EL PAíS › OPINION

Un taxi aéreo

 Por Mario Wainfeld

Un memorable cuento de J. D. Salinger (cuyo título en castellano es, tan luego, “Levantad carpinteros, la viga del tejado”) cuenta entre otras historias una anécdota de la vida del protagonista. La acción transcurre en 1942, su narrador en primera persona tiene 23 años y acaba de alistarse en el ejército norteamericano, en plena guerra. Le llega de sopetón la invitación al casamiento, no menos súbito, de su hermano Seymour. Le queda lejos de su cuartel y de su mundo, en Nueva York. Consigue un permiso: va. Llega jadeando y se encuentra en los prolegómenos de la boda en condición de único asistente vinculado al novio. Tan único que el novio no aparece, situación que se va develando a la concurrencia en la que nuestro protagonista se mantiene de incógnito. Cuando es patente que Seymour huyó, todos los asistentes deciden armar una reunión en la casa de los padres de la novia. Empiezan a hacer ademanes para detener taxis, el colimba presta eficientes servicios: chista, abre las puertas, ordena a los pasajeros, los fleta. Cuando llega el último taxi, una de sus ocupantes lo invita a subirse, lo hace. Se va con gentes a las que no conoce, en una situación por demás incómoda. Entonces, el protagonista repasa la situación “¿por qué me había metido en el coche?”. Y propone: “Hay para mí una docena de respuestas a estas preguntas y todas, aunque confusas, suficientemente válidas”. Y luego redondea “uno se mete sencillamente en los autos repletos y se queda allí sentado, así lo veo yo”. El cronista, reversionando en exceso un texto formidable, propone una moraleja. Puesto en tiempo y lugar, nuestro conscripto tenía sólo dos chances: subirse al auto o quedarse solo de toda soledad en Nueva York. Constreñido a esa limitada opción, eligió su futuro inmediato sumándose al rebaño.

Ya en derrape al tema de esta columna, el cronista quiere decir que toda decisión debe analizarse dentro del escueto menú que la realidad otorga. El 21 de agosto de 2008 (con el añito que viene pasando) el oficialismo no podía construir una escena mejor que la que, plasmó en esta madrugada. No podía darse el lujo de perder ni repetir el estrecho margen de apoyos de cuando se trataron las retenciones móviles. Debía recauchutar su frente propio, al interior del PJ y tender un puente con los radicales K. Y le venía muy bien lograr lo que no consiguió en la escena parlamentaria previa: el apoyo crítico de los diputados del SI y de Claudio Lozano. Negociación mediante, estos pudieron ser consistentes con sus banderas y diferenciarse de otros opositores, que optaron por una tosca opción de suma cero, quizá redituable en el terreno electoral, magra en la construcción de institucionalidad.

Los retoques al proyecto del Ejecutivo le permitieron al oficialismo un respiro, que vale doble por el trance en el que ocurrió. Con el sabó disponible, la reestatización era, entre un conjunto de porvenires imperfectos, el menos traumático.

La historia de Aerolíneas viene mal parida desde hace casi veinte años, cuando, con bajísima resistencia social, se privatizó a lo bestia una empresa estatal y de buena reputación, una rara avis. Carlos Menem cerró trato con su par español Felipe González. El pase de manos se consumó muy flojito de papeles, con per saltum y escándalos parlamentarios. La saga ulterior contiene innumerables barbaridades (en criollo y con acento hispano) sucesivas, ocurridas en un contexto que se hizo mucho más arduo para el negocio aeronáutico. Máxime en el siglo XXI, connotado por el atentado a las Torres Gemelas y el frenético aumento de precios del petróleo.

Malbaratado venía todo, la solución es un parche temporario que no subsana todos los desaguisados. Pero era mucho mejor subirse a ese taxi que emprender la asombrosa (e impracticable) propuesta de la UCR, el PRO y la Coalición Cívica: una eventual quiebra y la fundación en probeta de una empresa sin historial, sin deudas, que conservara todo el activo de Aerolíneas y se aliviara de todo su pasivo. Se fantaseaba que ese portento se concretaría en un cuatrimestre, con la anuencia de todos los acreedores y proveedores y haciendo tabla rasa con los ripios inherentes a los juicios de quiebra. Y que se preservarían los derechos laborales de miles de trabajadores, un milagro no logrado en los casos suizo o brasileño mentados como modelos a replicar.

El proyecto oficial, con los retoques surgidos de una encomiable discusión parlamentaria, custodia bienes esenciales: el manejo estatal, la continuidad de la empresa, lo que queda de la (relativa) integración territorial por vía del transporte aéreo, la fuente de trabajo. Las alternativas no eran un vuelo en primera sino un salto al vacío.

De cualquier manera, una ley dictada de arrebato como consecuencia de casi dos décadas de desvaríos no arreglará todo lo dañado y dejará muchos puntos suspensivos. El precio a pagar, el más meneado. El proyecto futuro de una empresa dedicada a una actividad imprescindible pero no rentable y en crisis fenomenal. Y, puestos en la trastienda, el destino inmanente del acta-acuerdo firmada entre la Secretaría de Transporte y el Grupo Marsans. Más allá de las palabras ampulosas, ninguna de esas cuestiones podía ser sellada por el proyecto de la UCR, el PRO y la CC. La relación con la empresa española traerá cola, si se sanciona la ley que salió ayer de Diputados. Y la hubiera traído, en cualquier otra hipótesis.

Minga de hacer profecías en estas pampas bulliciosas. Con esa precaución pero registrando los acuerdos tejidos con la dirigencia pejotista (Reutemann, Marín, Schiaretti et al), todo indica que el oficialismo convalidará en el Senado la “media sanción” que logró anoche con una mayoría confortable. En términos comparativos con el pasado reciente (y, en términos políticos, aún sangrante) se aproximaba, con buenas artes, a lo mejor a que podía aspirar. Por añadidura, con el calor humano de los trabajadores a favor y zurciendo a su tejido de alianzas. ¿Y el futuro? Para el futuro, parafraseando al filósofo estoico Carlos Reutemann, falta un siglo.

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