EL MUNDO

La edad del cambio

Obama tiene más de dos meses de espera, con la curiosa situación de mostrarse enérgico y decidido pero sin capacidad de tomar decisiones. Pueden ser unas semanas que ayuden a decantar el entusiasmo y ver con realismo qué puede hacer ante la peor crisis en muchos, muchos años.

 Por Ernesto Semán

Desde Nueva York

El viernes a las dos de la tarde, mientras Barack Obama daba su primera conferencia de prensa como presidente electo, la cola frente al Pierre Hotel de Manhattan era de ochocientas personas. La fila daba la vuelta por la Quinta Avenida, se extendía por la calle 61, se alejaba del Central Park: por la mañana, los diarios habían publicado un aviso anunciando la reapertura del hotel y la búsqueda de nuevos empleados. Las filas de desocupados buscando trabajo, que ya son comunes en el resto de Estados Unidos, finalmente llegaron a Nueva York.

Colas de gente buscando trabajo, filas de gente esperando votar; la analogía entre las hileras del viernes y las del martes no deja de ser, por fácil, reveladora. Sobre todo si a Obama le tocó hablar el mismo día en que se anunció el índice de desempleo más alto de los últimos catorce años, con el agregado de que las cifras del ’94 marcaron el punto final de la recesión, mientras que éstas son apenas el saludo de bienvenida.

De acá hasta el 20 de enero es más que probable que Estados Unidos vea muchas más colas de desempleados buscando trabajo, al mismo tiempo que la excitación de las colas de votantes vaya cediendo hacia una expectativa más pragmática: no tanto sobre los resultados de las políticas de Obama que tardarán años en producirse, pero sí al menos sobre cuáles serán esas políticas. Todo lo cual lo deja al por ahora senador en la curiosa posición de mostrar energía y capacidad de decisión durante un tiempo en el que no podrá ejercer de forma efectiva ninguna de las dos cosas. La conferencia de prensa del viernes fue el primer tanteo de ese malabarismo.

Claro que los carteles, prendedores y remeras de Obama siguen en la calle y parecen multiplicarse a cada hora, su autobiografía desaparece de las cadenas de librerías al ritmo de Harry Potter y los medios encuentran a cada segundo un elogio nuevo para hacerle. Con excepciones como la del diario Rockdale Citizen de Georgia, que informó sobre el triunfo de Obama con un título pequeño escondido al fondo de la tapa, debajo de una denuncia sobre la enésima mordida de un rottweiler.

En cualquier caso, en la brecha de estos meses decantará el entusiasmo pasajero, dejando al descubierto los cambios más profundos que pocos alcanzan a describir, sobre todo teniendo en cuenta que alguien de la edad de Obama nunca vivió en su vida adulta un clima de agitación de la vida pública como el actual. La chatura analítica va bien atrás de lo que sucede, sea bajo la grandilocuencia celebratoria de los medios y su fijación en lo negro e histórico del momento, sea bajo la mayor banalidad de que acá no ha cambiado nada. Entre las cosas que sí han pasado, basta enumerar: la primera vez que, en décadas, un candidato que hace pie en la defensa del individuo y el mercado pierde la elección; la derrota no sólo de la versión patológica del conservadurismo sino también la de sus formas más moderadas; la reducción del Partido Republicano a una foto que generacional, cultural y racialmente tiende a anquilosarse; el inusual rol secundario que la seguridad nacional terminó por tener en la campaña; el corrimiento del centro político desde la derecha hacia formas similares a las del resto del mundo; la victoria de una campaña que ligó la idea de igualdad a formas concretas de intervención pública; el retorno de formas de movilización callejera; la participación política inédita; un recambio generacional y cultural que se llevó por delante no sólo a John McCain sino a buena parte de las tradiciones más sectarias de la izquierda. Lo que cambió fue el desplazamiento del movimiento neoconservador que marcó a Estados Unidos y al mundo, a manos de un pensamiento liberal progresista con un fuerte acento en la inclusión social que viene germinando desde hace años y que hoy tiene una puesta a prueba.

Lo que Obama quiera, sepa y pueda hacer con ese cambio es lo que empieza ahora. En su primera conferencia de prensa habló de actuar “y actuar rápidamente” en relación a las políticas de reactivación de la economía. Era un eco de las frases originales de Franklin Delano Roosevelt durante su discurso de asunción: “Necesitamos acción, y necesitamos acción ahora”. Roosevelt maniobró la transición más o menos en el limbo, y al asumir lanzó quince proyectos de ley que cambiaron para siempre a la sociedad y el Estado norteamericanos y que hoy se conocen como el New Deal. Como a FDR, a Obama lo acompaña el beneficio relativo de la incapacidad de su predecesor, su pérdida absoluta de popularidad y su insistencia en la ayuda financiera a los bancos por sobre la atención a las víctimas de su caída. Pero a diferencia de Obama, a Roosevelt lo presionaba una situación social infinitamente peor, el cuádruple de inflación y un clima de final de época que lo llevó a reflexionar frente a un asesor: “No hay forma de que no pase a la historia: si las cosas me salen bien, como el presidente más importante de los Estados Unidos. Y si me salen mal, como el último”.

El viernes, la gestualidad calma, la troupe que colocó entre sus espaldas y las banderas norteamericanas, y su discurso aferrado a impulsar cuanto antes el paquete de estímulo económico le permitieron a Obama distraerse, mostrar una conexión algo más espontánea con la opinión pública, masajear las tensiones implícitas y explícitas que la cuestión racial tuvo en estos meses, y también ser todo lo ambiguo posible a la hora de hacer algún anuncio o comprometerse a cualquier responsabilidad sobre lo que suceda hasta el 20 de enero.

