EL PAíS › ESTELA DE CARLOTTO, PRESIDENTA DE ABUELAS DE PLAZA DE MAYO, DECLARó EN LA CAUSA POR APROPIACIóN DE NIñOS

“Hice lo que me decía el sentido común: buscar”

La presidenta de Abuelas relató ante los jueces sus entrevistas con Reynaldo Bignone, la persecución a su familia, el secuestro de su marido y la desaparición de su hija Laura. El inicio de la búsqueda de su nieto.

 Por Alejandra Dandan

La audiencia se interrumpió definitivamente después del último de los varios cortes de luz de la mañana. En ese momento, Estela de Carlotto terminaba de contar una de las claves del plan sistemático de apropiación de hijos de desaparecidos durante la última dictadura: una declaración de Ramón Camps, jactándose ante un diario español. “Yo mandé a matar más de cinco mil subversivos, pero nunca mandé matar a los niños: a los niños les busqué otras familias para que los criaran diferentes que sus padres porque si los crían las abuelas los van a hacer subversivos como a sus padres”, decía el entonces jefe de la Policía Bonaerense. Ahí entendió la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo el corazón del proyecto: “Ese plan de robar todo, hasta robarse a los hijos del enemigo”.

Estela habló pausadamente durante una hora, entre cortes de luz que desde el martes interrumpen el flujo de las audiencias de los tribunales de Retiro. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo relató durante una hora detalles de sus dos entrevistas con Reynaldo Bignone. Primero, por el secuestro de su esposo; después por la desaparición de su hija Laura. Esa vez, lo vio a mediados de diciembre del ’77 en el Comando en Jefe del Ejército.

–Vengo nuevamente a pedirle algo –dijo Estela–. Ahora es por mi hija Laura, que no volvió, que la han secuestrado, detenido y quiero que no la maten.

Estela sabía qué es lo que estaba pasando en los centros clandestinos. Su marido había estado secuestrado durante 25 días en la División de Cuatrerismo antes de la desaparición de su hija. El había visto desfilar frente a sus ojos a los detenidos en filas mientras él mismo formaba parte de esa hilera. Les inyectaban algo en la espalda, los desmayaban o los mataban. Había escuchado preguntar a los guardias en qué bolsas ponían los cuerpos. Cuando lo liberaron, habló durante ocho horas sin parar, convencido de que estar con vida era un milagro.

En el Comando en Jefe, Bignone escuchó el pedido de Estela, pero le mintió. Le habló de los intentos de recuperar “a esa gente”. Y visiblemente enojado se quejó porque los liberados salían del país a denunciar.

–Quiero que no la maten –volvió a decir Carlotto–. Porque mi esposo vio, pero si mi hija para ustedes cometió un delito, júzguenla por ese delito, porque nosotros vamos a esperarla.

–¡De ninguna manera! –protestó él–. Acabo de volver de Uruguay, con las cárceles llenas de tupamaros y en esas cárceles, estas personas se fortalecen en sus convicciones... ¡Y hasta convencen a los guardiacárceles! Eso acá no lo queremos: acá hay que hacerlo así.

Estela entendió interiormente que a Laura la habían matado. “Si ya la mataron –le dijo–, devuélvanme el cuerpo porque no quiero volverme loca como las otras madres, buscando en los cementerios, en las tumbas NN.” Bignone le pidió, entonces, más datos: el apodo, señas personales. Le dijo que ya había hecho otra gestión con alguna otra madre y la despidió. Estela supo más tarde que esa otra madre era una de las personas que como ella lo habían conocido tiempo antes (en su caso, desde la niñez). Que fue a verlo para pedirle por uno de sus hijos. “Yo sé que vos no podés estar haciendo esto”, le dijo esa mujer. Pero él, ufanándose, le explicó lo contrario: “De ninguna manera: yo también con mis manos he matado a terroristas”.

Tierra arrasada

Apenas se sentó, Estela anudó su biografía familiar con la historia política de la Argentina, y en ella a los Falcone, el secuestro de la madrugada del 16 de septiembre de 1976, durante lo que después se recordó como La Noche de los Lápices.

“La historia familiar comienza durante la dictadura del 24 de marzo del ’76”, explicó. En ese momento, su hija Claudia, la segunda, estaba casada con Jorge Falcone, el hermano de María Claudia Falcone, una de las estudiantes de 16 años que peleaban por el boleto estudiantil y a quien secuestraron esa noche de septiembre. Ahí se produjeron los primeros movimientos de la vida familiar. Claudia y Jorge pasaron a la clandestinidad; les habían allanado la casa, la destrozaron y robaron todo lo posible. “Fue la primera situación emergente en la que tomamos contacto con una realidad anunciada, por otra parte para nosotros era imposible entender que estos hechos se iban a producir. Yo había nacido en el ’30, me crié con dictaduras, era permanente la usurpación del poder. Y si bien en el ’55 conocimos las masacres, nunca nos imaginamos que íbamos a vivir una historia tan cruenta porque teníamos la inconsciencia de pensar que era una dictadura más.”

