EL MUNDO

Después de la batalla sólo perdura el indescriptible olor a muerte

 Por Eduardo Febbro
Desde Tiro, Nakura y Kfar Kila

“Quien combate a los israelíes aporta la luz de la victoria”, dice el cartel amarillo, escrito en árabe y firmado “Hezbolá”. Las pancartas similares se suceden en cada uno de los pueblos del sur del Líbano, donde el Partido de Dios tiene sus bastiones. Las proclamas, colgadas de un lado a otro de la calle junto a las fotos de los combatientes caídos en la guerra, están hechas para tocar el corazón del orgullo o del odio. Yarine, Aita Ach-Achaab, Ed-Dhaira, Marquahine, Rimaich, Yaroune, Ramiyé, cada uno de los pueblos del sur donde hubo combates con las tropas israelíes, repite la misma escena. Los pueblos están vacíos, no hay luz, los edificios están aplastados por las bombas, al costado de los caminos hay un montón de animales muertos a falta de agua y el único signo de vida parecen ser esos carteles, insolentemente de pie en un paisaje derrumbado.

“Romperán nuestra casa pero seguimos vivos en el corazón de los hombres.” “El hermoso Líbano desterró a los criminales”, “Rice, no te entregaremos Medio Oriente.” Sólo las palabras están vivas en un paisaje de desolación. Los únicos pueblos intactos son cristianos. Anihey, Hanine y Ain Ebel parecen paraísos intactos rodeados del infierno. Donde antes había comercios, restaurantes, estaciones de servicio y casas de piedras blancas con flores a la entrada ahora no existen más que ruinas y un manojo de gente que camina muda, hurgando los escombros en busca de un recuerdo o un cadáver.

El olor de la muerte es indescriptible. Hay que buscarlo en el rostro de los sobrevivientes que vienen a identificarlos después de que una excavadora mecánica los extrajera de un montón de hierros retorcidos. El centro de Bent Jbeil es un escenario alucinante. A lo largo de un kilómetro no se encuentra un edificio en pie. Hay algo obsceno en esas imágenes de ventanas y fachadas reventadas que muestran una mesa puesta, ropa amontonada, un cuadro aún intacto colgado en la pared, un armario con todas las prendas afuera o juguetes y ropa de niños. En la avenida principal, los familiares de los desaparecidos hacen cola ante dos camiones frigoríficos con unos cuantos cuerpos adentro. La muerte ha acercado a los hermanos enemigos. Los militantes del Hezbolá y del movimiento chiíta Amal trabajan juntos. A Abdulah Mahim no le importa decir a cuál de los dos grupos pertenece. “Son tiempos de unificación y de colaboración. Hoy hemos extraído 16 cadáveres de los escombros, ayer fueron trece. Creo que cada día será igual. Cuando más avanzamos entre las ruinas más gente muerta encontramos, en su mayoría niños y ancianos que no salieron a tiempo.” El hombre se seca las lágrimas y luego comenta la incursión israelí en la planicie de la Beka, la primera violación oficial del alto el fuego que entró en vigor el lunes pasado. “Era de esperarse, los israelíes nunca respetaron las resoluciones de las Naciones Unidas y no veo por qué van a respetar ahora este acuerdo. Pero no hace falta movilizarse demasiado por eso. Tenemos una tarea más grande. Ocuparnos de los vivos.”

Anhuar Charib y los otros miembros de una autoproclamada defensa civil se ocupan de recorrer los pueblos fronterizos del sur con una bomba desinfectante colgada a la espalda y una manguera en la mano. Los muchachos no tienen más de 20 años y su tarea consiste en desinfectar la entrada de los pueblos donde hay animales muertos, en este caso Yarine, una localidad pegada a la frontera con Israel y copiosamente bombardeada desde las montañas por la artillería del Estado hebreo. Charib parece a punto de explotar. “Desde que bombardearon las infraestructuras no tenemos luz, y sin luz carecemos de agua, y sin agua los animales se nos mueren desed. Tenemos que echar productos para que no nos muramos nosotros de una infección. Sin agua y luz estamos condenados a morir o a irnos de aquí. Nadie ha venido a ayudarnos. Ni el gobierno, ni las ONG, ni el Hezbolá. Estamos solos. No nos queda más que la solidaridad entre vecinos y la resistencia.” No se percibe odio en su palabras, no siquiera encono hacia Israel. Lo único que Anhuar Charib se pregunta es por qué el ejército israelí mató a las 600 cabras del campo y por qué motivo, cada vez que estalla un conflicto, los artilleros israelíes bombardean la misma mezquita con impactos en el mismo lugar, una ventana de la parte de atrás. Las huellas de los enfrentamientos son profundas, a veces salvajes, como a la entrada de Aita ech Chaab. En el centro del pueblo persiste una rotonda con las banderas, los retratos de los líderes del Hezbolá, Hassan Nasrallah, y del movimiento Amal, Nabi Berri, y un elemento decorativo. Lo demás, en los alrededores, son como bollos de papel amontonados en un basurero. Edificios de 5 países hechos añicos, muros acribillados por las balas, inmensas paredes derribadas. Los signos de la violencia testimonian la ferocidad de los combates. Los impactos cubren toda la gama del arsenal moderno. Obuses, morteros, cañonazos desde las montañas y huellas de proyectiles más chicos que cuentan los combates puerta por puerta. En medio de esa tristeza una sola casa ha quedado en pie. Está frente a la rotonda, con vista a la montaña de escombros. Sus habitantes, una familia de 9 personas, toman café y fuman el narguile sentados en las escaleras de la entrada. Son afables, calurosos hasta el absurdo. La abuela, más sonriente y hospitalaria que los demás, muestra con las manos el espectáculo que circunda la casa y dice: “Estamos todos vivos y eso ya es una gracia que Dios nos dio”.

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Las viudas de milicianos de Hezbolá se abrazan en un funeral.
Imagen: AFP
 
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