CONTRATAPA

El borracho de la casa toma la palabra

 Por Juan Forn

Todo el cuentito de la cárcel de la semana pasada lo escribí porque estaba leyendo a Dovlatov y quería seguir leyéndolo otra semana antes de escribir sobre él. Dovlatov es el gigante de mostacho, impermeable y ojos inyectados en sangre que pasó a saludar a Kurt Vonnegut y es el causante del evidente estado de ebriedad en que se encuentran ambos en la foto. Un par de semanas antes, Vonnegut le había mandado una carta que decía: “Querido Dovlatov, a pesar de que nací en este país, he vivido en él toda mi vida e incluso defendí su bandera en una guerra, nunca logré colocar un cuento en The New Yorker. Tú, en cambio, lo has hecho a sólo dos años de llegar. ¿Pretendes romperme el corazón? Espero mucho de tu pluma. No dejes que este país desperdicie tu talento y ven cuando quieras a visitarme (si traes una botella de buen vodka)”.

Serguei Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser expulsado por indeseable de la URSS. Era indeseable porque no se tomaba nada en serio. Como su compadre y futuro Premio Nobel Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante el deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita Anna Ajmátova. Como Brodsky, moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve). Pero, a diferencia de Brodsky, Dovlatov no tenía publicado un solo libro cuando llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Había estado en brazos de la Pasionaria y del castigado Platonov antes de convertirse en un gigante de dos metros de altura, había intentado estudiar letras en la universidad, pero con ese físico y ese carácter le dijeron que o tractorista o servicio militar. Eligió servicio militar, lo mandaron de guardia a un campo en Siberia: pasó más tiempo como recluso que como carcelero. Intentó ser boxeador, cronista de necrológicas, guía en un museo Pushkin en medio del campo, intentó operar en el mercado negro, intentó casarse, y divorciarse, y lo logró, pero nunca logró terminar un libro en la URSS.

En los doce años siguientes, en cambio, escribió doce, todos igual de cortitos, escritos como contra reloj, descaradamente coloquiales y autobiográficos, y después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante que intentaba en vano llegar al hospital de Queens. Esos doce libritos, que son una “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut) y están “tallados como poemas, línea por línea, con una sintaxis asombrosamente pura y expresiva” (Brodsky), se escribieron de la siguiente manera: la mamá de Dovlatov y su esposa eran las dos correctoras en la URSS, correctoras de las buenas. La mamá inició en el oficio a la esposa: hacía falta dinero en casa y pedírselo a Dovlatov era lo mismo que nada. Lo hizo en realidad porque le vio el ojo, hay gente que nace con eso, es un don natural, y tanto la mamá como la esposa de Dovlatov lo tenían en alto grado: pescaban al instante lo que no sonaba bien, lo que no sonaba verdadero.

Dovlatov recién descubrió el tesoro que tenía en casa cuando se instaló en Queens. Su esposa había emigrado dos años antes, con la hijita de ambos, harta. El no quiso saber nada con irse, le firmó los papeles de divorcio y salió a festejar con los amigos. Pero al verlas partir desde la terraza del aeropuerto de Leningrado se sumergió en un raid etílico que culminó dieciocho meses después, frente a un coronel de la KGB, que le dijo desde el otro lado del escritorio: “Mire las cosas que le escribe a esta mujer, ¿no se da cuenta de que la quiere? Hágame el favor, acá tiene el pasaporte. Deje de hacer papelones y váyase de una vez”. Dovlatov no quiso irse solo, arrastró a la madre con él y fueron los dos a apiñarse a aquel departamento de Queens donde ya vivían su esposa y su hijita. Los primeros seis meses los pasó deprimido en el sofá (“Mis amigos en Rusia eran todos como yo. La falta de éxito oficial se veía compensada con una morbosa satisfacción: fracasar era nuestra manera de derrotar la estupidez que nos rodeaba. Era lo único que sabíamos hacer bien”), hasta que un día se sentó frente a la máquina de escribir y no paró.

Así empieza la verdadera historia de Dovlatov escritor: cuando se queda sin público, sin los amigotes entre los que circulaban de mano en mano sus cuentos invariablemente rechazados por la censura soviética. Cuando los primeros lectores de sus textos pasan a ser su madre y su esposa, y Dovlatov descubre que nunca lo leyeron así, sin dejarle pasar una, y entiende que tiene que pulir a fondo el personaje para que a su nueva audiencia le suene verdadero, para que lo vean como lo ve él. El personaje a pulir, a hacer verdadero, es, por supuesto, él mismo: el borracho de la casa. Cada página que Dovlatov teclea en su máquina va a manos de la madre, luego de la esposa, que se limitan a decir todavía le falta, él putea por lo bajo, les arranca la página de las manos y procede a reescribirla, y así hasta que el borracho de la casa encuentra el registro justo para contar la historia de su vida, de su familia, de sus amigos, de sus correrías y sus planes invariablemente fallidos.

Uno de esos doce libros de Dovlatov se llama La valija y es una metáfora perfecta de todos ellos: la nena encuentra una desvencijada valija rusa en el fondo del ropero. ¿Qué es esto?, pregunta. “Mi pasado”, dice Dovlatov, y procede a sacar cosas de la valija, y cada cosa es un cuentito, una aventura, una desventura: hay un par de borceguíes robados a un KGB, unas medias verdes de Finlandia que usaba como mitones, una chaqueta que fue de Fernand Léger, una camisa de poplin sintético que fue el último regalo que le hizo su esposa, días antes de partir a América. Cuando Dovlatov la llamó dos años después desde Leningrado para anunciarle que iba para allá, su esposa le preguntó por qué. “Porque el coronel dice que te quiero”, le contestó él. Unas páginas más tarde, termina el libro así: “Y cuando mi tiempo haya terminado, me tocará pararme delante de otra puerta, con una valija barata en la mano, y una voz me preguntará: ¿Qué lleva ahí? Y yo la abriré y diré: Miren. Porque hay una razón, hay una razón para que todo libro tenga forma de valija”.

Dovlatov ya estaba muerto cuando la perestroika permitió que sus libros se publicaran en ruso. Se convirtieron en un clásico instantáneo. Los nuevos comediantes en Rusia, los mafiosos, los periodistas, los escritores, los chicos en las calles, las viejas en las cocinas, todos usan frases de él. Los que lo leen creen que lo conocieron. Los que lo conocieron cambiaron sus recuerdos y los repiten tal como los contó Dovlatov. El puso esta advertencia en uno de sus libros: “Sólo inventé los detalles que no son esenciales. De manera que todo parecido entre estos personajes y seres de la realidad es intencional y malicioso, y toda ficcionalización es accidental e involuntaria”. En otro de sus libros lo dice aún mejor: “Cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer(el tercer aspecto es el más interesante para el lector)”.

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