rosario

Jueves, 25 de marzo de 2010

CONTRATAPA

Renacuajos

 Por Adrián Abonizio

Es la medianoche de sillas en las veredas, cuando la tevé no había raleado la compañía y era un aliciente anticipatorio de lo que saldría en los avisos de los diarios, más populares por aquellas épocas que la caja de rayos catódicos recién estrenada. Todos podríamos tener películas en la noche. Mientras, salvo lo Intocables o el Muñeco Maldito nadie daba demasiado por esa novedad: seguían allí agarrados como a una hiedra hermanados en la conversación nocturna, esperando sople un vientecito del sur, que los mosquitos puedan ser frenados por la mole de humo de pan quemado en los tachos, por los espirales sembrados a los pies como una tóxica ofrenda empalizada. Alicia estaba allí esa noche: tenía la panza como un bombo legüero y esperaba a su primer vástago. Era viuda y sin padre a la vista, cargaba con el rumor que le gustaban las mujeres. Oímos que la criatura nadaba en agua y cuando rompiera la cápsula de crisálida saldría a chorros de entre las piernas de ella, tal como lo habíamos hecho nosotros. Escuchábamos aquello, sentados al cordón de la vereda. Eramos inocentes, infames y necesitados de información que llegaba a través de nuestros oídos de espías. Agua, era eso. El feto nadaba en agua que luego se le iba hacia el mar a través del agujero que todas las hembras tenían. Como respiraba era una incógnita. Monstruos de la Laguna, criaturas informes, renacuajos habíamos sido y esa noche nos estábamos enterando. Todo esto aconteció, esa claridad de información nos rebalsó en cuanto Alicia se hubo ido: se habló entonces de ella y sus amores prohibidos, de su panza llena de agua y del apellido que tendría el recién nacido. Era un universo confuso para nosotros. Sin papá, amante de las mujeres. ¿Podían tener uno entre ellas? No, porque el hombre pone su semillita. ¿Porque se le había dado a ella ese desvío? ¿Por una enfermedad? Un hechizo, un mal. Sin embargo, lucía bella, panzona y feliz. ¿Puede una lesbiana ser feliz? No y más si carga con un hijo de padre anónimo. ¿Tendría ella que mudarse? Sí, según los dichos. Don Angel golpeó un mosquito que lo tenía perturbado desde hace rato tanto como la charla y dictaminó que la Alicia estaba en todo su derecho. Clota suspiró y puso esa cara de buey de cuando algo no le gustaba. Mauricio, el ebanista, en mangas de camisa y flaco como un junco agradeció el silencio y esgrimió una teoría según la cual no sólo sería excomulgada sino que los fuegos infernales la estarían aguardando. Mi madre, la cuarta en la vereda sencillamente dijo que había cosas que no entendía y si uno no entiende algo lo mejor es callarse la boca. A lo que sucedió un silencio de encono que se trasladó a un apresuramiento por levantarse con la excusa que venía la lluvia. Llegó como un raudal: cerca, tras esas empalizadas de agua, se oyeron los crujidos de los brazos de los árboles viejos; arriba, sobre el chaperío de la cocina sonaba el agua como balazos. La luna, que había preanunciado todo con su círculo brumoso estaba cumpliendo. Mi madre preparó sandwiches y se dispuso a esperar a mi padre bajo la galería. Quedábamos mi hermana y yo: quietos, mirando las burbujas gordas que dictaminaban largas lluvias, oyendo en la cañerías como un ruido atenuado de cañones que sonaban en un valle imaginario. Ma, dije en el medio del fragor. ¿Somos como renacuajos cuando estamos sin nacer? Ella levantó la vista y dijo que sí, pero que después con el amor de los padres nos volvíamos hermosos. Mi hermana me susurró por lo bajo que mi cara de sapo no cambiaría. Yo iba más allá. ¿Y la Alicia cuando tenga el bebé que va a hacer con su hijo? ¿Le va a quedar la cara de sapo? Ella se sonrió y amagó una explicación. En ese momento entró mi padre mojado, pura agua y nos salpicó a propósito. Traía en su bolsillo algo que tomó con cuidado. Lo enseñó: era una ranita verde, delicada, exótica y medio transparente. La encontré en la esquina, por lo de la Alicia. Por superstición mi hermana ni la tocó y gritó cuando mi padre se la acercó. Yo, en cambio, la retuve en mis dedos y la puse en el bolsillo superior de la camisa para que no sufriera por ausencia de papá, para que entendiera que el amor era verdadero, que si una mujer quiere a otra es lo mismo que si quisiera a un hombre y también para decirle que yo podía ser su papá por esta noche. Luego la solté en los fondos para que llegara a lo de su mamá antes que la tormenta de verano borrase todos los caminos.

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