EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Furias

 Por J. M. Pasquini Durán

Una campaña electoral sosa, sin argumentos movilizadores, en la que es difícil hasta distinguir las diferencias debido a que los candidatos con mayor intención de voto hablan de lo mismo y en ocasiones hacen promesas parecidas que suenan igual de increíbles, fue electrizada por situaciones que nadie sabe precisar si fueron promovidas a propósito, como les gusta imaginar a los más desconfiados y a los que gustan de las visiones conspirativas de la historia. Por un lado, el fantasma de la corrupción, corporizado en la ocasión en un nombre sueco, Skanska, con detenciones, allanamientos, acusaciones cruzadas y amistades o alianzas en peligro, que dos jueces tienen la responsabilidad de atrapar siguiendo la siempre inasible huella de la coima. Por otro costado, un conflicto provincial que fue alzado hasta darle magnitud de pleito nacional, con el presidente de la República poniendo el cuerpo en primera fila, tal como es su temperamento, y que por la lógica de los conflictos que se demoran sin razón se extendió hasta el punto de que ayer, viernes, ya se consumó un paro nacional de estatales.

Si no fuera la provincia de Kirchner, ¿cómo serían analizados los sucesos de Santa Cruz?. Lo más probable es que serían juzgados con una mirada más larga y comprensiva, como otro episodio de sociedades provincianas donde algunos conflictos puntuales de carácter laboral, insatisfechos sin razón comprensible y, lo que es peor, sin respuestas oficiales alternativas como no sea la orden de rendición incondicional, se combinan con cierto hastío social con gobiernos dinásticos, que han perdido o han descuidado el contacto real con su hábitat de origen. Podría inscribirse, inclusive, entre los procesos de contestación social que emergieron en el espacio público en busca de participación directa, a los que les cuesta reconocer nuevos mediadores después de la desarticulación de los partidos políticos tradicionales en la crisis político-económica de 2001/02. Lo que pasó en Misiones con el masivo rechazo a la pretensión de reelección indefinida debió quedar como un escarmiento inolvidable.

Algunas puebladas no tienen que ver, de manera obligada, con estrictos motivos de carencias económicas, en el sentido de pobreza, sino con la demanda de obligaciones o derechos que fueron postergados durante los largos años de emergencia económica nacional. Se trata, más bien, de lo que algunos analistas de la Casa Rosada llaman “tensiones del crecimiento”, es decir aquellas que ya no piden lo mínimo indispensable para la supervivencia sino que buscan, en las nuevas condiciones políticas y económicas, mejorar la calidad de vida y elevar las respuestas del “Estado de bienestar”. En la misma línea de pensamiento sobre ese tipo de tensiones, a manera de actitud general, esos analistas suelen acotar: “Con demasiada frecuencia solemos olvidar que la vida en democracia no asegura la ausencia de conflicto. La democracia es el mejor sistema de convivencia en el cual resolver los conflictos. Tampoco la gobernabilidad significa ausencia de conflictos sociales, y mucho menos la proscripción de los conflictos sociales a través de métodos coercitivos”.

Palabras proféticas las que advertían sobre los olvidos, porque en Santa Cruz los gobernantes provinciales y nacionales, tal vez porque era la provincia de Kirchner y no la de cualquier otro, o quizá por el ensimismamiento electoral que descubre o imagina zancadillas y conspiraciones en cada vuelta de la esquina, olvidaron cuáles eran las réplicas adecuadas a la demanda de los docentes, pese a que existían precedentes. En febrero de 2006 las turbulencias con trabajadores petroleros, que incluyó el asesinato en Las Heras del policía Jorge Sayago –todavía impune–, fueron superadas en términos económicos pero cayó el gobernador Sergio Acevedo. Cuatro gobernadores en cuatro años, todos designados a dedo, indican una fatigosa inestabilidad para los vecinos de una ciudad de 80 mil habitantes, que venían de una continuidad de tres períodos consecutivos del mismo gobernador provincial, luego presidente de la Nación, al que apoyaban con mayorías electorales abrumadoras.

