CONTRATAPA

Pecadores y procesiones

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO El pasado viernes por la noche –como venimos haciéndolo desde hace varios días– nos sentamos alrededor de esa fogata fría que es la pantalla de los televisores para ver ese auténtico reality-show que son los revolucionarios disturbios franceses. La furia desatada de los inmigrantes fuera del sistema y del reparto de beneficios. Los autos en llamas, 6600 en dos semanas. Los edificios públicos destruidos. Los comercios saqueados. Las antorchas encendidas, los políticos quemados y los policías cada vez más disfrazados de robocops. Después, por supuesto, los debates y las mesas redondas, y los temblores de “especialistas” y “observadores” de otros países europeos. Todos preguntándose cuánto demorará en saltar la chispa francesa a sus respectivos territorios para responder en voz baja y tocando madera inflamable. En España, se asegura, no ocurrirá algo parecido a corto plazo. Aquí la inmigración es un fenómeno reciente y el tema pasa más por la felicidad de una primera oleada al conseguir los papeles y haber dejado atrás los rigores de la Madrastra Patria que por la feroz frustración de una segunda o tercera generación que pierde los papeles porque no encuentra un lugar donde esos papeles valgan algo. Entonces deciden prenderles fuego. Para quemar.

DOS Sin embargo, por aquí, se señala ya un quiste que puede crecer rápidamente a tumor maligno si no se lo trata a tiempo y es el tema de la educación y el constante aumento de alumnos extranjeros con dificultades para insertarse dentro de un sistema educativo que –así lo prueban y lo reprueban las últimas estadísticas– ha probado ser uno de los peores de Europa. Y también contra eso –contra el que los colegios estatales reserven un cupo fijo a estudiantes de otros países– se protestó el sábado pasado por las calles de Madrid. Pero la verdadera asignatura era otra y tenía que ver con la obligatoriedad curricular o no de la materia de Religión (para sus fans, debilitada por el anteproyecto de la nueva ley orgánica de educación) y con las protestas de padres católicos y con las condenas del Partido Popular y con las “preocupaciones” del Vaticano en cuanto a esta España de Zapatero Anticristo –nación que alguna vez fue un firme y franco y popular bastión católico– como “el problema número uno” entre los varios países occidentales a los que Benedicto XVI compara con “una viña devastada por jabalíes”. Léase: notorio descenso de fieles juveniles, legalización del matrimonio gay, divorcio express o el uso de embriones para la investigación con fines terapéuticos. Algunos prelados locales han ido todavía más lejos y señalaron el agotador y desgastante debate por el Estatut Catalá y las reformas territoriales (que, anuncian las primeras planas con titulares catástrofe, han puesto por primera vez al PP por encima del PSOE en intención de voto desde la llegada de Zapatero al gobierno) como “una puerta abierta al incesto, la poligamia y la poliandria”. Lo cierto es que todo el asunto es increíblemente cansador. Sobre todo cuando se sabe que los colegios católicos y la Iglesia reciben de parte del Estado más de 3 mil millones de euros al año, sin contar el sueldo de los profesores de Religión y el de curas y obispos. Ustedes se preguntarán qué más quieren. Yo también.

TRES Y ante la abundancia de una lluvia que no paraba y la falta de respuesta a la pregunta antes mencionada, decidí hacer desaparecer la realidad del sábado hundiéndome en la irreal –pero tanto más luminosa– oscuridad de un cine. Doble programa. Dos películas contando historias de dos pecadores. Broken Flowers, de Jim Jarmusch, y Match Point, de Woody Allen. Broken Flowers cuenta la historia de Don Johnston (Bill Murray), un casi otoñal Don Juan agotado por su propia y algo sórdida leyenda mujeriega. Uno de esos seres casi sonámbulos que sólo puede interpretar el cada vez más genial y minimalista Bill Murray porque se hace indispensable tener cara de Bill Murray para hacerlos verosímiles y hasta queribles. Broken Flowers quizá sea la road-movie más inercial de la historia, viajando lentamente los kilómetros que llevan a este hombre cansado de una ex amante a otra para intentar develar, sin demasiado entusiasmo, cuál de ellas es la madre de un hijo del que recién ahora, dieciocho años después, tiene noticias. Match Point es una lograda variación de Crímenes y pecados y devuelve a Woody Allen al sitio de honor que le corresponde. Su protagonista es el joven trepador norteamericano Chris Wilton (Jonathan Rhys-Meyers), subiendo de dos en dos y de tres en tres los escalones que lo llevan desde una cancha de tenis como profesor por horas al soberbio penthouse frente al Támesis de un cómodo matrimonio acomodado. Por el camino, adulterio y asesinato y una inquietante reflexión sobre lo que significa nacer con suerte (mala o buena). Los críticos se han llenado la boca repitiendo una y otra vez el apellido Dostoievsky –porque Allen, en el que acaso sea el único momento torpe del film, muestra la portada de Crimen y castigo–, pero la cosa está mucho más cerca de Henry James o de Patricia Highsmith. Broken Flowers y Match Point tienen finales muy felices o finales muy tristes según del lado en que uno quiera ponerse o, mejor dicho, según del lado en que uno ya está por más que no se haya dado cuenta de cuándo fue que lo eligió, por más que nunca le hayan explicado que esa elección era para siempre.

CUATRO Todo esto para decir que salí del cine feliz de haber visto dos buenas películas en una sola tarde (lo que no suele ocurrir muy seguido) y triste de saber que vivimos en un mundo donde Dios no juega a los dados, sino a la ruleta rusa.
Seguía lloviendo, pero ya no quedaban películas aunque sí noticieros. Así, al caer la tarde, fui testigo una vez más del santo milagro de la multiplicación de los asistentes a una manifestación: El País calculaba en 375 mil el número de personas asistentes a la marcha madrileña en contra de la reforma educativa; la Delegación del Gobierno contó hasta 407 mil (el triple de asistentes que en la protesta contra el matrimonio homosexual); y los convocantes se jugaron con 2 millones. Alguna vez, quién sabe, todos alcanzarán el aleluya de un mismo resultado. Pero todavía no.
Por la noche, puntual, volvió a abrirse la temporada de caza al automóvil francés.

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