PSICOLOGíA › LAS PESADILLAS, LO SINIESTRO Y LOS ESPEJOS VACIOS

“La forma obscena de un puñal amenazante”

El testimonio de la pasión de “Marga”, narrado por su psicoanalista, se conjuga con las formulaciones de Borges sobre las pesadillas para articularse en la noción de lo siniestro. La pesadilla, “sabiamente”, nos conduce a “algo más terrible que cualquier imaginación”, al punto donde toda identidad es una máscara.

Por Carlos D. Pérez*

Marga, invitada a comer a lo de un amigo, se sintió atraída por un puñal que el anfitrión tenía sobre una repisa. Durante la comida tuvo la certidumbre de que su interés no se debía sólo a la pureza de líneas de la daga. Al regresar a su casa una casualidad –llamémosla así– aportaría los elementos faltantes para la toma de conciencia: en la novela que ella lee antes de dormir, el protagonista sueña que un puñal dibuja siluetas de sangre. Y ella evoca un acontecimiento hasta entonces confiado al olvido: de adolescente la atormentaban los puñales, que veía en sueños y en apariciones. En los juegos amorosos con su primer novio, ella lo incitaba al acto sexual pero él, amparado en la espera que acabaría en matrimonio, acrecentaba la pasión de Marga diciéndole que las mujeres que quieren esas cosas son putas. Una noche, ella se atrevió a estrecharlo hasta percibir en su bajo vientre el miembro en erección, y al momento vio recortarse sobre las espaldas de él la forma obscena de un puñal amenazante.
Mi escucha, advertida por alusiones afines al novio y a la madre, me llevó a relatos de tiempo atrás, en los que Marga memorara la reticencia materna a tocarla. Fui a dar en la ferocidad de los ojos maternos; Marga había hablado del carácter “punzante” de su mirar. Destaqué, en lo que había dicho, la secuencia: excitación sexual-deseo del pene-sanción por desearlo (como una puta)-mirada reprobadora, punzante, puñal. Enmascarado en el estilete, se reintroduce el pene. Del pene al puñal, por un camino regrediente, desandamos el trecho que va del hombre deseado a la madre atroz.
Ella iniciaba el relato con prolegómenos y sólo al saberse no interrumpida se abandonaba a sus ocurrencias, en una deriva orientada hacia ominosos lugares de infancia: la pequeña Marga, demorada en la quietud de su cuarto, se mira al espejo; sin que ella haya percibido su llegada, la tía le habla: “Cuidado, que si una se mira un tiempo en el espejo termina por aparecer, desde algún rincón, el diablo”.
En la madrugada de su quinto cumpleaños, en la vieja casa de los abuelos, deja la cama para ir hasta la sala. Un familiar, pintor de escenas sacras para iglesias, había cubierto las paredes con óleos donde aparece la Virgen rodeada de un coro de ángeles –más que ángeles parecen enanos–, el fuego eterno y Lucifer; tranquila se pasea entre esas representaciones que, aunque tremebundas, le son familiares, hasta que la sobresalta una forma que no reconoce: el vidrio, opacado por el polvo, le ha devuelto su imagen.
En 1977, en el teatro Coliseo, Jorge Luis Borges pronunció una serie de conferencias. En una de ellas, “Las pesadillas”, dijo: “Tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto, y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. Era un gran anfiteatro, muy alto... En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía, o ahora creo que creía –tan falible es nuestra memoria, tan inventiva es nuestra memoria–, creía cuando era chico que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría mirar por una de las grietas del grabado y ver al Minotauro en el terrible centro del laberinto. Otra es la pesadilla del espejo. Pero no son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto... Yo siempre sueño con laberintos o con espejos, salvo que en el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches: la idea de las máscaras. Las máscaras siempre me dieron miedo, sin duda sentí que si alguien usaba una estaba ocultando algo horrible. A veces en mi sueño –y éstas son las pesadillas más terribles– me veo reflejado en un espejo pero me veo con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque temo ver mi verdadero rostro, que es atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía”.
Marga rehúsa mirarse en el espejo, y si debe hacerlo se aferra a los detalles de la ropa, que, como la máscara de Borges, revisten la imagen. Más de una vez le ha pasado ir por alguna galería y tropezar con una extraña que reacciona con una mirada ofuscada. Al instante percibe que ha dado contra su figura reflejada en un espejo.