La Plata estaba arrasada. Había sido una ciudad movilizada, con estudiantes, profesores opositores, comunidades de base organizadas y gremios. Estela tenía otros tres hijos: Remo, Guido y Laura, la mayor. Ella hacía el profesorado de Historia y militaba en la Juventud Universitaria Peronista.

Laura permaneció en La Plata durante un tiempo. Se separó, se mudó. El 31 de agosto de 1977 toda la familia viajó a Buenos Aires. “Vinimos a reunirnos con Claudia y Jorge, que estaban casi clandestinos; queríamos estar juntos, regresamos a La Plata mi marido, Laura, mis hijos varones y yo y nos despedimos. Laura le pidió a su padre la camioneta para mudarse de domicilio.” Estela la vio en ese almuerzo por última vez.

Al otro día, Laura se llevó el rastrojero. Llegó la noche y, como no tenían noticias, el padre salió a buscarla. Pero tampoco él volvió. Estela llamó a un hermano con el que se fue a ese mismo lugar en su auto: “Nos encontramos con un panorama desolador: la casa estaba abierta, iluminada, las cosas tiradas, había gente llevándose las cosas que quedaban, seguramente eran rateros comunes, pero el aspecto era de una casa allanada”.

Al otro día, mientras recorría el barrio, encontró a una vecina. “¡No va a creer, señora! –le dijo la mujer–. ¡Fue terrible! Vinieron unos autos, invadieron todo, uno de los jóvenes salió y lo mataron y se llevaron a una pareja. Y a la noche tarde entró un señor mayor y cuando salió lo estaban esperando desde otro coche, lo detuvieron y se lo llevaron.”

Estela dijo: “Comencé haciendo lo que el sentido común me decía que tenía que hacer: buscar, buscar a Laura y a mi marido porque hasta ese momento no sabía nada de los dos. Recurrí a comisarías, regimientos; pregunté en hospitales porque él era diabético: en todos lados me dijeron que no había rastros; como éramos gente de iglesia busqué a Monseñor (Antonio). Recurrí a abogados. Mi esposo salió después de 25 días de torturas, de leer el diario todos los días para ver si aparecía alguien en el río o en algún otro lugar”.

Las cartas

Su marido salió con 14 o 15 kilos menos y marcas de tortura. Mientras permaneció desaparecido, Estela recibió una llamada de su hija, por la que supo, entonces, que a ella no se la habían llevado. Por si acaso, Laura entró en la clandestinidad. Se mudó a la Capital. Empezaron a tener códigos de contacto. Laura la llamaba una vez por semana al colegio inventando que era una amiga y le mandaba una carta. Estela recibió la última el 16 de noviembre de ’77, y ese día también la última llamada. La carta decía que iban a estar juntas en el verano, que iban a poder charlar con más tiempo en la playa. “Estoy más gorda”, le contó y también que estaba en pareja con un compañero. Diez días después, cuando no se produjeron más llamados, empezaron a buscarla. “Y ahí empieza en lo que a mí respecta la búsqueda. Pedí la jubilación anticipada para poder buscarla y ahí pido la segunda audiencia con Bignone.”

Mientras Guido, su marido, había estado desaparecido, Estela había hecho algunos contactos que ahora intentaba repetir. Entre ellos, había conocido a un hombre de la derecha católica, profesor de La Plata, que siempre estaba vestido de negro, que le pidió 40 millones de pesos de un día para otro, para “limpiar” la guardia. Estela empeñó joyas, pidió dinero, vendió cosas. Y aunque nunca supo si con ese dinero consiguió salvarle la vida a Guido, ahora estaba dispuesta a ofrecer 150 millones por Laura.

Después llegó el encuentro con Bignone. Estela salió llorando. Estaba convencida de que a Laura la habían matado. El 31 de diciembre de ese año, sin embargo, les llegó un mensaje escueto y anónimo que decía que Laura y su compañero estaban bien, bajo las Fuerzas de Seguridad. En abril de 1978 volvieron a tener una noticia. Una persona llamada Elsa Campos se acercó al negocio de Guido para decirle que había estado con ella. Que en el lugar se oían ladridos de perros, el silbido de un tren, que había mucha gente y que Laura le había pedido que los fuera a ver para decirles que su embarazo ya llevaba seis meses. Que su bebé iba a nacer en junio. Que si era varón lo iba a llamar Guido. Que quería que para esa fecha fueran a buscarlo a Casa Cuna.

“Este mensaje fue como volver a vivir: no sólo estaba viva Laura, ¡y estaba esperando un niño!”

Estela empezó a conocer a otras madres en ese momento. Luego nacería la Asociación de Abuelas de Plaza de Mayo. La historia de la búsqueda de los nietos apropiados quedó para otro momento. El corte de luz hizo que el tribunal reprogramara su testimonio.

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“No nos imaginamos que íbamos a vivir una historia tan cruenta porque teníamos la inconciencia de pensar que era una dictadura más”, dijo Carlotto.
Imagen: Télam
 
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