EL PAíS › OPINIóN

La Gran Depresión

 Por Mempo Giardinelli

Igual que en 1930 –y la literatura norteamericana lo mostró en célebres novelas de John Steinbeck, Erskine Caldwell y otros grandes escritores– cuando la economía se derrumba la política también se degrada, la justicia es ganada por la corrupción y el cinismo, y la moral “missing”, como dicen ellos. La sociedad, entonces, queda planchada, y en el desconcierto pierde todos sus logros y sueños. Es lo que la Historia del Siglo XX reconoce como “La Gran Depresión”.

Eso sucede hoy aquí. La velocidad con que todo se desmorona –el empleo, el salario, la industria nacional, las pymes, la pujanza cultural– no necesariamente desata el malhumor social como en 2001, cuando el hartazgo se generó de a poco, y desde la cima de un gobierno estúpido se cometieron torpezas en catarata que desembocaron en una matazón infame. Cuando el gobierno, como ahora, no es estúpido sino astutísimo y además es malvado en lugar de distraído, lo que se produce en el pueblo no es rebeldía sino depresión. Que digan los psicólogos si esto no es de libro.

Por eso lo único que crece a la par de las medidas que toma un gobierno desalmado como el actual, es el desconcierto en su perfecta acepción de desorientación y perplejidad. Y sobre todo, ya que de política se trata, la falta de conducción. Sí, la ausencia de un liderazgo claro, presente y activo que convoque a que la ciudadanía salte del estupor y la pasividad depresiva hacia la resistencia popular que todo lo puede.

No hay ese liderazgo. Y qué lástima si esta columna inoportuna lo declara una vez más, pero no lo hay si lo que se escucha es silencio. No lo hay si persiste el encierro y ensimismamiento que nos llevó a la derrota. Habrá, sí, una justificada memoria, preciosa y emotiva, pero que será pasado en la medida en que el presente siga en manos, como escribía en 1810 el enorme Manuel Belgrano, de “hombres que, desprendidos de todo amor hacia sus semejantes, sólo aspiran a su interés particular”.

En su primera declaración jurada como Presidente, el Sr. Mauricio Macri declara súbitamente el doble que el año pasado cuando era candidato: 110 millones de pesos en lugar de 52. A lo que hay que sumar los millones que admite tener en las Bahamas, más lo nunca bien confesado en el escándalo de los Panamá Papers, y quién sabe cuánto más que ha de tener en otras cloacas financieras a las que sus mentimedios llaman paraísos fiscales.

Ante el silencio inexplicable de la ex presidenta y de sus principales espadachines, la tortuosa imaginación de estos tipos sin alma hoy en el gobierno los lleva a inventar un “blanqueo” que dicen que es para que retornen miles de millones de dólares que según ellos se fugaron “porque no confiaban en el Estado”. Y a los que ahora se perdonará y se destinarán esos dineros a “una reparación histórica de la deuda con los jubilados”. El Sr. Prat-Gay, desde el Palacio de Hacienda, subraya que el blanqueo “va a ser para todos”, o sea, naturalmente, para “todos los funcionarios del gobierno nacional que quieran aprovechar esta oportunidad”.

He aquí la traducción de esta artera maniobra: el Number One en el poder, igual que la mayoría de sus funcionarios, sacó muchísima guita del país durante años. La ponían toda y en secreto en los supuestos paraísos, evadiendo impuestos y ocultando sus fortunas. Y a la vez acá, en el país, acusaban a sus adversarios de corruptos, fingiéndose moralmente escandalizados. Todo les fue bien, hasta el día en que el mundo conoció la lista Mossack Fonseca, versión gigante de las 4040 cuentas negras del HSBC descubiertas un año atrás.

El escándalo se revirtió contra ellos: se les iniciaron causas penales y un par de fiscales no integrantes de la tropa judicial amiga se puso a investigar las cuentas secretas del Number One y sus familiares y amigos. Y como lo que encontraban eran puras evidencias de afano, alguien del poder, seguramente experto en los vericuetos del derecho penal, aconsejó: primero, decretar un blanqueo urgente; segundo y simultáneamente, que Number One declare que tiene millones en una o varias cuentas secretas, y se acoja al blanqueo.

Así lo hizo Number One, de inmediato y sorpresivamente, madrugando a los fiscales curiosos que tiraban del piolín del delito de evasión, con el argumento limpiador: “Señores: yo he blanqueado los dineros ocultos, he pagado el 5 o 10 por ciento de impuesto sobre sus montos, y me he acogido a la ley que permite mostrar esa fortuna que a partir de ahora será legal”.

La genialidad es que entonces ya no hay delito. Si se blanquea, el delito queda “saneado”. Ahora esos fondos fugados están a la vista y son “legales”. El blanqueo opera como una suerte de indulto. Que se cierra con un juez federal amigo y/o una cámara servicial. Y si hace falta, una corte suprema gentil, que también para eso la están reorganizando. Y se le pone un moño a semejante robo con alevosía y ventaja declarando que ese dinero ahora “legalizado” se destinará a los jubilados...

Por si fuera poco el reputado economista neoliberal Sr. González Fraga, sin ponerse colorado y en fabuloso sinceramiento, condenó al gobierno anterior porque “les hicieron creer a los empleados medios que podían comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior”.

Impresionante frase que merecería releerse y memorizarse en infinidad de hogares argentinos mientras saborean, claro, mate amargo y siguen esperando una reacción de su líder que ni asoma, porque al igual que en otros tiempos, y como si no se hubiera aprendido nada, quizás sabe pero no contesta.

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