Borges opone dos espejos y logra el efecto del laberinto. La cabeza del Minotauro tanto oculta como insinúa un rostro paradójico, del que sólo sabemos como máscara.
Los padres de Marga, de rara severidad, solían castigarla con penas indescifrable. La pequeña no lograba saber del pecado que la hacía acreedora, a su vuelta por la tarde del colegio de monjas, al encierro en su cuarto, condenada a no proferir sonido y permanecer en la oscuridad. Al concluir la pena no la esperaban explicaciones ni consuelos, tan sólo la oblicua mirada de la madre.
Cuando estuvo en tiempo de elegir profesión, optó por formarse como maestra de niños ciegos, muchos de ellos con diagnóstico de psicosis. Su experiencia, luego de años de desempeño, la llevó a opinar que no le afectaba tanto la inquietante mirada materna, ya que conocía un horror mayor: su ausencia. La conmueve participar de un recreo de niños sordomudos, que arreglándose como pueden juegan, se pelean, mientras en el colegio de niños ciegos nadie juega ni hace barullo, todo es silencio. Cada cuerpito supone un laberinto sin esperanza de salida.
Continuemos con Borges: “He tenido muchas pesadillas, y creo que la más terrible fue ésta (sin embargo, contada no es nada, pero me impresionó y la usé para un soneto): Estaba en mi habitación, amanecía, posiblemente era la hora del sueño, y al pie de la cama había un rey, un rey muy antiguo; y yo sabía en el sueño que era un rey del Norte, de Noruega. Ese rey no me miraba, fijaba su mirada ciega en el cielorraso (yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora). Sentía el horror de esa presencia, veía su espada, veía su perro. Cuando desperté seguí viendo un rato al rey porque me había impresionado”.
La pesadilla no es un extravío del soñar: a veces el sueño nos conduce sabiamente, como llevándonos de la mano, hasta su propio ombligo y allí nos hace sentir su límite, su condición de máscara. Y más allá “...algo más terrible que cualquier imaginación”. La pesadilla no consiste en desenmascararse sino en saber que la identidad es sólo máscara. Y allí el desafío para el arte, tanto que Borges logra de su pesadilla asunto para un poema. Cuando la palabra se desvanece ante el límite de su imposibilidad, algo insta a la metáfora; de no lograrla, caemos en el insomnio. Borges atravesó su horror y en un golpe de genio dio forma a un soneto. En cambio, la mayoría de nosotros somos impávidos espectadores de máscaras furtivas.
Es momento de establecer un distingo: cuando en un sueño hay angustia, ésta no lo contraría: el espectador se angustia ante una inaceptable realización del deseo inconsciente pero, según las circunstancias, podría sentir placer, o quedar indiferente (Freud: La interpretación de los sueños). En cambio, el horror de la pesadilla es al sueño como lo siniestro a la angustia. “Quisiéramos saber cuál es ese núcleo, ese sentido esencial y propio que permite discernir, en lo angustioso, algo que además es siniestro”, propone Freud en “Lo siniestro”. Aventuro que nadie escribe en estado angustioso, pero sí que el impulso a la metáfora es máximo, y por eso un desafío, cuando la experiencia del límite acucia.
Según Borges, lo pesadillesco de un sueño no concierne al carácter de las imágenes sino a un sentir especial. Puede incluir angustia pero no se confunde con ella, agrego. Borges es claro: “Rey nórdico” porta en su configuración los rasgos de lo familiar, y su distorsión, si la hay, acontece en ese mismo registro: lo monstruoso no deja de ser reconocido y por eso se vuelve ominoso.
Pero aun otro elemento puede ser discernido: en lo familiar devenido monstruoso hay algo esquivo, mudo, tanto como la mirada ciega del rey nórdico. La intuición de Borges es meridiana: para ilustrar el horror de las pesadillas recuerda, en la Divina Comedia, la visita de Dante al limbo: allí están Homero, Ovidio, Horacio, los filósofos presocráticos, Platón, pero el poeta no pone en sus bocas grandes palabras. “Podemos sentir que Dante, de algún modo, comprendió que era mejor que todo fuese silencioso”, comenta Borges. El infierno, en todo caso, resultaría una cámara de torturas; la pesadilla consiste en que Dante sólo encuentre esas grandes sombras silenciosas.

