CONTRATAPA

Dyland

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Hay un lugar que está en todas partes pero no figura en ningún mapa porque nunca se queda quieto. Un lugar que –ahora no lo ves, ahora lo ves, ahora lo viste, ahora no lo ves de nuevo y hasta la próxima– se resiste a ser atrapado, no le gustan las fotografías y, cuando se va y se va y se fue, sólo deja detrás las estela de palabras más o menos unidas y el recuerdo inolvidable de sonidos sueltos.

A eso voy, aquí vengo, otra vez visito ese lugar llamado Dyland y la necesidad casi refleja de dejar algo por escrito. Porque sólo entonces uno termina de creerse lo increíble de un artista de casi setenta años de vida y medio siglo de obra que –con canciones tristes y alegres, con canciones eléctricas o electrizantes, con canciones calmas que presagian la tormenta o con canciones tormentosas a las que sigue una tensa placidez– sigue haciendo de las suyas. Sigue haciendo aquello para lo que sólo él posee la respuesta que, mi amigo, está flotando o soplando en el viento, tan feliz de saberse un interrogante que nunca nadie podrá despejar del todo.

DOS Pero lo mismo se sigue intentando de muchas y muy variadas maneras. Explicar al inexplicable Bob Dylan, digo. Martin Scorsese le dedicó un documental tan didáctico como prolijo donde destacaba la sonrisa torcida y la mirada traviesa de un Dylan que recordaba sólo lo que le convenía recordar sin por eso privarnos de la engañosa sensación, como en su Chronicles Vol. 1, de ser totalmente sincero a la vez que completamente esquivo. Tiempo después, Todd Haynes fue bendecido por Su Bobidad para ensamblar I’m Not There: una biopic de Dylan a partir no de hechos, sino de facetas, de apenas algunos de los incontables lados de este song and dance man circular. Meses atrás, un par de muy estimables cajas bootleg –From Minnesota to New York 1958-1961 y The Wild and Rambling Boy 1961-1962– reordenaron en ocho cd de grabaciones caseras, casi pinturas en las paredes de su propia y privada Altamira –el Big Bang y la prehistoria del dinosaurio más futurista de todos. Y ahora es Clinton Heylin –autor de Behind the Shades, acaso la más sabrosa de las muchas biografías de Dylan– quien ha llevado a cabo la más ambiciosa y enloquecedora de las empresas. Y como alguna vez se hizo sitio a desafíos anteriores –el Keys to the Rain de Oliver Trager o la Bob Dylan Encyclopedia de Michael Gray– hay que abrir la puerta para ir a jugar con las más de mil páginas de Heylin. Vamos allí: Revolution in the Air / The Songs of Bob Dylan Vol 1.: 1957-73 y Still on the Road / The Songs of Bob Dylan Vol. 2: 1974-2008. Ambos tomos –en los que entro y salgo libremente, abriéndolos al azar– investigan y analizan y juzgan todas y cada una de las canciones de Dylan (registradas y perdidas) y, como suele ocurrir, acaban demostrando, otra vez, lo de siempre: es peligroso acercarse mucho a Dylan porque Dylan encandila y quema y, finalmente, te lleva al delirio. Lo fascinante de estos libros es –a lo largo de entradas que pueden leerse y oírse casi como microrrelatos– observar alternativamente a Heylin enloquecido o iluminado por la potencia de aquello que intenta desenterrar como si se tratara del Arca Perdida. De ahí, Heylin en el consenso absoluto (sí, “Visions of Johanna” es la cumbre), el absurdo (“Forever Young” es un mensaje cifrado a Neil Young), lo incorrecto (Heylin asegura que Dylan siempre detestó a The Grateful Dead), lo inquietante (“Just Like a Woman” estaría dedicada no a la bella y disoluta heredera Edie Sedgwick sino a un travesti de la tribu Warhol), para acabar acusando a su tótem/monolito de ser, en los últimos tiempos y discos, poco menos que un plagiario sin control ni escrúpulos.

Y las páginas corren y los minutos se arrastran y, por fin, el jueves pasado, Dyland volvió a posarse sobre el plano de una ciudad llamada Barcelona.

TRES Ver a Dylan es ver al ser en activo más legendario de nuestro tiempo. Legendario, dije; que no es lo mismo que decir histórico. Hay prestigiosos académicos de renombre que nos dicen que debemos sentirnos afortunados por compartir época con Dylan, por poder mirarlo mientras nos mira. “Es como ser contemporáneo de Shakespeare”, añaden. Y rematan: “Con la diferencia que pocos contemporáneos de Shakespeare eran conscientes de que Shakespeare era Shakespeare”. Y, claro, Shakespeare nunca se movió tanto de aquí para allá como Dylan.

Y pasaron seis años desde que la leyenda verdadera no tocaba en la ciudad (aunque sí se acercó en el 2006, a un exclusivo festival casi fronterizo con Francia) y volvió a ese extraño lugar que es el Poble Espanyol, en las laderas del Montjuic. Un patio grande con capacidad para 5000 personas en el centro de un pueblito falso –herencia de una feria mundial de principios del siglo XX– en la que se destilan, con modales que anteceden a DisneyWorld, los múltiples estilos de la arquitectura peninsular. La cosa tiene su gracia y, de algún modo, funciona: porque después de todo el mismo Dylan se ha convertido en un errante parque temático de sí mismo. Alguien que se revisita y se reinventa y que se sorprende para sorprendernos. Y es por eso que tiene tanto sentido Dylan en vivo y en directo. El hombre llega con modales de pistolero apenas cinco minutos antes de que se apaguen las luces (Dylan nunca prueba sonido prefiriendo poner a prueba a su sonido de frente y costado al público) y va armando un repertorio donde cualquier cosa puede suceder y una noche brillante y entregada puede ser seguida por una noche floja o indiferente. Y la del jueves pasado fue, creo, la más formidable que me ha tocado entre las más de quince que llevo. Un Dylan sonriente y expresivo que llegó a cantar de rodillas abriendo los brazos en plan Al Jolson, arrancando afilados riffs a los teclados, puntuando con su armónica la más preciosa aproximación a “Girl from the North Country” que jamás le he oído, trenzándose en verdaderas batallas sónicas con el gran Charlie Sexton (de regreso en la banda y, pienso, el mejor de los muchos mejores guitarristas con los que ha girado), y que volvió a poner de manifiesto, en la práctica, aquello sobre lo que tantas vez ha teorizado: la verdad está en el escenario, los discos son apenas souvenirs de un momento, no hay versiones originales, y en el comedor de Dyland nunca se sirve menú fijo. De este modo, el repertorio fundió sin dificultades a himnos antiguos pero por siempre jóvenes (“Blowin’ in the Wind”, “Rainy Day Women # 12 & 35”, “Just Like a Woman”, “Highway 61 Revisited”, “Ballad of a Thin Man” y “Like a Rolling Stone”) con sorpresas de su edad media (“Watching the River Flood”, “Tangled Up in Blue” y “Señor”) hasta llegar a varias joyas de su último período donde destacaron las avasalladoras “Cold Irons Bound” y “Highwater”. Y enseguida se perdía toda noción de tiempo y espacio, nadie pensaba en cuántos años llevaba y tenía Dylan en el camino y, al lado mío, un chico de unos quince años que lo veía por primera vez y –boca abierta, ojos que se habían olvidado del significado de la palabra párpados– no paraba de repetir: “No puedo creerlo... No puedo creerlo...”.

Yo tampoco.

Y después, poco antes de la medianoche, ese lugar llamado Dyland se fue a otra parte para sólo así poder volver algún día de estos.

Pronto, por favor.

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