rosario

Jueves, 7 de octubre de 2010

CONTRATAPA

UN ENCUENTRO AGÓNICO

 Por Corina Moscovich y Eugenio Previgliano

"Para irse primero hay que estar" le había dicho su tarotista. Ana pensaba en irse, más como una posibilidad que podía quedar en posibilidad o no pero que igual la hacía fantasear de sobremanera. Haber estado con ese otro hombre tres veces estando aún con su marido era algo que la avergonzaba, aunque sólo hasta cierto punto. Sabía dónde había dejado que aquel otro más joven, más atractivo, más pasional pasara la raya. Fue esto después de que ella se enterara que su marido había salido con una mina a sus espaldas: para volver primero hay que irse, pensó. Se preguntaba si alguna vez sabría con certeza si él la había engañado. El decía y juraba que no, que nunca la había engañado, que siempre le fue fiel. Ese mismo miércoles le había dicho a su marido: "Así no va más". Ahora estaba durmiendo aún bajo el mismo techo, quizás hasta que consiguiera un departamento. La separación era un hecho aunque ella no supiera todavía si por un tiempo o para siempre.

El marido de Ana tuvo al principio una actitud ambivalente, le estudiaba los ojos por las tardes con una languidez decepcionante, que en otro momento podría haberle resultado sugestiva. Aceptó inmediatamente mudarse a dormir al sillón y empezó a ver por televisión unas películas clase B, apagando con el silencio del televisor los gemidos de monstruos y zombies. Ella siguió pensando: pensó en cómo amoblaría el departamento, pensó en lo que se llevaría de aquella casa que durante tanto tiempo había sido de los dos, se imaginó una tarde de otoño escuchando a Philip Glass en el nuevo departamento y tal vez con ese hombre, que había estremecido su cuerpo con unos gestos que ella sólo quería recordar sin culpa.

No es que a él lo hubiera inquietado demasiado la demora de Ana, su esposa: la tercera vez que miró el reloj pensó que no se atrevería a arrepentirse por haber dejado a Laura tan temprano en La Terminal. Pensó: La trampa es perfecta, Laura sólo puede venir una o dos veces por mes desde San Jorge. A pocos conoce ella en nuestro ambiente y es dócil y generosa como pocas mujeres lo son: no tiene apuro, se entrega con placer y sumisión, y disfruta del tiempo que compartimos. Mejor que se haga tarde esperando y no dar explicaciones por mi propia demora, se dijo a sí mismo, mientras volvía a encender su celular.

Y lo que la torturaba y seguramente la seguiría torturando era pensar porqué no lo había dejado antes. Ahora sentía ganas de vomitar, quizás en algún punto se daba asco por como había actuado. Lloraba por su marido aún cuando había disfrutado de esas lindas y lujuriosas tardes con aquel otro joven. Y no podía dejar de admitir que la había pasado fantástico. Cada una de las veces había tenido más contenido que las anteriores. Ella en el segundo encuentro le había dicho: "La piel tiene memoria". Y antes de retirarse de su departamento de estudiante, Ana le había confesado: "Estás sexy así" (sentado en la cama, desnudo pero tapado hasta su cintura con la sábana blanca). Y algo ruborizada había agregado: "Lo voy a guardar para mi banco de imágenes".

A su marido, la segunda demora de Ana lo inquietó. Venía de un día difícil en el banco, de un mar de inquietud de todos los compañeros ante la reestructuración operativa y prefirió volver a su casa antes de seguir discutiendo en un bar con sus colegas. Ana no llegaba. Ya había pasado la hora habitual de la cena.

En un principio, a Ana la "revancha" nunca la había hecho sentir mejor. Pero después, ella sintió que se había portado peor que su marido. Sentía que no tenía perdón. Analizaba si ambos podrían pensar en la posibilidad de "empezar de 0" y solo por ganas y deseo, no porque tuvieran que "hacer la tarea". Los dos eran muy distintos entre sí, por fortuna y desgracia. En su tiempo libre, él gozaba del silencio y cuando estaban juntos, él pretendía lo mismo: silencio. Entonces Ana recordaba la vez que había estado en una cama pequeña, con aquel otro hombre. La primera vez ella había llegado al orgasmo con esfuerzo, luego de que él hubiese acabado como en final de concierto. La segunda vez ella acabó en Disneylandia pero él ni alcanzó a arrugar las sábanas. Para Ana, sentirlo transpirar sobre su cuerpo había sido una enorme alegría, un alivio, una sensación de tarea bien hecha, como una bendición.

Difícil definir esa incipiente relación. Cinco años de conocerse de la oficina. Muy parecidos en cuanto a la personalidad. Pese a la diferencia de edad, él tenía a veces reacciones o comentarios en los que Ana se sentía "espejada". Le seducía mucho: por su capacidad de diálogo, por su sensibilidad tan oculta y evidente a la vez. Sin embargo Ana sentía que no se podía subir a la calesita, pero luego de muchos años de matrimonio contradictorio, pensó en comenzar a atreverse a ser lo que era. A sentir. A querer más y a exigir más. A no hacer más "collage" respecto de sí misma. Ana se dijo: Basta. "Es tiempo de empezar a levantar capas", murmuró. El tiempo dirá como sigue la historia.

Él, aún su marido, camina con un paso forzadamente moderado hacia su casa: cree, sabe o intuye que Ana no resistirá mucho más esta situación. Ayer le ha dicho a Laura que tenía una entrevista importante, sólo por eludirla, aunque Laura no suspendió su viaje desde San Jorge. Imagina escenas, urde argumentos, por momentos siente celos de Laura en la ciudad, y piensa qué posibilidades le asisten porque siente o recuerda que las decisiones de Ana son inapelables y eso lo inquieta. Por la otra calle, sin embargo, con pasos que van al ritmo de su corazón Ana se dirige donde, por lo menos hasta hoy, está su casa; va llena de inquietudes y proyectos; para vivir un gran amor, recuerda, es menester, ser hombre de una sola mujer, y los versos de Vinicius le resuenan en su sonrisa, y anda con el paso entusiasmado. El hijo puede esperar.

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