Las herramientas sociológicas a lo mejor son insuficientes, pues harían faltan otras disciplinas, o demasiado benévolas para explicar lo que pasó en la marcha de la presunta armonía en las relaciones de liderazgo y mayoría, pero lo cierto es que todos perdieron el paso cuando el 5 de marzo último las clases no empezaron en Santa Cruz porque los docentes, con 1800 pesos de bolsillo como sueldo inicial, querían revisar el orden de los elementos que componen esa remuneración como el primer punto de un reducido pliego de reivindicaciones. Las plácidas elucubraciones sobre “tensiones del crecimiento”, la que decía, por ejemplo: “La conflictividad laboral es pro-cíclica, es decir, que en fase de crecimiento económico aumenta el número de conflictos y de huelgas”, fueron sustituidas por un rugido de cólera contra la ingratitud sin memoria que se dejaba usar por los que querían demostrar, en pleno año electoral, que tampoco este Presidente tenía la casa en orden.

¿En la reivindicación salarial había alguna oculta intencionalidad política? Salvo por suspicacia extrema, no era probable. ¿Había políticos dispuestos a sacar provecho del conflicto, apenas encontraran la grieta? Claro que sí, por derecha y por izquierda. ¿Acaso alguna vez es diferente? El problema del buen pastor es que tiene varias respuestas posibles: poner la otra mejilla, exhortar a que tiren la primera piedra o expulsar a los mercaderes del templo látigo en mano. Cuando se trata de usar todas al mismo tiempo, la templanza deviene confusión. Entre varios episodios confusos que podrían citarse, el de la conciliación obligatoria es demostrativo de la brújula extraviada: cuando la dispuso el gobierno provincial recibió la orden fulminante de anularla a las pocas horas y despedir a la funcionaria responsable de semejante claudicación, pero esta semana dispuso lo mismo el ministerio nacional como si fuera un acto de sensatez legal, después de varios días de infructuosa negociación ya que la oferta y la demanda estaban demasiado lejanas. Resultado: el gremio la rechazó, dado que la primera vez había sido desacreditada por las propias autoridades.

Es cosa sabida que los vacíos en política no duran demasiado. Cuando los liderazgos políticos dejan de funcionar, así sea por suspensión temporal, algo o alguien ejerce la función. En este país, pletórico de pastores funcionales, los más débiles suelen acudir a la iglesia en busca de amparo. El obispo salesiano Juan Carlos Romanín no podía abandonar a sus fieles sin escupir contra el viento y su tono se fue elevando a medida que los ánimos caldeados desafiaban el gélido clima de las calles de Río Gallegos. Con el efecto dominó la huelga docente fue contagiando a los demás estatales (el 40 por ciento de los hogares en la capital santacruceña tiene algún ingreso estatal) y llegó el desborde represivo de la noche del martes. El riesgo mortal de Neuquén esperaba al primer desprevenido o al verdugo insensato para consumarse en tragedia. Carlos Sancho, sucesor delegado de Acevedo, un hombre del que nadie quiere hablar mal, fue renunciado y, en su lugar, llegó el cuarto gobernador, Daniel Peralta, otro militante K, con experiencia de negociador gremial. Prometió una oferta razonable para los docentes y la convocatoria a paritarias para los demás estatales, después de 17 años de política salarial por decreto de emergencia económica. Promesas de sensatez democrática.

Hasta este momento, el gobierno de la justicia social y los derechos humanos no estuvo a la altura de sus convicciones ni de sus antecedentes, obsequiando a sus adversarios un flanco vulnerable, cuando muchos lo suponían blindado. Kirchner reaccionó como caudillo provinciano ofendido, seguro porque se trataba de Santa Cruz, en lugar de ocupar su lugar de jefe del Estado nacional. Nadie en su entorno quiso o supo recordarle que el país lo miraba con asombro, porque en lugar de utilizar la tolerancia propia de su condición de mayoría indiscutida, libró una batalla desproporcionada para apaciguar a un pueblo manso, sus comprovincianos, incluidos sus adversarios políticos lugareños.

De tanto hablar en las pasadas semanas del tal Sancho, se hizo intolerable, casi un lugar común, la tentación de evocar al Sancho inmortal, el de Cervantes, en circunstancias de asumir el gobierno de Barataria, cuando el mayordomo del duque le dijo: “Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión de esta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere que sea algo intrincada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador y, así, o se alegra o se entristece con su venida” (pág. 888, ed. R.A.E). La pregunta podría ser ésta: ¿Valió la pena tanta furia?

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