DIALOGOS › ALICIA DUJOVNE ORTIZ HABLA DE SU úLTIMA NOVELA, LA MUñECA RUSA

La heroína del amor y el espionaje

Aunque no suene creíble, Alicia Dujovne Ortiz dice que no tiene imaginación. Y que necesita hurgar en la historia para escribir. Eso vuelve a hacer en su reciente libro, una investigación sobre un personaje histórico: una espía soviética española enviada a Montevideo a casarse con un escritor para vincularse con la sociedad uruguaya. Una pintura del heroísmo, la astucia y el sufrimiento femeninos.

 Por Mario Wainfeld

–¿Por qué hacer novelas sobre personajes reales? ¿No basta la ficción para escribir?

–Para mí, no. Porque no tengo imaginación, cuando me siento a imaginar una trama me sale muy ridícula. Así hay que aprender a conocer tu territorio y trabajar con éste, no con el que no te sale. Me cuentan una historia y eso me dispara no sólo el placer de escribir, sino el placer de hurgar, de buscar en los hechos lo que hay detrás. Mi escritura es hedonista, me divierto mucho escribiendo, pero si antes me he divertido viendo qué hay detrás de las cosas ¿para qué privarse de un placer más?

–El personaje central de La muñeca rusa, su reciente novela, es una española. Se llamó Africa, que luchó en la Guerra Civil, que después fue a la Rusia soviética y vino a parar más adelante a Uruguay. ¿Cómo se enteró de esa historia insólita?

–Estoy en Montevideo trabajando en la biografía de mi padre (El camarada Carlos, su libro anterior), que había sido enviado por el buró de la Internacional Sindical roja como agente de agitación sindical a Montevideo. Como una derivación lógica de esa historia, me entero de que había una mujer enviada por el KGB a Uruguay para crear, durante la Guerra Fría, una red de espionaje en Montevideo. Una novela se desprendía de una biografía, me sentía cómoda en ese tema. No soy una especialista en el tema soviético, pero lo tengo en las vísceras desde que nací. Había ido a Moscú a hurgar archivos por lo de mi padre. Además, todo es novelesco. Una heroica andaluza que los rusos captan... ¿se dice “captan”?...

–No sé, pero “afiliar” no se debe decir.

–...la transforman en una agente extraordinaria, que aprende radiocomunicación, la mandan de secretaria de Trotsky a México a hacer los planos de la casa, para que lo asesinen. Después es enviada a París a levantarse a (el escritor uruguayo) Felisberto Hernández... me parece que es la novela ideal, en todo caso para mí.

–¿Por qué?

–Me considero de varias identidades, vivo de manera muy agitanada, todo lo que sucede en un lugar solo o con una sola identidad no me va. Alguien que va de un continente a otro y que tiene varias identidades me va completamente.

–Africa se ganó la confianza de Trotsky, para que lo mataran. Luego seduce a Felisberto para armar una red de espionaje, por así decirlo, con base en su sociedad conyugal. ¿Cómo imaginó ese personaje? Lo primero que se supondría es una máquina de matar, una James Bond femenina.

–Por instinto, nunca la vi como una máquina de matar, sino como alguien entrenado a fondo para matar pero que no me despertaba horror. Después me di cuenta de que me podía despertar simpatía, aun dentro de esos horrores. Cuando fui a Montevideo, hablé con toda la gente que la había conocido, que era mucha (ella vivió ahí desde 1949 hasta los años ’60): todos la querían mucho. Los uruguayos me decían “fuimos sus amigos, fue como la abuela de nuestros hijos, no nos consideramos traicionados, creemos que era realmente nuestra amiga. Simplemente fue fiel a dos cosas distintas”. Montevideo le dio algo distinto, un círculo de amigos que no había tenido ni en la Guerra Civil ni en Moscú, contacto con un tipo de humanidad (esto lo digo yo) más cordial, le gustamos mucho. También fue fiel a la Unión Soviética hasta el último día de su vida.

–Volvamos atrás. Un jefe, del que ya hablaremos, le ordena conquistar a Felisberto Hernández, que por aquel entonces es un uruguayo anclao en París, como diría un tango.

–A Felisberto Hernández, que estaba comenzando a escribir, le consiguen una beca en París. A alguien en el KGB se le ocurre “tenemos que mandar a Africa de las Heras a Montevideo con una cobertura muy creíble”. Africa estaba bastante bien: era linda, tenía 40 años. “Pues, que se case con Hernández, un anticomunista conocido, nadie va a pensar que su mujer es una espía soviética.” Por otro lado, Montevideo era un lugar ideal, nadie sospechaba esas cosas. La manda a que lo levante, Africa lo hace con una facilidad absoluta, él no era muy difícil, era un muchacho disponible. Ella se presenta como una modista española, más o menos culta...

