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Desde el Purgatorio

 Por Juan Sasturain

Las generalizaciones respecto de idiosincrasias y rasgos propios de ciertos países o comunidades geopolíticas suelen ser casi siempre, y sobre todo, meros prejuicios: a favor o en contra. Son lugares comunes, nada más que eso; pero acaso por eso mismo cuesta tanto resistir a la tentación de incurrir en ellos. Y a veces suceden cosas que nos dejan picando la posibilidad de especular sobre la vigencia cierta de viejos tópicos, sobre todo a nivel simbólico: sucesos ejemplares, digamos. Iluminaciones.

Los medios masivos nos traen continuamente noticias de todo el mundo y no las mejores: las más atroces o curiosas quedan flotando algunos días más que el resto. Son esas “cosas increíbles” que pasan. Que pasan todos los días en ciertos lugares del mundo. Y quedan pegadas, asociadas a su lugar de origen. Quiero decir que las cosas pasan siempre en algún lado, pero no en cualquier parte.

En estas últimas semanas hubo dos sucesos de ese tipo, de la clase de los “increíbles”, que resultan por eso mismo tan supuestamente reveladores de que “algo así no podía pasar más que ahí”. El primer caso es el del desaforado cura brasileño Antonio Di Carli, que reincidió en una travesura hazañosa: con el pretexto de superar un cierto record mundial –supongo– y con el propósito manifiesto de recaudar fondos para una obra social de camioneros, se ató a 1000 (sic: mil) globos de gas de distintos colores –como los de cumpleaños, digamos– y levantó alegre vuelo con un poco de agua y algunas barritas de cereal para picar. Subió, subió entre sonrisas y aplausos, el viento lo llevó, se perdió de vista, agarró para el lado del Atlántico y nunca más –hasta hoy– se supo. Aparecieron algunos de los globos de colores más o menos desinflados y pinchados o rotos; pero del cura, ni noticias. Qué bárbaro. ¿Dónde pasó eso? En Brasil. Claro, decimos.

La segunda no es tan fácil de contar, ni de digerir, y sucedió apenas unas semanas después, hace unos días. Todo sabemos de qué se trata, no entraremos en morbosos detalles. El ciudadano austríaco Josef Fritzl, un electricista de 73 años, vivía en su casa de Amstetten con su mujer Rosemarie, varios hijos y nietos. Pero eso no era todo: en el sótano “funcionaba” secretamente, desde 1984, otra familia –por llamarla así– formada por su hija Elisabeth –a la que encerró a los 18 años y mantuvo secuestrada por 24 (sic: veinticuatro) años– y algunos de los siete (sic: siete) hijos que tuvo con él, con Josef Fritzl, con su padre... Lo espantoso no es sólo la reiterada violación incestuosa y el secuestro –ahí abajo hubo chicos que jamás salieron a la luz del sol– sino que nadie en la casa, en la superficie, sospechara de que había algo raro, de que eso estaba pasando. Qué bárbaros. ¿Dónde pasó eso? En Austria. Claro, decimos.

A partir de estas comprobaciones, que no lo son; de estos datos sueltos que se regalan para que especulemos, construimos sin otro fundamento que las ganas de delirar, con la impunidad del humor blanco y negro, nuestro modelo prejuicioso.

Es evidente que los brasileños saben, creen, intuyen que Dios es brasileño. Y seguramente tienen razón. La música y el fútbol tal como los conciben son la nostalgia –o el anticipo– del Paraíso. Si existe Dios, debe parecerse a ellos, tener sus gustos. Me lo imagino asintiendo. Y en muchos aspectos, se lo merecen. Es que los brasileños se van para arriba, como este desaforado que sube Cielo arriba con globos de colores, como quien vuelve a Casa. Porque si hay Cielo, sólo debe ser el premio a la Alegría.

De los austríacos –como diría el tango–, mejor no hay que hablar. De algún modo saben que ya están en el Infierno. Es un lugar común de su historia contemporánea, del pequeño Adolfito para acá, la propensión al secreto criminal, al ocultamiento sereno y consciente, a la indiferencia cómplice ante la brutalidad más refinada. Casos y más casos recientes en que coinciden los dos gestos: la perversidad del castigo inhumano y la complicidad pasiva de los indiferentes no enterados. Los irresponsables brasileños soplan los globos para que el delirante que los representa suba cada vez más lejos, se vaya sonriente para Arriba y al carajo; los razonables e introvertidos austríacos se compran orejeras contra los ruidos, y el frío de la Muerte que hace su huerto en el sótano los arrastra consigo.

¿Y por casa? Irritantes, absurdas, incomprensibles, absolutamente desoladoras, las noticias que llegan al mundo desde la Argentina –y que del mundo vuelven para que nos enteremos qué piensan de nosotros, cómo nos interpretan– indican que somos sin duda unos imbéciles por ahora irrecuperables. No somos noticia en muchos aspectos: no somos víctimas de catástrofes telúricas habituales, ni de movimientos sociales o políticos o de cifras económicas de muchos y ominosos ceros, como pasa con los exagerados países de extremo Oriente; no somos la imagen redundante del horror, del atraso y de la cínica explotación económica como gran parte de los sufridos africanos; no somos –por ahora– el escenario elegido por el Imperio para poner el pie y romper todo con cualquier pretexto que no sea su única y verdadera razón: la codicia. Tampoco brillamos por gestos saludables o conquistas dignas de hacer que alguien mire para acá abajo. Nada de eso –aunque un poco de todo– nos identifica. Lo nuestro no es el Infierno, pero mucho menos el camino al Cielo. Vivimos (nos pensamos, nos merecemos) el Purgatorio, somos la viva imagen del trucho lugar de tránsito que inventó la Teología –Jesús nunca lo insinuó siquiera– en que se paga por todo lo que se hizo mal, pero donde no se pueden (parece) hacer acciones válidas, méritos para zafar del todo. Una situación de mierda en la que parecemos atados para siempre a nuestros propios, soberbios errores. “¿Cuánto tiempo más llevará?” dice el evangelio según Charly. Acaso lo que tardemos en dejar de ser tan soberbios e imbéciles como somos.

Ultima aclaración respecto de localizaciones puntuales. Pertenecemos al club de admiradores de Alfred Jarry, el autor de Ubú Rey, quien en las indicaciones previas al primer acto de su obra maestra escribe: “La acción transcurre en Polonia. Es decir, en ninguna parte”. O en todas o en cualquiera. Brasil y Austria son, aquí, lugares tópicos/convencionales, de dos caras de la Humanidad, la que mira al Infierno y la que es capaz de intuir el Paraíso. La Argentina, en cambio, no: no es una metáfora, ni una memoria ni un anticipo del Purgatorio. Es el Purgatorio. Aunque usted no lo crea.

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