SOCIEDAD › AMENAZAS DE DESALOJO A NOVENTA FAMILIAS QUE TOMARON DOS PREDIOS EN LA VILLA 1-11-14

Pelea por tierras en el Bajo Flores

Los ocupantes resistieron dos intentos de desalojo. El Instituto de la Vivienda reclama los terrenos para abrir una calle y construir un comedor. Las familias sin techo no tienen la adhesión del barrio.

 Por Emilio Ruchansky

Los agentes de la comisaría 34ª mantuvieron cercadas y rodeadas hasta ayer a casi 90 familias que el martes pasado tomaron dos predios en la Villa 1-11-14, en el Bajo Flores. Estaban a la espera del momento oportuno para desalojar. Intentaron la noche del jueves y volvieron hacerlo ayer por la mañana, pero la resistencia de los ocupantes fue absoluta y constante, al punto de que ayer se presentaron dos interventores judiciales y negociaron una tregua hasta el próximo martes a las 10. “Están apostando a que nos desgastemos, a que llueva y nos vayamos. Eso no va a pasar, yo hace meses que duermo en un auto, ahora no estoy peor que antes”, le dice a este diario Roberto, uno de los ocupantes, sentado sobre su rectángulo de tierra delimitado con sogas, cables y chapas.

Los predios –casi una hectárea– están en la intersección de Agustín de Vedia y Chilavert y pertenecen al Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC), que los reclamó y logró que el fiscal Mauro Tereczko pidiera una orden de desalojo. Según los voceros del IVC, ayer mismo la Corporación Sur tenía planeado arrancar con la construcción de un comedor comunitario, una cancha de fútbol y abrir la calle Chilavert, como parte del Plan de Urbanización de Villas. “Hace veinte años que este terreno está vacío y justo ahora que lo ocupamos van a hacer algo... Nadie les cree”, comenta Roberto, que junto al cura Gustavo Carrera negoció con los interventores.

Uno de los terrenos, el más grande, linda con una escuela donde no se dieron clases desde la toma, al igual que en otro establecimiento cercano. Solía ser una cancha de fútbol, hasta que en agosto pasado se armó un campeonato de fútbol 11 llamado La Liga de Flores y los jugadores emigraron a otra cancha. “Y esto se convirtió en un baldío, dejan autos robados, hubo violaciones y a la noche se llena de paqueros”, asegura Janet Rodríguez. Ella dice que hasta hace poco pagaba 300 pesos por una pieza de dos por dos, pero ya la están por echar. “Hace dos meses que no pago, no sé qué cara ponerle a los dueños”, reconoce.

El martes, cuando vio que la gente se metía, fue corriendo junto a otros vecinos. Dice que el rumor se hizo fuerte en la semana y que la repartija motivó varias peleas. “Todos estamos necesitados. Yo salí de la cárcel hace unos meses, me acusaron por el asesinato de mi sobrina, pero se comprobó que era inocente. Me quedé sin nada. Tengo tres chicos y uno con asma. Antes limpiaba casas y hacía costura, ahora vivo de las changas de mi marido y tengo una tarjeta con 700 pesos que da el Gobierno para comprar alimentos. No tengo ni un colchón”, detalla Janet. Su terreno mide, a ojo, cinco por siete. Con palos y sábanas armó una carpa donde duerme con su familia, recostada sobre las pocas mantas que tenían.

A pocos metros, otra señora que monta guardia en una tienda similar, rodeada de amigas del barrio, hace un repaso de sus días como refugiada. Se llama Victoria, tiene tres hijos como Rodríguez y un ex marido golpeador del que viene huyendo hace años. “La última vez estuve en un lugar, Dirección de la Mujer. También pasé por la casa Sol Naciente, en La Boca. No son lugares donde puedas estar con tus chicos”, dice la mujer. Gracias a sus amigas, que le cuidan el lugar desde el martes, pudo dejar a los chicos en un colegio que no cerró. Comen en un comedor comunitario, pero sólo ella duerme a la intemperie. A sus hijos los deja en un pequeño cuarto que alquila a pocas cuadras. “Es muy difícil conseguir que me alquilen, me rechazan porque tengo chicos”, se queja.

Entre los terrenos, los ocupantes dejaron algunas sendas para transitar, además de respetar el trazado de una calle imaginaria, tal como les pidieron los vecinos. De momento, los ocupantes no cuentan con el visto bueno del barrio, según algunos, “por pura envidia”. “Si hay lío no creo que salten a defendernos, pero la verdad es que de a poco se van acercando y nos vamos conociendo”, dice Roberto, que además de negociar, anoche tenía a su cargo la olla popular. El menú, como al mediodía, es guiso de arroz con mucho hueso y poca carne y algo de zanahoria. “Hasta ahora ningún comedor nos acercó comida –dice Roberto–. Hacemos la olla juntando 3 o 4 pesos entre los quedamos acá.”

Delia, una señora oriunda de Cochabamba, Bolivia, llegó a ocupar un terreno de 16 metros cuadrados y lo defiende sola. Se quedó viuda hace dos años y el mayor de sus cuatro hijos tiene 10 años. Enfundada en una manta, con el pequeño José sentado entre sus piernas, la señora cuenta que sobrevive gracias a la venta ambulante. “Vendo golosinas en la cancha de San Lorenzo”, dice. Su tienda es una sucesión de chapas, pallets y sábanas. Detrás, con una pala vieja, uno de sus chicos limpia la maleza. Hay mucho barro por la lluvia del domingo pasado y en las noches, dice Delia, “los chicos chupan mucho frío”.

Pese a que muchos de los ocupantes se turnan para no perder el terreno que tomaron, nadie se queda quieto. Entre el pasillo imaginario, rodeado de hilos, la gente transporta chapas, puertas de madera y lonas. Muchos están inscriptos en planes de vivienda del gobierno porteño y vieron cómo otros usurpaban esas casas antes de que sean entregadas. Una vecina, que recorre las carpas ofreciendo ayuda, asegura que conoce a buena parte de los ocupantes. “Es toda gente necesitada, en serio. Lo digo porque acá, muchos punteros ocupan terrenos y los venden después, pero no es este caso”, dice. Sobre la calle Chilavert, hay cuatro patrulleros repletos de policías federales que siguen el constante movimiento en los dos predios. Allí, la muchachada prepara fogatas para no perder de vista a los uniformados.

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En el terreno había una cancha de fútbol que se convirtió en baldío.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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