EL PAíS › V ROBERTO BOUZAS.

Infección hospitalaria

Hasta hace algunas semanas la prolongada crisis de la economía argentina parecía confinada a los límites del Río de la Plata. Sólo la uruguaya, íntimamente ligada a la argentina, padecía un riesgo cierto de “contagio”. La tardía asistencia del FMI fue insuficiente. En un contexto en el que sus principales socios comerciales administran con dificultad regímenes de tipo de cambio flotante después de haber pasado por grandes devaluaciones, el régimen de bandas cambiarias de Uruguay parecía condenado. Ahora el temor es que ocurra una crisis bancaria como la que vive la Argentina desde fines del año pasado. Sin embargo, en las últimas semanas Brasil se sumó al cuadro de crisis regional aguda, levantando el fantasma del “contagio” regional. No hay duda de que los mercados emergentes están sujetos a fases de optimismo y pesimismo exacerbado, pero la crisis brasileña tiene razones más profundas que el mero “contagio” argentino.
En primer lugar, Brasil está en una frágil situación económica desde hace algún tiempo. Si bien la estructura de su deuda pública es diferente de la de la Argentina (la proporción de pasivos denominados en dólares es menor), cerca de la mitad se encuentra indexada a la tasa de interés y un tercio al dólar. La deuda pública total supera, además, el 50 por ciento del PIB. En 2001 el déficit en cuenta corriente alcanzó los 25 mil millones de dólares y las estimaciones oficiales para este año y el próximo lo ubican entre los 20 y 23 mil millones. En este contexto, Brasil enfrenta necesidades de financiamiento externo muy significativas. Brasil no es la Argentina, pero se le parece. Esta frágil situación tiene lugar en un contexto preelectoral que provoca incertidumbre. En el caso de triunfar el Partido de los Trabajadores hay pocas dudas de que la política económica sufrirá ajustes. Pero, curiosamente, también es muy probable que haya ajustes si resulta victorioso el candidato oficialista. El precario equilibrio de los dos últimos años no parece sostenible en el tiempo. Otra vez, salvando las distancias, Brasil enfrenta dilemas parecidos a los de la Argentina en tiempos de la caja de conversión.
Además de los factores internos, Brasil está sufriendo un “contagio” que tiene menos que ver con la Argentina que con las señales que provienen de Estados Unidos y del FMI. Cada vez está más claro que ni el gobierno de Estados Unidos ni el Fondo Monetario Internacional tienen mucha idea de cómo actuar con eficacia frente a las crisis financieras que sacuden a la región y antes lo hicieron con el este de Asia. La única política de alcance hemisférico de la administración Bush, las negociaciones del ALCA, está entre paréntesis debido a la reticencia del Congreso norteamericano a asumir nuevos compromisos y a las propias iniciativas del Ejecutivo, como la nueva legislación agrícola. Sería un equívoco ver en esto una estrategia. En mi opinión se trata más bien de lo contrario.
El FMI sufre problemas similares, que se agravan porque el organismo es objeto de miradas críticas, aunque desde ángulos distintos, debido a su desempeño reciente. Por otra parte, la responsabilidad de las acciones de sus funcionarios se ejerce ante un colectivo de representantes nacionales entre quienes también predominan las divergencias. Con una administración norteamericana inclinada al papel de observador, la apuesta más segura es dar larga a las negociaciones bajo un manto de demandas insatisfechas.
En resumen, el “contagio” más grave que afecta a Brasil proviene de la evidencia de que el FMI carece de respuestas efectivas para la dimensión de los desafíos que plantea un mercado internacional de capitales integrado y estructuras nacionales de gobierno. La propuesta de Rudiger Dornbusch de colocar la política económica argentina bajo la autoridad de un comité internacional de expertos parece esotérica, pero es reflejo de las tensiones que produce la contradicción apuntada. El problema de Brasil, y el de la Argentina, es más profundo que el “contagio” regional. Tiene raíces domésticas y ocurre en un contexto internacional en el que los instrumentos de intervención han perdido efectividad y carecen delegitimidad política. Esta tensión puede aliviarse de dos maneras: o se construyen instituciones internacionales a la altura de las necesidades o asistimos a crisis periódicas con sus secuelas de más fragmentación y aislamiento. Entre ambas opciones está el camino accidentado de la última década.

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