EL MUNDO › COMO EL EJERCITO COLOMBIANO EMPIEZA A COMBATIR EN LAS CIUDADES

Guerra casa por casa en Comuna 13

Desde el miércoles, el Ejército colombiano intenta reconquistar Comuna 13, un morro disputado entre guerrilleros y paramilitares en Medellín. Esta es una crónica de cómo se vive y se muere allí.

Por Pilar Lozano
Desde Medellín

Como todas las personas que a primera hora de la tarde de ayer se agolpaban al lado de la Unidad Intermedia de Salud de San Javier, María se acercó curiosa a una camioneta que llegaba de “arriba” con un nuevo herido de la guerra que se libra en la Comuna 13 de Medellín. Su grito desgarrador de “mamá” conmovió a todos. María esperaba, como muchos, que apaciguara el traqueteo de los disparos para subir loma arriba a su casa. Ya son 15 personas muertas y más de 40 heridos –la mayoría civiles–, que deja esta ofensiva militar para recuperar los barrios que se disputan guerrilla y paramilitares, y que parece delinear la nueva dimensión urbana que está tomando el conflicto..
La Operación Orión se inició el miércoles por orden del presidente colombiano Alvaro Uribe, y según la ministra de Defensa Martha Lucia Ramírez –que estuvo el jueves en la ciudad de Medellín encabezando junto al presidente un consejo de seguridad– “en una semana termina la etapa de allanamiento y registro” y empezará una etapa de acción social. Más de 3000 efectivos del Ejército, policía y organismos de control están ocupando, poco a poco, las calles y laberintos de estos barrios. Basta permanecer unas horas en este centro de salud situado justo en “la curva del encuentro”, donde parten las calles empinadas hacia los “barrios de arriba”, para vivir el drama de las personas que habitan este deprimido sector. Una mujer joven sale del centro, con dos vendajes en las piernas: una bala impactó a pocos centímetros de sus pies cuando realizaba labores domésticas. Apoyada en el hombro de su marido, espera tener las fuerzas suficientes para caminar hasta su casa. Justo en el sitio donde están los últimos edificios de departamentos –el sector de clase media de la comuna– hasta donde han llegado muchas balas perdidas, Julia trata de convencer a su amiga, que no puede más de los nervios, para que se sume a un grupo e iniciar el regreso a casa. Gloria, que viene de “arriba”, se acerca y aconseja: “Vayan por el lado de la iglesia; la calle de acá está llena de cartuchos de bala; está como para barrer”. Esta mujer pasó dos horas bajando “de a poquitos; cada vez que sonaba una bala me escondía”. En el corrillo se oyen comentarios. “Yo estoy de acuerdo con el operativo. Que pase lo que pase; pero de una vez por todas; llevamos más de un año viviendo en medio del terror”. “Esto está bien a ver si podemos vivir sabroso aquí”. Una mujer que viene de “abajo”, de una “casa bien” donde trabaja de asistente, las interrumpe con su drama. “¡Quedé desempleada!” Llevó a la niña de cuatro años para no dejarla sola en medio de la guerra, la pequeña rompió un vidrio y la patrona la despidió: “Con la liquidación paga el daño”.
Al lado de los dos únicos teléfonos públicos se arremolina la gente. Quieren comunicarse con los que permanecen en la loma: “Desarmen la cama y pónganla de trinchera y quédense en la pieza de atrás; no salgan; allá están seguros”, dice una mujer de 34 años; tiene dos hijos de 11 y 13 años “están allá solitos”. Poco después, dos hombres llegan de la zona de combate. Piensan pasar la noche en el parque para llegar a tiempo al trabajo en la plaza de mercado. Llevan una muda de ropa en una bolsa de plástico. “¡Ojalá que los soldados se queden! Si se van vuelven los otros bravos con uno”. Las autoridades han dicho que cuando termine el operativo se establecerán allí un comando con 500 policías.
A las seis de la tarde, cuando amenaza un aguacero, de nuevo aparece una camioneta con un trapo blanco asomado en la ventana. Estaciona frente al hospital: sacan de una camilla improvisada con palos y una sábana, el cuerpo de un hombre joven. Está muerto. “Salió de la casa en medio de la balacera –explica el vecino que se arriesgó a bajarlo–. Era un muchacho sano”. Ayer siguieron los combates. “La situación sigue maluca. Se están dando plomo desde muy temprano”, dijo por teléfono a este periódico unamujer de los barrios de arriba. Pero no se queja: “Eh ave María ahora tenemos presidente que nos proteja. Usted no se puede imaginar como vivíamos”. Los reclamos son muchos: los milicianos cobran impuestos, se llevan a los jóvenes como “cuota” para la revolución, hacen retenes... ocupan las casas. Le extraña, eso sí que la fuerza pública no se haya metido en el morro donde están los paramilitares. “Esa gente no se ha visto –dice–. Se han hecho los bobos y se han ido...”. El alcalde de Medellín, Luis Pérez, anunció por radio que pronto se iniciarán los operativos en las comunas donde mandan estos grupos que están empeñados en terminar con la guerrilla antes de finalizar el año.
Al cierre de esta edición, la guerra continuaba en la Comuna 13. Seis cuadras abajo del centro médico de San Javier, en la última estación del metro al occidente de esta ciudad, Medellín vive su ritmo normal; la guerra es atrás.

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