SOCIEDAD › HABLA LUCAS MENDOZA, EL PRIMER MENOR CONDENADO A PERPETUA EN ARGENTINA

“Ya me mataron en vida”

Lo condenaron por delitos que cometió cuando tenía 16 años. Su caso es uno de los cinco presentados ante la Comisión Interamericana por los Derechos Humanos por inconstitucionalidad. En una entrevista exclusiva, en la Unidad 19 de Ezeiza, relata su vida en prisión durante los últimos 10 años.

 Por Horacio Cecchi

En el ’96, la policía a Lucas no lo conocía ni siquiera por las siglas. Formaba parte de la bandita del Rosendo, Rosendo Barroso, que quedó en el camino muerto por balas policiales, y que hacía pie en los nudos de Fuerte Apache. Para esa época, Lucas cumplía recién los 16, no tenía apodos ni registros policiales. Eran sus primeros pasos. Un día de principios del ’97, una patota de uniformados lo arrancó de su casa en el Apache y, junto al Tucumanito Dante Núñez de 20 y a su hermano menor, Maderita, de 17, los acusó de ocho hechos delictivos, entre ellos cinco homicidios. A partir de entonces, Lucas pasó a ser L. M. M. la sigla protectivas de su minoridad. El 12 de abril del ‘99, los jueces del Tribunal Oral de Menores 1, Marcelo Arias, Eduardo Albano y Claudio Gutiérrez de la Cárcova, condenaron a los tres a perpetua. Eso sí, como D. N., C. N. y L. M. M., la única preocupación protectiva que adoptó la Justicia argentina. Ahora, su caso cursa pedido de admisión por inconstitucionalidad ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con el número P-0858/2002. Pasaron siete años y dos meses de la sentencia. De ese día lo que más recuerda es a su madre y su abuela llorando. “Te vas en el 2017, chau”, le dijo su abogada cuando se despidió de él, después de que la Corte menemista rechazara la apelación. Ahora, con 25 años, en la Unidad 19 de Ezeiza, donde lo entrevistó Página/12, Lucas Matías Mendoza tiene un sesgo de esperanza depositado en lo que decida la CIDH, sesgo que avanza tan lentamente como avanza su ceguera.

“Estoy acá hace un mes y medio”, dice Lucas, sonriente, y toma asiento en una pequeña oficina del penal, a metros del arco de entrada a la unidad. “Cuando llegué acá estaba lluvioso y me acuerdo que pisaba el pastito húmedo y refregaba mis pies así (dice y reproduce el movimiento con sus pies), y sentía el olor al pastito. Acá es otra cosa”, dice en obvia referencia a su nuevo destino. Lucas llegaba de la cárcel de Villa Devoto, “Planta seis, tercer piso”, dice con lentitud.

“A los 16 años, cometí robos. Homicidios no –aclara–. Yo no maté a nadie. Después me asociaron a un grupo de pibes que, bueno, cuando fue el juicio los testigos decían ‘puede ser que haya un rubiecito así, así, así, en el coche’, pero nunca me dijeron, ‘sí, fue él’. Igual –agrega– a quién le voy a reclamar.”

“Yo había cumplido los 16, no tenía antecedentes, estudiaba, estaba en segundo año en un colegio industrial. En la ENET Nº 1 de Ciudadela. Salí a chorear porque era un pibe, porque mi vieja se iba a laburar y me quedaba solo y tenía 16 años.”

Mira su muñeca, pide un cigarrillo, aspira tranquilo, vuelve a mirar su muñeca donde la pulsera rota del reloj le trae alguna molestia. La arregla, vuelve a mirar hacia la cámara. Mira con su ojo derecho. Con el izquierdo no tiene visión. La perdió después de la detención, en el Agote, la cárcel de menores conocida con el eufemismo de instituto correccional. Dice que fue un pelotazo, durante un partido de fútbol, que le provocó desprendimiento de retina. Lo poco que ve a esta altura lo ve con su ojo derecho, que carga con una toxoplasmosis progresiva.

La pérdida de visión y no la inconstitucionalidad de la condena es la que ameritó un tratamiento humanitario que permitió su traslado de Devoto a la unidad de mediana seguridad. Pero esto es ahora, en el último mes y medio de sus casi diez años de prisión. Antes, pasó del Agote al Belgrano y vuelta al Agote.

“Tenía una abogada particular, se llamaba Mirta Beatriz López. Esa mujer, cómo explicarle, cuando estaba en el Agote me dijo que no iba a haber problema, que iba a hacer todo lo posible –recuerda y repite para poner un acento de parsimonia en su recuerdo–, que iba a hacer todo lo posible, que no iba a haber problema. Me dijo que me amparaba una ley que es el artículo 37, que era la ley del niño, la ley de los derechos del niño. Bueno, pensé, me iré a los 21, me iré a los 18, si es como dice la ley que a un menor no se lo puede condenar a perpetua. Y como último recurso por el tiempo lo más breve posible –recita el sentido de la Convención Internacional sobre los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes que Argentina ratificó dándole rango constitucional–. Eso es lo que dice la ley. Me la sé porque es lo que estoy viviendo. Ella me dijo ‘vamos a pelear, vamos a apelar’.”

