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Domingo, 15 de enero de 2012

AVENTURAS ILUSTRADAS 1 > ANéCDOTAS, ENCUENTROS Y MEMORIAS DE REP. HOY: CON SHAKESPEARE EN CORRIENTES

Hamlet

Con Hugo Pratt en Venecia. Con la democracia en la Plaza de Mayo. Con Alberto Breccia durmiendo en un hotel. Con Oesterheld a pocos escritorios de distancia, una admiración reverencial y una Rhodesia. Con una cuarentena embolante en un cuarto correntino y un libro en un estante. Durante cinco semanas, estas páginas ofrecerán un recorrido escrito y dibujado a cargo de Rep con algunos de los grandes encuentros de su vida. Para empezar, además, una introducción sobre el arte de la anécdota y lo que aprendió de su practicante más admirado: Osvaldo Soriano.

 Por Miguel Rep

¿Qué es lo que hace anécdota a una anécdota?

Tengo un amigo, en Mar del Plata, que siempre anda a la pesca de anecdotario ajeno, y cada vez que le cuento alguna situación dislocada con la normalidad, se le ilumina el rostro, lleno de rasgos enormes, y al día siguiente me pide que se la recuerde, hasta lograr su risa del otro lado de la línea. Ese cuentito que considero ramplón al ser vivido por mí, vuelve al tiempo como una narración de la que él se ha adueñado, y al contarla frente a otros, y siendo yo testigo, la veo transformada en algo que no se corresponde en términos de tempos y oralidades, sin la maestría de la narración de un, digamos, gordo Soriano, pero digna ya de ingresar en la interminable lista universal de las anécdotas ajenas.

He oído, como tantísimos privilegiados comensales, de la apropiación de vivencias retaconas notablemente estilizadas luego por Osvaldo Soriano. La capacidad embellecedora del gordo para volver inquietantes algunos flashes rústicos de nuestras propias vidas, era conmovedora. Sus narraciones estaban llenas de bolazos, y uno las agradecía. No queríamos que se terminaran nunca. Pero se terminaron.

Hay una tendencia en el humor gráfico y en la historieta, heredada de cierto cine y literatura mal leídas, de considerar que el autor de las mismas tiene derecho a contar las vivencias nimias en departamentos de dos ambientes como si fueran perlas narrativas. A mí me da mucha vergüenza leer esas chiquezas, como si estos enanos y enanas tuvieran la entidad de un Pratt, testigo de guerras, exilios y otras aventuras. No es lo mismo estar entre balaceras en la Etiopía de los ‘40, que ir a comprar un baldecito para la arena para que juegue el nene, o la primera menstruación, y contarlo con lindos y amables dibujitos.

He cruzado los Andes en mula durante 6 días, viajé en la Fragata Libertad, participé del penoso periplo brancaleonístico del Mundial USA del ‘94 con el negro Fontanarrosa, he hecho el ridículo en lugares muy expuestos, y todo lo contrario, pero por más que le doy vueltas a la memoria, mi pudor me impide rescatar una sola anécdota de esos momentos vividos y pretender que eso sea interesante para los demás.

Pero quizás se deba a que soy un limitado narrador. Sirvo más para inventar historias que para narrarlas. Quizás si voy afilando la puntería del contar interesante aquello que, un poco adornado, amerite contarse, me arroje alguna vez a transformarme en el abuelo cuentero, en el centro de mesas y fogones, en el inolvidable padre de El Gran Pez.

Pero a la realidad hay que estilizarla.

La realidad es petisa.

Pero, ¿qué es lo que hace anécdota a una anécdota?


El chico está encerrado en una habitación.

No está bajo llave, pero es como si lo estuviera. ¿Qué hizo ese niño?

Tiene la cara hinchada.

Se aburre el chico. Afuera, resuenan los corsos de pueblo.

Ni se anima a abrir la ventana, para no ver la algarabía ajena.

No por el contagio, no. Está en cuarentena.

Está sentado en la cama. No hay nada divertido en esa habitación, ni siquiera lápiz y papel.

Sólo hay una repisa. Arriba de la cama, empotrada.

Estira la mano.

Ese chico fue traído al correntino pueblo de San Roque por su tío.

Su tío, Antonio, había salido un tiempito atrás de la cárcel.