–Africa hace un cálculo para elegir ese perfil...

–Ella hace un cálculo, sabía que él estaba harto de las mujeres cultas. Como sabía coser (había aprendido de chica, en un colegio religioso) construye un personaje, así como había construido el de la secretaria perfecta con Trotsky. Encara una doble vida, durante veinte años. Con Felisberto no era tan difícil, estaba en otra. Llega como espía a Uruguay.

–Con tantos lugares para dedicarse al espionaje en plena Guerra Fría ¿por qué Uruguay? No parece el sitio más adecuado.

–Yo espiaría a Perón. Pero ella necesitaba conseguir verdaderos pasaportes uruguayos para los topos, los espías soviéticos que “dormían” en Montevideo, para que pasaran como uruguayos (aunque tuvieran acento raro) a Estados Unidos, para hacer sabotaje atómico. Y lo consigue...

–Es una tarea pensada para varios. Africa comienza seduciendo a su futuro esposo, con su cuerpo. También dándole de comer...

–El está muerto de hambre en París con una beca francesa amarreta, ella le cocina papas fritas a la española, “cortadas en rodajas” (imita el acento sevillano). El, chocho. La cosa dura menos de dos años, durante los cuales ella empieza a armar su red. En dos años, Felisberto deja de serle útil, se divorcian. Africa no se vincula con el Partido Comunista, que no tenía que saber nada de lo que ella hacía. Felisberto muere sin saber que fue el pato de la boda. Las escenas que uno puede imaginar a partir de esa realidad... Esa mujer, con una máquina Singer en la casa, teniendo debajo los aparatos de radiocomunicación. Y Felisberto entrando de improviso, alucinado como siempre, mirando sin ver el transmisor que ella no atina a tapar con una pollera. E imaginando que los ruidos raros que oye (los silbidos de las transmisiones) son radionovelas que Africa escucha porque es una bruta. Hasta investigué cómo son esos aparatos, necesitaba verlos y oírlos. Después de divorciarse, para su desgracia, le mandan un marido espía porque una mujer sola, no va. Le mandan un “tano” muy educado.

–Hasta ahí hay información verificable que usted mecha con incidentes que va imaginando. Pero usted agrega un personaje que no existió, el jefe de Africa. Ese lo inventó.

–Es un personaje necesario. Me pregunto “¿a quién se le ocurrió esa idea?” Es un novelista, fracasado o no. La persona que imaginó eso calibró los personajes, la cosa resultó. Invento al personaje, lo hago judío porque muchos espías lo eran. Es un flaquito tímido de anteojos, que la conoció en la Guerra Civil, se enamoró pero la considera un hembrón inaccesible. Se la confían para entrenarla, no se ven, él escribe un diario, es una necesidad de la novela. No sólo no puedo inventar una trama, tampoco entiendo quién es el narrador omnisciente, Dios no me va. Me pego a un personaje, en este caso me pego a Africa (que habla en español), me pego a Felisberto (que escribo “en rioplatense”) y me pego a éste, que usa en su diario un español correcto. Para completar, es un semiótico a quien por casualidad (invento) le llegan los primeros cuentos de Felisberto, rarísimos. Finalmente no se sabe si está enamorado de Africa, de Felisberto, armó una especie de ménage à trois...

–Africa cumple con su organización, pero tiene sus emociones y sus pasiones, no es un robot.

–Lo sé por gente que estuvo con ella en la Guerra Civil, era una mujer muy mujer, muy libre sexualmente. Hasta que entra en el KGB, donde le indican hasta quién tiene que ser su amante. Además, ella ha perdido un hijo en la Guerra Civil, una historia terrible. Lo dejó con su familia, catolicona de Ceuta, de militares. La acusan de roja, de prostituta... se lo lleva a la guerra, el chico muere. Ella tiene una quemazón por dentro, culpa. Además, no la vi como un robot en las fotos, le veía la cara, la sonrisa, la manera de inclinar la cabecita... todos los personajes de esta historia me caen bien. Cuando veo que se convierte en la abuela de los chicos de sus amigos, se muere por traerles caramelos... ahí me encariño con ella, sin dejar de ser despiadada.

–Hay otra mujer importante en el relato, la madre de Ramón Mercader, que también pierde un hijo en la guerra.

