PSICOLOGíA › SOBRE EL CUADRO, ROBADO, DE EDVARD MUNCH

Del grito surge el silencio

Por Sergio Zabalza*

El grito, de Edvard Munch, fue robado el 22 de agosto en Oslo, pero el grito de Munch siempre estuvo robado, por lo menos desde que su creador lo “escuchó” en la pintura. Es más, ese efecto tan estremecedor que provoca la contemplación de la obra reside en que el artista le hace gritar a la tela lo que de su voz le fue arrebatado desde siempre, ya “que el grito tampoco se perfila sobre un fondo de silencio, sino que al contrario lo hace surgir como silencio”. (Jacques Lacan, Seminario 11, clase del 22 de enero de 1964. Hay más referencias a Munch en la clase 20 del Seminario 16.)
Y es que, dado que la luz dibuja la sombra, así como el sonido murmura el silencio, sólo hay apropiación subjetiva del estímulo auditivo cuando el tropiezo de una síncopa (palabra que en su etimología remite a “Corte”) se presenta en el vestíbulo de las vibraciones.
Chopin inventó una metáfora para representar esta ausencia, “La nota azul”: ese punto perdido en el pentagrama que sus manos sabían devolver allí, en la grieta donde la densa nostalgia por la patria perdida se vaciaba de pesares.
Seguramente por eso, el pintor Eugène Delacroix formulaba que un claro de luna no es más que el reflejo de un reflejo.
Desde este punto de vista bien podríamos afirmar que la música es el arte a través del cual los sonidos nos hacen escuchar el silencio. Ahora bien, ¿por qué hay silencios que nos atrapan más que otros? ¿Por qué hay sujetos capaces de tolerar un día de espera para conseguir la entrada a un concierto de ópera o a un recital de Sandro?
Es que ese silencio, que el grito le arrebata a la voz, permite que cada sujeto componga su propia canción al escuchar una melodía. Así, cuando una canción sabe llevar una ausencia sincopada, es la música la que nos escucha a nosotros (así lo sostiene Alain Didier Weill en El objeto de arte, incidencias freudianas, Ediciones Nueva Visión).
Pero hay obras que trascienden el lazo social que supone el pasatiempo o la mera dimensión de la emoción; ya no se trata de aquella melopea que nos recuerda tal o cual cosa.
Al prestarnos su voz, El grito nos habilitaba una vía para abordar nuestro silencio, ese que a veces nos permite escuchar lo Otro que somos, sin arrojárselo al que tenemos enfrente. Por algo para Rainer Maria Rilke la belleza es “ese grado de lo terrible que aún soportamos” (Elegías de Duino).
Munch nos regalaba una voz que sabía escucharnos allí, en ese desgarro que pulsa lo que Lacan llamó “síncopa de existencia”. En este mundo pautado por un orden psicótico, donde sólo hay buenos que se miran en el espejo de los malos, el artista noruego nos prestaba su mirada de pintor para escuchar la ausencia que nos constituye, esa que nos permite albergar al Otro sin necesidad de justificaciones ni fundamentalismos buenos o malos. Munch cedió su voz en la tela, pero a nosotros nos robaron una síncopa.

* Integrante del equipo de profesionales del servicio de hospital de día que dirige Daniel Millas en el Hospital General de Agudos Teodoro Alvarez.

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