Domingo, 25 de octubre de 2009 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Fernando D´addario
La batalla política que se desarrolla alrededor del “caso Maradona” obliga a replantear viejas dicotomías. No se recomienda descartarlas, porque siempre sirven como marco de referencia. Hasta ahora, la antinomia que durante un cuarto de siglo dividió al país futbolero entre menottistas y bilardistas se había dirimido en términos deportivo-culturales. Cada uno de estos bandos expresaba un gusto futbolístico que era subsidiario, en la mayoría de los casos, de una manera de ver la vida. Se hablaba, en definitiva, de izquierda y de derecha en el fútbol, una polaridad imposible de zanjar en estas líneas. Pero con Maradona se cayó el Muro de Berlín. Para entender de qué va la cosa hoy con Diego hay que escarbar en los escombros de aquella Guerra Fría. Los que quieren encolumnarse rápido tienen una primera dificultad: no se sabe, aún, a qué juega esta Selección. Lo que se vio en los últimos partidos fueron movimientos espasmódicos, manotazos de ahogado y soluciones desesperadas para zafar de una coyuntura difícil. Nada que se parezca a una filosofía futbolística. Como Diego no tiene casi antecedentes como técnico, tampoco hay una historia que sirva de aval para vislumbrar, en uno u otro sentido, un esquema de juego. Sólo se intuye que lo que anda agazapado detrás podría ser aún peor.
Pero hay otro problema a la hora de tomar partido a favor o en contra de esta volcánica “era Maradona”: la volatilidad ideológica de casi todos los protagonistas de esta historia. Donde antes se discutían convicciones (futbolísticas y de las otras) hoy se ponen en juego posicionamientos políticos fluctuantes y fidelidades evanescentes. El fútbol ha quedado atrapado en una maraña de intereses que exceden largamente el planteamiento táctico de un partido y la verba descontrolada de un ídolo. Esta complejidad obliga a separar los tantos, a despejar el terreno para dejar asomar otros matices.
Así, con los datos empíricos a mano, tal vez haya que admitir que Maradona no es el mejor DT para esta Selección. Acaso deba reconocerse que, además, es un impresentable en términos de corrección y buenos modales. Pero a despecho de este doble déficit y de las simpatías o antipatías personales que genera, es la mirada política la que urde finalmente las complicidades y los alineamientos. Sólo desde la política puede pensarse, entonces, que más allá de sus carencias y sus desbordes psicológicos, sea necesario bancar a Diego hasta el Mundial. La catadura de sus enemigos eventuales se ha convertido en su sostén más sólido, del mismo modo que muchos de sus amigos/periodistas (amparados más en el cholulismo mediático que en un compromiso ideológico y, por lo tanto, mucho menos peligrosos) no lo ayudan mucho cada vez que le tiran un centro. Detrás de los críticos –-tanto del funcionamiento del seleccionado como del tono que utilizó Diego para sus solicitudes de sexo oral–, hay tipos que ven bien el fútbol, buenas conciencias ofendidas en su pudor, y también muchas alimañas que huelen la sangre de otros “jugadores”.
En esta guerra que incluye a demasiados personajes protagónicos –el Gobierno, los grupos Clarín y América, Daniel Vila en su doble rol de magnate mediático y dirigente de fútbol con aspiraciones de poder, Carlos Bilardo y su presunto serrucho para voltear a alguien, no se sabe si a Diego o a Grondona, o a los dos– Maradona termina siendo (Dios nos asista) el garante para la estabilidad de este barco. En rigor, es un bote precario, que cambió de ruta sobre la marcha y dejó a varios náufragos en el camino. Estos empujones entre timoneles con rico pedigree (en materia de piratería) no responden al cruce de ideas inconciliables, sino a los vaivenes de un pragmatismo salvaje.
Es el pragmatismo también el que lleva a taparse la nariz a la hora de elegir a Don Julio, el ferretero de Sarandí, como el “mal menor” en una puja donde no hay carmelitas descalzas. A veces, cuando hay tantas cosas en juego (y donde el “juego” es precisamente lo que menos importa) no queda otra que tragarse un par de sapos: el de Diego, que nos lleva de milagro a Su-dáfrica y quién sabe qué otras sorpresas nos regalará en el camino; el de Grondona, el dirigente que después de treinta años descubrió que el fútbol es para todos. Lo que pasa es que los otros sapos ya probaron ser aún más indigestos.
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