Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Mario Rapoport *
Cualquiera sea la forma en que se la llame lo que se ha producido en la Argentina es una fuerte devaluación del peso (no las minidevaluaciones que veníamos teniendo) y este enfoque extremo ya ha sido vivido muchas veces por la mayoría de los argentinos y figura entre sus recuerdos menos felices. La teoría ortodoxa señala que las devaluaciones, cuando hay problemas en las cuentas externas conducen a reducirlos y a expandir la actividad económica. Para los partidarios de los efectos expansivos de una devaluación, esto resulta no sólo por una mejora en la balanza comercial sino también por un impulso a la producción interior al abaratar los bienes producidos locamente permitiendo sustituir importaciones. Pero este no ha sido el caso de la Argentina, como lo hemos demostrado muchas veces y como lo expone con claridad una tesis de licenciatura presentada en la FCE de la UBA por Pablo Wahren.
Wahren señala que economistas como Krugman y Taylor han mostrado los efectos contractivos de las devaluaciones. En forma independiente de sus resultados sobre la balanza comercial, la devaluación encarece en la moneda nacional los bienes exportados e importados, los salarios reales se contraen debido a la inflación y todo ello produce un reparto negativo de los ingresos en favor de los capitalistas y una caída de la demanda agregada y de la actividad económica.
Como lo muestra además nuestra historia económica y lo refrendan prestigiosos autores como Díaz Alejandro, Oscar Braun, Leonard Joy y Marcelo Diamand, las devaluaciones han sido por lo general de este último tipo y han afectado sobre todo la distribución de los ingresos. A diferencia de otros países donde la matriz productiva es fundamentalmente industrial y eso le permite competir mejor con sus productos en el mundo (además de defender con políticas proteccionistas su más débil sector agropecuario, como Estados Unidos y Europa) en la Argentina el sector primario exportador, siempre competitivo a nivel internacional, es el que genera nuestras divisas, mientras que el demandante de divisas es el sector industrial no competitivo y que en realidad hay que proteger para su desarrollo. Según lo ha estudiado Julio Olivera la oferta de exportaciones es por lo general muy inelástica a las variaciones del tipo de cambio y, a su vez, los productos manufacturados están tan alejados del nivel internacional que es prácticamente imposible que una fuerte devaluación produzca un aumento de sus exportaciones. Y aunque en esos períodos las exportaciones crecieron y las importaciones se redujeron y los mayores saldos comerciales positivos pudieron haber estimulado la actividad económica, en todos los casos históricos que mencionamos, como veremos más adelante, esa actividad se contrajo.
De modo que las devaluaciones no han influido en el mejoramiento de la economía aunque han producido profundos efectos negativos y también formidables transferencias de ingresos.
La secuencia real es la siguiente: una devaluación genera una dinámica inflacionaria (o la agudiza si esta ya está en curso) que tiene efectos redistributivos negativos y produce severas recesiones. Los grandes beneficiados son los exportadores y las grandes corporaciones transnacionales o nacionales mientras caen los salarios reales, el valor de las jubilaciones y de otros sectores de ingresos fijos. Disminuye la actividad industrial, el empleo y la demanda doméstica y queda afectado el mercado interno. Caen las importaciones porque se encarecen los productos importados y aun así terminan desplazando a los nacionales que aumentan aun más (ellos también requieren bienes importados para su producción).
La cuestión se agrava porque la conducta de aquellos que ahora disponen del libre acceso al mercado de divisas (que no son los trabajadores ni la mayor parte de la clase media que podrían estar en condiciones de adquirir 500 dólares por mes) pueden llegar a comprar hasta dos millones de dólares diarios, y luego parte de ellos guardarlos o fugarlos del país, como ha ocurrido en el pasado (tenemos el caso reciente del HSBC). Esto aumenta aun más la contracción de la economía y los efectos recesivos y obliga a volver a endeudarnos y a caer nuevamente en crisis como las del 2001. Tenemos que tener en cuenta, por otro lado, que esta devaluación es en gran parte producto de la crisis de la economía mundial del 2008, de la que todavía no se salió y que la recuperación no depende sólo de las medidas internas que se tomen sino de cómo sale el mundo de esa crisis que lo tiene atrapado y afecta a Europa, China, Brasil y la mayoría de los países del mundo (nosotros entre ellos) y se agrava ahora con la caída del precio de las commodities y con el aumento de las tasas de interés en Estados Unidos, que afectarán las deudas asumidas y el nuevo endeudamiento a tomar (para no hablar de los fondos buitre).
Si las devaluaciones han sido una constante en la historia argentina desde la época del modelo agroexportador, ya con el proceso de industrialización en marcha, a mediados del siglo XX, las grandes devaluaciones siempre tendieron a favorecer al sector agropecuario, provocaron fuertes inflaciones, deterioraron los ingresos de los trabajadores y provocaron procesos recesivos. Las de 1958, 1962 y 1975 estaban vinculadas sobre todo a resolver crisis de la balanza comercial; las de 1981, 1989 y 2002 fueron devaluaciones financieras vinculadas fundamentalmente al endeudamiento externo.
Todos esos planes tuvieron fuertes impactos inflacionarios, mayores aun que lo que indican las cifras oficiales y Wahren lo mide con un indicador incontrovertible: el cociente entre el incremento de precios y el incremento del tipo de cambio que indica siempre una devaluación nominal mucho mayor que la real (es decir un aumento de precios mayor que el que debería producir el aumento del tipo de cambio real). Por otro lado, todas esas experiencias terminaron con caída del PBI, o en el mejor de los casos con un crecimiento nulo.
Las altas tasas de pobreza, la caída del empleo y la distribución negativa de los ingresos fueron las principales características de esas devaluaciones, y a partir de la instauración plena de un modelo rentístico-financiero, esto fue acompañado por un profundo proceso de desindustrialización e, incluso, durante la dictadura militar con una reducción directa de los salarios nominales.
Es decir que la devaluación debe sincerarse. Se busca más de lo que se pretende con esa medida. No se quiere una simple devaluación competitiva. Como lo han demostrado todos los ejemplos su fundamento es una fuerte transferencia de ingresos hacia los sectores agroexportadores y de las grandes corporaciones, que buscan además del beneficio directo de sus mayores ingresos, rebajar el salario real, incrementar el desempleo (lo que crea una interesante mano de obra desocupada potencialmente más barata), ligar sus políticas en forma más estrecha a un organismo internacional cuyas directivas son siempre las mismas: devaluación y ajuste.
* Profesor emérito de la UBA. Director de la Maestría en Historia Económica.
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