Detrás suyo, se desplegaba una galería de personajes cuya única función ahí era lo que Chacho Alvarez repetía (y repetía y repetía) como “una señal a los mercados”. Con la diferencia de que las señales del presidente electo son deliberadamente complejas. Si Obama se paró el viernes detrás del cartel “The Office of the President Elect” fue para asegurar que entre el final de la campaña y el comienzo de su gobierno la crisis seguirá estando en el centro y que el hecho de que Estados Unidos “enfrenta los desafíos económicos más grandes de nuestras vidas” terminará por ser el centro de su gobierno y de la vida de los norteamericanos por muchos años. Eso explica la variedad de financistas, economistas y viejos aliados de Clinton en Wall Street paraditos detrás suyo.

Pero además de la presencia de otros como Jennifer Granholm –la gobernadora de Michigan que lidia con la crisis actual de la industria automotriz– a nadie en la política norteamericana se le escapó la imagen de otros dos personajes: David Bonior y Robert Reich. Bonior es diputado por Michigan, fue un duro crítico de Clinton y Bush por sus políticas de libre comercio, en las primarias acompañó a John Edwards (cuyas propuestas económicas llevaron la acusación universal de populista), fue uno de los que criticó en público la invasión a Irak y tiene una pública y fluida relación con los sindicatos, en un país en donde los medios de comunicación sólo hablan de gremios con mala cara y a condición de agregar unas líneas más abajo la frase peyorativa “grupos de interés”. Reich fue secretario de Trabajo de Clinton durante los primeros dos años y es uno de los más enérgicos defensores de la intervención del Estado en el mercado de trabajo, del estímulo a la reconversión industrial financiando la reconversión de la masa laboral y de la necesidad de limitar los tratados de libre comercio. En un país que se corrió tanto a la derecha, que Obama dijera el viernes que quería controlar cómo se usarían los 700 mil millones de dólares del salvataje financiero sonó tan fuerte como ver a Bonior y a Reich parados a su lado.

Lo que pasará en estos meses es lo que muchos llaman la definición del “espíritu de Obama”. Los mitos que quedaron atrás el martes dejan un terreno yermo por el cual transita Obama como cara visible de esa ruptura, pero también como una especie de carguero para depositar ahí distintas explicaciones sobre lo que está pasando que legitimen lo que tendría que pasar. Los medios más tradicionales y conservadores hacen en público lo que asesores y financistas murmuran en los oídos de Obama: la necesidad de ir despacio, la prioridad de calmar a los mercados, la exaltación de haber elegido al primer presidente negro como un fin en sí mismo que agota las potencialidades futuras del presidente aun antes de haber asumido.

En apariencia, hay un margen muy fino entre la calma que se transformó en un signo de Obama y el gradualismo que emerge como forma de orientar el sentido de su triunfo. Si el presidente electo cree que una estrategia de compromiso le permite llegar a la elección legislativa del 2010 sin demasiados moretones, escuchará más esos consejos.

El camino menos ortodoxo (aun si recoge apoyos como el de Larry Summers, uno de los candidatos a la Secretaría del Tesoro) implica una intervención rápida, un alto nivel de conflicto y una enorme exposición pública para argumentar en favor del nuevo rumbo. Implica que el gobierno incremente su déficit de corto plazo para lanzar programas de reactivación del consumo mediante reducciones impositivas, frenar la ejecución de viviendas hipotecadas, rearmar políticas sociales desarticuladas hace una década y lanzar planes de inversión en infraestructura pública.

En las versiones precarias de ese paradigma renovado, el déficit fiscal de corto plazo no sólo es tolerable sino que es una necesidad para revertir el ciclo recesivo, y su dimensión no es tan grande en relación al que ya tiene acumulado Estados Unidos. Pero una salida de este tipo tendrá formidables enemigos y requiere de una permanente lucha política en la vida pública. Y en cualquier caso, los frutos tardarían en llegar mucho más tiempo que las críticas: más allá de la especulación de opositores y adherentes, es casi un hecho que Obama deberá presidir una economía en recesión y que durante un tiempo los índices de desempleo serán más altos durante su gobierno que durante el de su predecesor. Eso requerirá de su parte de enormes dosis de exposición. Si algo estuvo en el centro del éxito económico de Roosevelt fue su extraordinaria capacidad argumentativa, las reiteradas oportunidades en las que tuvo que recurrir a ella a lo largo del tiempo, y lo mal que la pasó durante mucho tiempo: para crear consenso antes de renovar el congreso en el ’34, para lograr que la gente volviera a depositar sus fondos en los bancos poco después de asumir, o para contener el verdadero odio que sus otrora colegas de la elite norteamericana desarrollaron de inmediato.

Anoche en Nueva York, Roy Jones Jr. trataba de demoler a trompadas a Joe Calzaghe en un estadio repleto. Jones había celebrado el martes el resultado de las elecciones con lágrimas en los ojos. Anoche le dedicaba la pelea al futuro presidente, en una de las miles de formas en las que la figura de Obama continúa acaparando la atención y expandiendo su presencia. Los golpes que ayer volaban en el ring del Madison Square Garden no son nada comparados con las que Obama tendrá que dar y recibir para mantener su liderazgo, engrosar las filas de votantes para cuando lo necesite y reducir las colas de desempleados en los años que vienen.

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