Entraba y salía de la celda como quien vive en un hotel.

Lo habían estafado y se comió ir adentro por firmar unos cheques.

Pero todos lo querían, al iluso Antonio, hasta que un día salió.

Y al tiempo se metió en otra aventura comercial.

Una heladería.

Entonces, los padres del chico, llegados de Buenos Aires para pasar las vacaciones en otro pueblo, le cedieron al nene por dos meses para que ayude.

Y el chico trabajó en la heladería. Veía hacerse esas cremas frías estiradas por la máquina, dando vueltas hasta lograr la consistencia, hasta que aprendió, y luego lo pusieron a vender también, para lo cual aprendió a llenar los vasitos y los cucuruchos con la terminación prolija, pero también durante las siestas caminaba las calles de tierra con su caja de telgopor, gritando helados en cada esquina.

Hasta que llegaron los corsos correntinos.

El tío armó puestos callejeros para vender helados de palito, y serpentinas.

Y papel picado. Y espuma.

Para adornar la heladería y los caballetes de la calle, compró decenas de globos de tres colores.

Y el chico fue el encargado de inflarlos.

Al día siguiente tenía los costados de la cara hinchadísimos. No se quería ni ver en el espejo.

Sus ojos, naturalmente caídos, estaban más abajo aún.

Le diagnosticaron paperas.

Le dijeron al tío que había que aislarlo. Y encontró una pieza, en el caserón de un paisano árabe.

Allá fue el chico, lejos de la familia, que ya había regresado a la Capital Federal, de sus hermanitos, de los helados, especialmente el de dulce de leche, lejos del yacaré atado en el baldío de la heladería, que tiraba dentelladas.

De Nibal, el loco del pueblo y su jumper colorado.

De jugar con el hijo de la viuda, novia de su tío.

Y ahora, lejos de la gente que se tiraba agua y tomaba refrescos durante las noches de carnaval.

Su mano estirada advierte una pila de revistas.

Las empuja hacia él y las deja caer. Igual, quedan apiladitas sobre la cama.

Es un montón de semanarios El Gráfico, con sus portadas de jugadores de fútbol.

Refunfuña el chico. Justo a mí que me gustan casi todas las revistas, están éstas, que no me gustan.

Porque El Gráfico le recuerda que son las únicas revistas que están sobre la mesada de la peluquería de Tomasito.

Y él odia que le corten el pelo.

Lo obliga su papá, quiere el pelo como lo tienen los soldados.

Entonces él odia la peluquería. Y a Tomasito. Y El Gráfico. Y al fútbol.

No puede ni ver esas fotos de equipos y goles. No soporta siquiera las figuritas de jugadores.

Así que, bufando, hace a un lado la pila de revistas, las tira al piso.

Mira sus pies, el chico.

Mira la puerta. Mira la ventana.

Escucha el jolgorio.

Se palpa las hinchazones debajo de las orejas.

No le duelen, y hasta le parece que se desinflaron un poco.

Mira el techo. Mira la repisa.

Estira la mano.

Un libro.

Con las hojas como serruchadas. Voluminoso.

La tapa promete. Una especie de guerrero, un castillo, un fantasma.

Abre el libro.

Y entonces todo el bullicio, los griteríos con tonada guaraní, las ganas de salir, todo se borra.

Días después, lo revisa alguien con guardapolvos, y se dan cuenta que todo era una hinchazón por inflar demasiados globos, y lo liberan.

Volverá a Buenos Aires, y ese año, en cuarto grado, se enamorará de una rubiecita que no le dará bola, pero de quien él, por veneración, averiguará cada detalle de su vida, y uno importante es que es fanática de Boca.

Entonces él, que por tradición familiar era tibiamente de River, se hace de Boca. Y será fanático. Y fanático del fútbol.

Pero antes de que todo esto ocurra lo liberan.

Se lleva su bolsito, y el libro.

La tapa es un dibujo que promete una novela de fantasía heroica, muy atractiva para la edad de ese chico que no parará de leerlo una y otra vez en esa estancia pueblerina.

Y que seguirá leyendo, en distintas ediciones por supuesto, durante cada estirón, y luego sin estirones y luego y luego y luego, hasta hoy.

Es Hamlet, y aparte de todo es un libro muy divertido.

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