EL PAíS › LAS HISTORIAS DE DOS ASISTENTES A CADA UNO DE LOS ACTOS

Dos marchas, dos vidas

Uno fue a Palermo, no tiene campos, dice, pero es de la Sociedad Rural. El otro es ingeniero y fue a Congreso, dice, porque ahora tiene trabajo. Dos historias de vida, dos mundos que se repitieron por miles ayer en dos barrios de la ciudad.

 Por Alejandra Dandan

Néstor López, en Palermo

A pesar de la soja

Néstor López, bandera al hombro, se para justo donde Buenos Aires cobra por unas horas la fisonomía de un country. Aunque no hay 4x4, alrededor las botas abundan. López lleva su bandera colgada como el resto de los que se acercan al Monumento de los Españoles, pero eso es lo único que lo acerca estéticamente a la imagen del campo: campera vieja, buzo y hasta los leñadores tapados de polvo hacen posible pensarlo como una figura intercambiable de los dos mundos que se abren en Buenos Aires.

López, que es de Chapadmalal, es de la Sociedad Rural pero no tiene campos. Estudió en una escuela rural, ordeñó vacas, manejó tractores y durante años alquiló los campos de otros para trabajarlos: el boom de la soja lo dejó en cero y lo obligó a cambiar de actividad. Ahora es un administrador de cuatro establecimientos en la provincia de Buenos Aires, de unas 1000 hectáreas en total.

–Ah, ¡poquito!

–Sí, ¡pero son 1000 de 10.000 dólares cada una!

Sus abuelos inmigrantes llegaron al país para trabajar en un establecimiento agropecuario; enseguida lograron algo de independencia como chacareros. En 1944 los atravesó la misma crisis que le pasó por los zapatos al propio López: fundieron porque la guerra provocó una suba extraordinaria del mercado externo de cereales. “El llegó con el campo y con las deudas para beneficiarse de ese momento –dice López–, zafaron porque pudieron recuperarse.” Su abuelo en cambio remató lo que tenía, con el dinero se compró una casa en el pueblo y desde entonces, nunca volvió a trabajar al campo. Sus padres siguieron la cadena, pero de cero. Empezaron como encargados o peones/encargados en un establecimiento rural. Y López repitió esa historia.

Ahora es parte de los chacareros en extensión que reformularon sus condiciones porque los costos les impiden acceder a la tierra. Con el boom de la soja, el campo que alquilaba a 150 dólares la hectárea pasó a costar 450 dólares. En el lugar que él ocupaba entró un pool de siembra: ahora trabaja de 7 a 21, todo corrido, dice, administra cuatro campos y con lo que gana compró máquinas con las que puso una empresa de maquinarias agrícolas para alquilar a los campos vecinos. En el tiempo libre, además, trabaja en la Sociedad Rural de Chapadmalal.

“El presidente de la Sociedad Rural sí es propietario de campos pero el tipo tiene mi edad, y trabaja. Yo mismo no soy propietario y la integro porque la generación actual vino a ocupar espacios que antes tenían los dueños del campo: en mi caso estoy porque represento a las firmas que administro.”

Los campos que administra son curiosos. En total, dedica entre 20 y 25 por ciento de la tierra a la soja “en una zona no sojera”, dice. Eso significa que a pesar de que el rinde comparativamente es más bajo que en Córdoba (6 a 2) los precios de los otros productos son tan poco atractivos, dice, que aun sembrando mal obtiene resultados mejores. De los cuatro lugares, uno es de un ex socio de su administradora del campo, un abogado de Buenos Aires que ganó un juicio de Lapa y compró un campo. Ahora proyectan invertir en potrillos pura sangre de carrera, aunque según dice, no gana plata. Los caballos se venden entre 25 y 35 mil dólares y son más que nada un hobby para mostrar en los clubes de Buenos Aires porque el costo es, dice, de diez veces más.


José Cerar, en Congreso

Años sin trabajar

“¿Pero cómo no voy a estar acá si ahora tenemos trabajo?”. Aunque no lo parezca, José Cerar no es kirchnerista. A lo mejor, es un prototipo de lo que el kirchnerismo derrama por afuera. Yugoslavo de origen, llegó a Buenos Aires en la década del ’40 cuando ni siquiera se había producido la Plaza del 17 de Octubre. Pero de algún modo, lo que ahora mismo tiene en frente, en ese horizonte disrítmico ante el Congreso, le hace acordar a esos años. Cuando estaba en el primer año del Otto Krause nacional y público, pleno secundario, y faltaban dos meses para el bombardeo a la Plaza de Mayo.

“Yo estaba en primer año y el profesor nos hizo salir del aula, porque había gente que estaba con las banderas en la Plaza.” Cerar no cree que la gente que estaba en la plaza ese día se parezca a la que ahora empieza a rodearlo. Más bien, dice, eran los grupos de derecha que en aquel tiempo juntaba a los conservadores, radicales y todo el frente antiperonista posible, también un sector de la izquierda, para bajar al gobierno.

“Los grupos se preparaban hasta en la Iglesia del Pilar, ¿no se acuerda?”, agrega, sobre las catacumbas católicas donde se preparaban los Comandos Civiles que iba a nombrar Néstor Kirchner poco más tarde.

Cerar es ingeniero, y como dijo hace rato ¿cómo no va a estar de acuerdo con acercarse a esta plaza si estuvo años sin trabajar?. Su especialidad son proyectos para obras grandes pero especialmente los gasoductos y oleoductos, cuyo principal inversor ha sido el Estado. Cerar integró, de hecho, el equipo de ingenieros que diseñó y construyó el Polo Petroquímico de Bahía Blanca, el Gasoducto del Oeste y también las obras que empezaron a ejecutarse en el sur del país en una época en la que, según dice, los suecos como los de Skanska todavía no hacían negocios con el país.

Trabajó como ingeniero en Gas del Estado la mayor parte de su vida laboral. Entró en 1962 con una pasantía pensada para financiar los estudios de los universitarios. Para el año del Mayo Francés, terminó la carrera de ingeniero. Siguió en Gas del Estado hasta la privatización, luego pasó a TGN, Transportadora de Gas del Norte, producto del desprendimiento. Ahí le agarró el final de la década del `90 y el año 2000.

“Entre el ’95 y el 2000 se dio el parate –dice–: no tuve un sólo trabajo.”

Todavía falta demasiado para el comienzo del acto en Congreso, pero Cerar sigue adonde está, parado como si ese gesto bastara y sin más compañía que el traje y sus pelos negros parados que le dan un aire de Chopin. El traje oscuro, camisa blanca cortada por una finísima corbata roja terminan de situarlo ya anciano, y descolocado, en medio de tanto bombo que le pasa al lado.

“¿Parecido a Macri, yo? ¡No, nada que ver! El campo para mí es el catalizador de todo esto que pasa”, dice. “Y a mí lo que me pone mal es lo de los socialistas que votaron a favor del campo porque esa gente no leyó no digo El Capital de Marx, pero ni siquiera un compendio.”

Cerar nunca militó en política, ni en los ’60, ni en los ’70 ni después. Su mujer está afiliada a algún partido político, tal vez el peronismo, pero no está en la Plaza del Congreso. Ella lo que sí es, es profesora de Literatura francesa y de francés en la Cultural Francesa. El resto de lo que hace no importa, Cerar no dice nada. Dicen que se conocieron en el trabajo pero ella no es ingeniera, sino que sabe francés.

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Imagen: Martín Acosta
 
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