Labios mayores

En respuesta a aquella observación mía sobre la mirada, punzante como una daga, de la madre, Marga recuperó este recuerdo: de chica era amiga de un vecinito de su edad; cierta vez que jugaban en su cuarto, él se bajó los pantalones y le mostró el miembro: “Creo que ahí vi por primera vez un varón desnudo. Sé que después me castigaron... Creo que el castigo era porque me descubrieron mirándome desnuda en el espejo. Mamá entraba en todos lados y me era imposible saber cuándo venía”.
La mirada propia que delata la carencia es interdicta por otra, materna, que la condena. Lo que condena es la visión de la diferencia de los sexos. La mirada materna persigue el viraje desmentidor que sustente su tiranía desde los ojos que hieren como estiletes. Puñal que fulgura en la noche cuando ella estrecha al hombre hasta cubrir el pene con su anhelo y saber la diferencia.
He dicho que Marga conoce el paradójico horror mayor: la ausencia de mirada materna, por lo que damos en la encrucijada de la constitución del sujeto: el deseo materno que insta al amparo en esa relación dual, especular, signada por el referente que es emblema de completud. Si hubiera un trauma que incansablemente se repite, resistiendo la cobertura del propio deseo, hemos de hallarlo en lo antedicho. La lucha de Marga es, a su manera, la de cada uno por lograr un lugar en el espejo y romper la repetición. Que se cuidara del espejo, le había dicho la tía, pues desde algún rincón termina por aparecer el diablo. Pero justamente eso debe mirar, y de algún modo Marga lo intuye. Como el ombligo del sueño, lugar denso de imágenes sofocadas, ese resquicio umbilica una verdad.
Demonio, hombre, deseo. En un rincón de la galería que envuelve el patio central del colegio secundario, Marga discute con una compañera decidida a tomar los hábitos. “Dame argumentos tuyos, no me repitas el libro de teología –le pide–. Sos linda, sos mujer, lo otro es ser momia.” En ese momento tercia una monja que había escuchado la intervención de Marga: “Ella es el diablo en persona –le dice a la otra–, el mismo que expuso a Jesús a las cuarenta tentaciones. Pero tu vocación es ser santa”. Al irse, ya de espaldas, agrega: “¿Cuál será la vocación de ésta?”. Marga corre hasta alcanzarla: “¡Mi vocación son los hombres!”.
Su relato concluye: “Mi compañera no entró en el noviciado; siguió la carrera con nosotras y al finalizar quinto año se suicidó”. Y agrega: “A veces pienso que me faltó valentía para hacer lo mismo”.
Me asombré. Yo había localizado su desesperación por reconocerse en el hombre que la hiciera mujer, pero en la mención del suicidio me vi devuelto a lo siniestro. Cuando esperaba, si no el final feliz, al menos una senda despejada, me topaba con el vaticinio de la monja: la vocación de santidad, pura alma inmortal carente de tentación, carente de deseo.
El perfil de la madre mantiene la invocación al momento originario, enlace que la pequeña Marga rompe cuando interroga la diferencia sexual y alcanza su carencia con una mirada segunda, haciéndose pasible de la tremendaaparición materna. “El doble se ha transformado en un espantajo, así como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones”, sostiene Freud en “Lo siniestro”, siguiendo a Heine. Demonio: figura de condensación que, derivada del Dios-madre omnipresente, encarna la caída y con ello el deseo.
A este nudo no desatado aludieron los últimos comentarios que, recordando imágenes de una pesadilla, pronunció Marga: “¡Qué horror sería tener un salón de espejos! No soportaría ese laberinto infinito viendo siempre mi cara. Me dije: ‘No me gusta mi cabeza por dentro’. El día de mi primera menstruación miré mi herida, cómo salía sangre. Ya sabía lo que era la vagina, los labios mayores, los menores, el útero. Mi cabeza lo sabía pero no lo sentía. Sentía la ausencia de algo y me dio una profunda tristeza”. Después de decir esto, Marga dejó de buscarme y no la he vuelto a ver.
Tampoco Borges se tolera en el espejo. En pesadillas lo aterra desenmascararse y asistir a su verdad vacía. Con Marga seguimos una segunda mirada hasta el reducto de la hembra herida. Pero no es precisamente un pene lo que sellaría la grieta; la ilusión de completud trasciende la diferencia anatómica.
“¿Y si las pesadillas fueran estrictamente sobrenaturales? –dice Borges–. ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Por qué no? Todo es tan raro que aun eso es posible.” Es posible, a condición de entender que hay verdad de la grieta pero no del infierno. Porque una grieta no es máscara, en tanto el infierno es la careta reversible de Dios, el enmascarado solitario.

* Extractado del trabajo “La pesadilla, lo siniestro: un lugar en el espejo”, que será presentado en el ciclo “Escritura y psicoanálisis”, organizado este mes por el Club de Analistas.

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