Es la primera vez que viene a una marcha y posa con uno de los miles de carteles que visten la plaza; chicas envueltas en cintas, con el cuerpo intervenido, la rodean. Son muchas las que se juntan a fotografiarla, le preguntan quién es, le piden que se quede un segundo más con la leyenda de fondo que ya es un grito colectivo. El acto terminó hace rato pero nadie se va. Sandra pide justicia. “No al maltrato, ni psicológico ni físico ni a los piropos: ¿cuántas veces se creen que te dicen cosas lindas y son horribles?”, pregunta. “Tengo una hija chica y no quiero que viva lo mismo que yo”, se emociona y dice que no quiere contar esas experiencias que le nublan los ojos. “Viví el abuso de alguien que se creyó que tenía derecho a tocarme o a decirme algo que yo no quería. Mi hija tiene 16 y le enseño a defenderse, a que use lo que quiera porque nadie tiene por qué tocarte, nadie tiene que opinar. En mi adolescencia, mi papá me decía: ‘Y bueno, si salís con esa pollera te merecés que te toquen el culo’, ¡ y era mi viejo! No sé qué es el feminismo pero sí creo que necesitamos que los hombres entiendan esta iniciativa, que no sea algo que queda en nosotras”, dice y se queda mirando los grupos que cantan, que siguen fumando y hablando, que no se abandonan a la desconcentración que hasta hace un rato un grupo de canas exigía a los gritos. “Me pareció una movilización demasiado corta, daba para más, vino mucha gente y espero que siga”, sonríe y sigue girando.