos.
–¿Un ejemplo?
–Nijinsky fue la primera persona que utilizó calzas en el escenario cuando todavía estaba prohibido: hasta ese momento se usaban babuchas, y las partes íntimas no se mostraban. Pero el valiente ve mucho más allá de lo que la sociedad está preparada para ver. Y marca un antes y un después en la danza.
–Salirse de La Institución (el Royal Ballet), ¿ayuda a desmitificar?
–Hace once años que estaba con ellos: necesitaba alejarme un tiempo, ser un poco más artífice de las cosas que quiero hacer. Tienen un repertorio muy conservador, ¡y no podés hacer toda la vida lo mismo! Yo quiero tener la conciencia de elegir: de los cisnes a la reina de las nieves. O trabajar con Oscar Aráiz que, como director del ballet del teatro, seguramente le dará al ballet una identidad más regional, tan porteña como la dirección que hizo de Boquitas pintadas.
Cuestionar la práctica significa, también, un regreso a lo propio. Le sirve para pensar una idea de canon y centralidad. ¿Por qué las estrellas deberían estar en Europa? ¿Por qué no concebir una figura central, aun estando en los márgenes? Tal vez de ahí su apego al Colón, donde se formó hasta su partida en el Instituto Superior de Arte, esa manía incomprendida por los ingleses de pautarse una visita anual... Por eso, tal vez, imagine una residencia estable en Buenos Aires, sin el karma de sentirse argentino en la Londres del ’93 (a diez años de Malvinas) cuando “era todo un tema –dice– que un argentino trabajara para la Realeza”. Buscó departamento sin hablar inglés, aprendió a cocinar y a usar el lavarropas, extrañó “esa otra vida de pañales”; entendió lo que era estar solo por las noches, inició su ronda de cuidado obsesivo del estado físico con jornadas diarias de seis horas de ensayo, con el descubrimiento eufórico de la técnica de Pilates (“que allá no es para señoras paquetas de Callao y Libertador”) y se enamoró de su profesora –dice–, elevada desmesuradamente al rango de sostén de su carrera.
–¿Fueron compatibles la espiritualidad de esos príncipes y el cuidado compulsivo del cuerpo?
–Son cosas separadas y van de la mano a la vez. Una persona linda por fuera seguramente podrá hacerlo coincidir con su belleza espiritual. Y, a la vez, habrá una persona linda con ademanes repelentes. O un feo con gestos angelicales. Yo, físicamente, bailo muchas horas por día, voy al kinesiólogo, hago Pilates, busco la sanidad corporal para compensar esagravedad que tienen el salto y el sudor. Los bailarines en Inglaterra estamos muy vinculados a Pilates, reeducamos nuestra postura... Allá es natural, como ir a cualquier gimnasio... Y no puedo descuidar mi lado humano...
–¡Qué nivel de exigencia personal!
–Un artista sin su lado humano no puede contar de qué se trata el amor o el respeto por el otro. Un profesor me enseñó que la gente buena baila grande; el bueno tiene movimientos amplios que no terminan y lo ligan al otro. La gente mala, en cambio, baila chico... es oscura en el escenario, baila todo reducido, todo corto, todo mínimo.

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Iñaki volverá a ser, sobre el escenario, el chico de Temperley.
 
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