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Viernes, 22 de agosto de 2014

CORTE Y CONSTRUCCIóN

“Todos nacemos operados”

Joao Walter Nery fue el primer varón trans visible de Brasil. A los 27 años, en plena dictadura militar, se operó de forma clandestina, a los 64 es coordinador del Instituto Brasileño de Transmasculinidades (Ibrat) y milita por un proyecto de ley de identidad de género basada en la ley argentina. Su libro Viaje solitario Memoria de un transexual 30 años después tuvo alto impacto en el movimiento Lgbt de Brasil. Habla con SOY sobre la heterosexualidad compulsiva, la familia transafectiva y no olvida sus andanzas como profesora de día y tachero de noche.

 Por Soledad Domínguez

“Nunca me sentí mujer ni homosexual. Soy un transexual heterosexual. Me defino como un hombre trans feminista y femenino”, se presenta Joao. Sus manos com uñas de águila sostienen un cigarro, se apoyan cerca de su barba. “No somos sólo hombre o mujer. La sexualidad es mucho más amplia que esa noción que además varía según la cultura y la época.” Anteojos y escueta mirada; cejas recargadas. Escucharlo, mirarlo, es entender que pasó 30 años de su vida en el closet, travestido y condenado por haber cometido dos infracciones: operarse para cambiarse de sexo y sacar un documento con nombre de varón.

¿Cómo fue tu coming out y la decisión de llegar al quirófano?

–A los 23 años ya asumía una doble vida social: era mujer en el ámbito laboral, en la facultad donde daba clases, y en los circuitos de amigos y familiares. Para los desconocidos, actuaba como hombre. Manejé taxis, una labor que me conectó con mi masculinidad. Era un andrógino: años ’70, movimientos contraculturales, moda unisex, jeans. Me corté el pelo y sólo por eso y por andar sin cartera me sentía hombre. Había incompatibilidad dentro de mi cuerpo y con relación a mi género. Me perseguía la duda: ¿las mujeres se me acercaban como hombre o por no tener un cuerpo masculino? No quería a una lesbiana, sino a una hétero. Me operé los senos, por primera vez, a los 16. Después vinieron tres intervenciones más. Estar en un bar con mi novia y toparme con alumnos de la universidad que me llamaban Joana era vergonzoso. ¡Quería achatar mis lolas de una vez! Cuando los resultados no eran los que esperaba, me arrancaba los puntos.

Si hoy recién comienza a haber especialidades médicas a favor del derecho a la salud de la comunidad Lgbt, me imagino en ese entonces...

–Pasé por un proceso de entrevistas médicas y un equipo de estudio sobre casos de transexualidad. Comencé por un andrologista. Unos estudios de hormonas mostraron un alto nivel de testosterona en la sangre: mi psiquis interfería en mi sistema endocrinógeno. Y en los análisis clínicos se constataron genitales sin alteración, aunque con tonicidad masculina acentuada. Luego de mucho penar por el parte psiquiátrico solicitado, me sometí a mastectomía e histerectomía. Mi médico, Roberto Farina, fue procesado luego por mutilación. Eramos considerados subversivos. Recién en 1997, en Brasil, las operaciones de cambio de sexo –consideradas experimentales– empezaron a hacerse en hospitales universitarios autorizados. En 2008, el Ministerio de Salud instituyó ese proceso transexualizador en el denominado Sistema Unico de Salud, pero es un proceso muy largo que incluye un equipo integrado por psiquiatra, cirujano, endocrinólogo, psicólogo y asistente social.

¿Cómo definirías el peso del sexo biológico en la definición de la identidad sexual?

–Como sabemos, la orientación nada tiene que ver con la identidad sexual. Atribuimos el pene al hombre y la vagina a la definición de la mujer. Y si salimos de esa “clasificación” pagamos un precio alto, como es el caso de trans e intersex. De alguna manera, todos nacemos “operados” desde que nuestros padres descubren con qué cuerpo venimos y nos atribuyen un papel con nombre, ropa, juguetes y conductas. Así nos someten a los dictámenes de la heterosexualidad compulsiva. Si la sociedad respetara las diferencias, las diversidades, no sé si las cirugías serían importantes. No todos los transexuales quieren operarse. Lo más fuerte son los problemas emocionales, más relacionados con la transfobia que con su propia transexualidad. ¡No somos enfermos mentales!

Si hablamos de dictámenes sociales, hablemos de reconocimiento social. ¿Cómo fue tener en tus manos el documento que te nombraba Joao?

–Es un gran problema. La cirugía –que hoy es legal– no implica el cambio de identidad. Hay que judicializar el proceso. De hecho, existe un proyecto de ley, conocido como Ley Joao W. Nery en mi homenaje, según el cual cualquier persona podría ir al registro civil y solicitar el cambio de su nombre y género sin necesidad de pasar por cirugías, tratamientos o terapias. El proyecto está basado en la ley argentina.

¿Te desquitaste al ser padre? ¿Qué vicios, qué mandatos heteronormativos evitaste al acompañar el crecimiento de tu hijo?

–Fui padre no biológico junto a mi tercera mujer. Ella se embarazó de otro hombre, y yo lo acepté. Mi mayor preocupación con Yuri, mi hijo, era cómo evitar que fuera machista. Le enseñé a no pegar; tenía sus muñecos a los que hacía dormir. Le enseñé a cocinar, a poder llorar y a ser dócil. Le enseñé a respetar las diferencias. Hoy tiene 27 años, es ingeniero. Es heterosexual, pero sufrió la homofobia. En la escuela le decían maricón porque no le gustaba jugar al fútbol. En la facultad, por usar camisas rosa. Hoy somos grandes amigos. Está casado, ¡ésa es una forma de mostrar que mi familia es transafectiva!

¿Y tu infancia?

–Recuerdo que tenía “la monstruación” en lugar de la menstruación. Tenía pesadillas: que andaba sin camisa por la calle, con los senos al aire, y corría para esconderme; que alguien me trataba como mujer y yo intentaba matarla. Cuando era más pequeño, recuerdo pasar por una plaza, con mi mamá, donde solía jugar a las bolitas, y los otros chicos me gritaban: “¡Mariahomem!”. Sentía vergüenza; mi mayor miedo era que mi mamá escuchara eso. También tengo grandes recuerdos. Mi padre estaba exiliado en Uruguay durante la dictadura, y lo íbamos a visitar durante las vacaciones. Tenía un amigo, el antropólogo Darcy Ribeiro, que hasta hoy considero mi mentor intelectual. Lo visitaba con frecuencia para conversar y fumar. El me hablaba del amor romántico. “Es una invención burguesa de mediados del siglo XIX que causó una ola enorme de suicidios en Europa.” Y agregaba: “Lo bueno del amor es que podemos amar varias veces”.

Y vos te casaste tres veces...

–La operación me permitió tener, primero, un reencuentro conmigo mismo. Precisaba reinventarme. Me aislé por un tiempo en casa de una tía, en Jacarepaguá. Ahí estuve más tranquilo para recuperarme y ver los efectos de las hormonas que estaba tomando. Por otro lado, perdí mi profesión de psicólogo y mi carrera universitaria. Tuve que comenzar de cero. Trabajé como pintor, vendedor, masajista de Shiatsu. En fin, fueron diversas actividades en mi nueva vida. Pero estaba más que feliz.

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Imagen: Diana Blok
 
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