–Primero pierde ese hijo y después ella arriesga a Ramón para que asesine a Trotsky. Africa la conoce en Barcelona, Caridad Mercader la ve heroica, bailando entre las balas y ella es la que la capta. Las dos vienen de familias católicas y entran al comunismo como quien podría haber entrado a un convento, con un fanatismo absoluto. Al final, Caridad vive en París, con su hijo preso en México. Está en un sucucho, absolutamente decepcionada y aullando de rabia. “Me han usado, he tenido que matar”, trata de convencer a Africa para que deje al KGB. Africa no la quiere entender, se encierra, imperturbable. Tiene la suerte de morir un año antes de la caída del Muro de Berlín, ahí en la última foto ya no me gusta. Ya no tuerce la cabecita, no sonríe, es una especie de orden de Lenin encarnada en mujer, con el pecho lleno de condecoraciones, la boca apretada. Sin embargo, cada noche sigue llorando por Felisberto.

–No cuente toda la novela, pero digamos algo más sobre la protagonista. Le comento, en confidencia, que me impresiona más que una persona (una mujer en especial) se case con un hombre al que no quiere para servir a una causa política que su disposición a matar por ella.

–Es impresionante. Se casa dos veces, hasta donde yo sé. Es una forma de prostitución, si se quiere, por motivos religiosos. Uno está más acostumbrado al espía que seduce a una secretaria...

–O una mujer, como la que le sacó información al inglés lord Profumo.

–Por eso me interesó la vida cotidiana, ella cocinándole en alpargatas. A él le revienta el sonido de la goma cuando sube a la terraza para mandar mensajes haciendo que cuelga la ropa. Sin ternura de una parte ni de otra. Felisberto era bastante incapaz de amor, se casó como cinco o seis veces. Me imagino la relación con ese otro esposo, el tano que era adorable... pero estaba con él por obligación. Al tano le gustaban también los chicos... Son seres humanos.

–Vayamos a su padre, Carlos Dujovne, tuvo fe, tuvo militancia y compromiso con la Unión Soviética... de pronto perdió esa fe. Usted lo vio, lo investigó años más tarde, lo escribió.

–Por eso entiendo estas historias. Entiendo qué es entrar al comunismo como en una iglesia. Mi padre entró en una red clandestina que le impedía tener una vida propia, porque lo eliminó de mi casa. Como Africa o como Caridad, sólo que ellas estaban en una red de espionaje. Y entiendo el derrumbe de la fe. Mi padre la perdió cuando paró de actuar, cuando estuvo preso dos años en Neuquén. Alguien que ha entrado en el PC a los 14 años es muy difícil que se abra al mundo. El, por fidelidad, había jurado no abrir la boca. En Moscú encontré su juramento, escrito en cirílico, de guardar en secreto sus actividades. Las guardó hasta para su mujer y su hija. Cuando lo investigué encontré cosas que ni mi madre supo. Se murió en el ’ 73, se había ido del Partido en el ’45. Era un hombre eufórico, optimista con mi escritura y la de madre... pero vencido.

–¿Usted tuvo, en su vida, una fe similar?

–No, no pude, es como si hubiera nacido vacunada. Lo hubiera deseado: creérmela y después sufrir la decepción de mi generación. Gozar de la fe, de la utopía de mis amigos del ERP o de Montoneros. Pero lo viví por interpósita persona. Me resultaba imposible porque, de alguna manera, me la veía venir. A la vejez, viruela: me interesa el tema social, prioritariamente en la Argentina. El resto de mi vida, como Felisberto, estuve en otra. No me pregunte en cuál.

–¿Ahora que está preparando?

–Una novela que no le contaré. Y también una investigación sobre un chico, Diego Duarte, recién llegado de Formosa, todavía no había fumado un paco. Va a cirujear a una colina del Ceamse, donde los policías prohíben que se cirujee porque cirujean ellos. Viene la policía escoltando el camión de basura. Su hermano se esconde, él se queda paralizado. Un policía dice “tapalo con basura a este negro hijo de puta”. Efectivamente lo tapan, aparece 24 horas después, muerto. El juicio, naturalmente, está parado. Quiero investigar qué pasó, por qué se vinieron de Formosa... tengo un Virgilio, un cartonero estrella que me guía. Voy a hacer una especie de panorama periodístico “¿Quién mató a Diego Duarte?”. Tengo muchas historias, cuanto más vieja me pongo, más laburo.

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Imagen: Gustavo Mujica
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