Al juicio llegó con los 18 cumplidos. Con menos de dos años tras las rejas, ya había conocido dos institutos, había pasado por la Unidad 16, unidad de menores adultos, en Caseros la Vieja, “La de abajo”, como la describe Lucas. De allí, fue trasladado a la cárcel de Marcos Paz, en el sector para jóvenes. “Ahí estuve un añito. Y ahí fui a juicio. Duró un mes y quince días”, recuerda con exactitud.

Después llegó la sentencia, el 12 de abril del ’99, a cargo del Tribunal Oral de Menores 1. “En el juicio me mató ver llorar a mi vieja, a mi abuela, imagínese, perpetua. Cuando leyeron la sentencia mi familia salió llorando, yo bajé mal, estuve en un lugar encerrado, mal, y más que me dicen que murió mi viejo. El me había dejado cuando yo tenía 8 años y no supe nunca más de él, hasta que estaba en Marcos Paz y me dijeron que se había muerto. Estuve encerrado en una celda así como ésta –dice en relación al espacio donde se desarrolla esta entrevista, que no es mayor a los 3 metros por 1,5–, con baño (se refiere a inodoro y no a un cuarto separado), una cama, un lugar para colgar la ropa.

–¿Era una celda de castigo?

–Sí, de castigo. No sé por qué. Porque me tendrían bronca por la vista, porque tengo desprendimiento de retina por un golpe, jugando a la pelota, un pelotazo, aquí, en el izquierdo. Y en el derecho tengo toxoplasmosis. Me dijeron que el desprendimiento no se podía arreglar con cirugía y la toxoplasmosis no iba a avanzar, pero que sí se puede activar con el VIH.

Por suerte todavía no soy portador. Acá es un riesgo. Pueden pasar muchas cosas. Un palazo, lo que sea, sangre de otro. Es un riesgo.

Después de la condena, en Marcos Paz “había un jefe de tratamiento y por seguridad me puso en una celda aislado, salía un rato al patio para estirar las piernas un poco pero nada más. Estuve así nueve meses. Con 18 cumplidos”.

Un año después de haber ingresado en Marcos Paz fue trasladado a la cárcel de máxima seguridad de Ezeiza. “Allá adelante –dice, señalando hacia la unidad que se levanta en primer lugar en el complejo penitenciario de Ezeiza, junto a la autopista que une Ezeiza con Cañuelas–. Me mandaron ahí porque inauguraron un módulo de menores adultos. Pero el tratamiento era el mismo que si fuera adulto, nada más que era otro tipo de personal y no estaba el que me había verdugueado allá (en Marcos Paz). Me dijo mi abogada que íbamos a apelar a Casación. Pero Casación me rechazó, me rechazó la causa. Después salimos a la Corte, la Corte también me rechazó. No sabía qué hacer, ni dónde apelar. Estaba desesperado.”

El módulo 4 de máxima seguridad tenía celdas individuales. Lucas la recuerda porque “se manejaba todo por botoncitos, había un parlante y ahí te comunicabas con un celador, si querías que te abra, para repartir la comida y esas cosas. De ahí salía a estirar un poco los pies en la cancha, y después adentro de vuelta. No había secundario. Yo tenía primer año y segundo por la mitad pero no podía seguir estudiando en ningún lado porque me tenían de aquí para allá”.

Después llegó el proceso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que admite presentaciones en un plazo que no supere los seis meses después de haber recorrido sin éxito todas las instancias posibles ante la Justicia local. Cuando Lucas supo de esa posibilidad, los seis meses ya habían pasado. “Mi abogada me dejó. Me dejó después de la Corte Suprema. Me dijo ‘te vas en el 2017, chau’. Y me quedé ahí. Los plazos se vencen a los seis meses. Yo ya llevaba siete, ocho meses. Adentro los presos saben de causas, pero de esto no se sabía. Justo yo venía de chico y había conocido a un muchacho que me dijo, mirá, llamá a esta mujer, Claudia Cesaroni (funcionaria de la Subsecretaría de Derechos Humanos) que te va a ayudar. Entonces hablé con el 0800 que es el número gratuito que tienen, y pedí por ella. Le comenté mi caso, y me vino a ver. Yo era el primer menor condenado a perpetua en la Argentina, con Claudio (se refiere Claudio Núñez, su compañero de condena).”

“Tenía que esperar porque se me habían vencido los plazos. Tenía que esperar que condenaran a otro chico a perpetua –dice con la naturalidad que da la costumbre del horror cotidiano–. Parecerá terrible pero nos pusimos contentos cuando nos enteramos de la perpetua a otro chico, porque la presentación se puso en marcha cuando condenaron a este pibe de Mendoza (dice por Ricardo Videla, quien murió el año pasado en prisión), él entró y automáticamente entramos nosotros atrás.”

Lucas estuvo también en la cárcel de Neuquén. “En Ezeiza estuve entre los 21 y los 22. De ahí me mandaron a Neuquén, donde estuve hasta los 23. Todo un añito estuve ahí. No la pasé bien. Estaba lejos de mi familia, no conocía a nadie, no tenía posibilidad de atención para la vista. Desde que estuve en el Agote que había perdido la vista de uno y en el otro tengo toxoplasmosis desde que nací. Eso me dijeron. Estaba lejos de mi familia, ya no tenía a mi viejo, que siempre lo extraño. Desde los 16 años me pasaron muchas cosas. Yo digo que está bien, que si me pongo del lado de la gente, está bien. Pero ya me mataron en vida.”

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Imagen: Pablo Piovano
 
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