ESPECIALES

Del reino de este mundo

Ideales y realidades del poder, la revolución y miedos conservadores, la dificultad de imaginar siquiera cómo pensaban los latinoamericanos de hace dos siglos y el fantasma trágico de un libertador haitiano.

 Por Noé Jitrik

El sombrío e inexpugnable castillo de Joux, que domina el curso de un río que divide a Francia de Suiza, construido a fines del siglo XII y convertido en fortaleza y en prisión a lo largo de seis siglos. En una pared de uno de sus huecos, una celda de a lo sumo cuatro por cuatro, hay una especie de recipiente que contiene flores secas y, debajo, una placa que informa que ahí murió Toussaint l’Ouverture, a quien Neruda, creo, llamó el “Libertador de Haití”. Si no lo hizo, sin duda así lo entendió Aimé Césaire en su biografía del increíble caudillo.

No fue el único que sufrió en ese lugar saturado de leyendas, también Mirabeau pasó una temporada aunque por otras razones. Las que llevaron al haitiano a su muerte son emblemáticas: impregnado su imaginario por las promesas que provenían de la Revolución Francesa logró levantar a los esclavos de Santo Domingo y obtuvo de la Convención, en nombre de los recientemente inaugurados derechos humanos, la abolición de la esclavitud, hecho único en la historia de la humanidad hasta ese momento, fines del siglo XVIII.

La felicidad duró poco tiempo, en primer lugar porque los girondinos, fuerza de mucha gravitación en ese cuerpo revolucionario, representantes de los plantadores, traficantes de esclavos, joven burguesía basada en las materias primas provenientes de la isla, distaron de estar contentos con la nueva realidad económica que se imponía como resultado de las cambiadas relaciones laborales y productivas que se salían de control y bregaron por volver atrás y reprimir, los derechos humanos eran sólo para ellos no para los esclavos. Además, cuando Toussaint se propuso dar un paso más y lograr que la colonia pasara a ser un país independiente, la metrópoli, en ese momento en manos de Bonaparte, reaccionó y ahí se jugó el destino de ese hombre, aprisionado y encarcelado hasta su muerte, y de ese país, que si bien logró su independencia antes que los que hoy celebran el Bicentenario y un poco después que los Estados Unidos, nunca logró reponerse del trauma inicial, otro cantar habría sido que, venciendo sus contradicciones –ésa no fue la única pero a nuestro juicio una de las más dramáticas–, la Revolución Francesa hubiera comprendido que en la libertad e independencia de ese martirizado país residía gran parte del sentido histórico que la había inspirado y que efectivamente tuvo.

No es un abuso conjeturar que esa contradicción, que fue una puesta a prueba de los fundamentos de la Revolución, se trasladara a América latina y a sus respectivas revoluciones que, no es ningún secreto, la tuvieron como telón de fondo al menos en los aspectos discursivos y también institucionales. Dicho de otro modo, quienes iniciaron el proceso de independización tenían en la mente, en gran parte, los esquemas provenientes de un pensamiento que también estaba detrás de la Revolución Francesa y que operaba como ratio o como motor capaz de poner en movimiento mecanismos capaces de alterar el orden reinante; tan poderosos eran que el orden fue en efecto alterado y, para el caso latinoamericano, la metrópoli tuvo que enterarse de que había tomado forma una alternativa, por lo menos, así fuera tan sólo la de liberarse de la tutela o yugo o dependencia. También tuvieron que tomar nota sectores locales que no imaginaban que el mencionado pensamiento, de idealistas sin arraigo, hubiera podido provocar tamaños cambios y, en consecuencia, también tuvieron que aceptarlos.

Pero ¿qué imaginaron los hombres que entendieron que había que despegarse de España o de Portugal, de Francia o de Inglaterra? Probablemente no la forma “de lo que todavía no era” pero que debía sustituir de una sola sentada a las conocidas y padecidas; más bien se trataba de una necesidad coincidente con las necesidades más generales de afirmación de un grupo cuyos integrantes, por formación, por vocación, por inspiración, empezaron a ser, además, conscientes “de lo que ya no podía ser” porque no respondía a intereses locales, aunque esos intereses estuvieran apenas definidos o eran poco definibles. La expresión “libertad de comercio”, usual en el lenguaje de las revoluciones latinoamericanas, vaga tal vez pero en todo caso capaz de abarcar muy diferentes situaciones mentales, satisfactoria para las incipientes burguesías criollas, no muy significativa para los utopistas, es indicativa de esa indefinición, cruzada por ráfagas de conceptos mezclado con manifestaciones impulsivas de madurez.

En esa situación el pensamiento que provenía de Francia, iluminista primero y revolucionario después, debía ser el único modelo a aplicar y a eso se aplicaron los primeros revolucionarios promoviendo, creando, fundando, con todas las contradicciones que venían con el modelo, en particular entre una idea de interés general por un lado y un instinto, por otro, de proteger el interés sectorial; esas tendencias, notorias en Francia, también en América latina convivieron durante un tiempo pero muy rápidamente empezaron a chocar. Allí y aquí, siempre jacobinos y girondinos mirándose con desconfianza primero, intrigando después y, finalmente, atacándose sin piedad.

¿Se podrá considerar la dramática latinoamericana de dos siglos desde un punto de vista como éste? El más mínimo acercamiento a las primeras escenas de lo que llamamos la “revolución” en América latina nos dejaría ver dos tipos de gestos o de actitudes que encarnan las tendencias en oposición; una, la de los rostros radiantes de hombres de ideas nobles y generosas, utopistas llenos de energía constructiva, pletóricos de discursos elevados y constructivos; otra, la de las caras adustas de quienes no entendían muy bien de qué trataba todo ese fervor discursivo y que, temerosos del desborde que se avecinaba, admitían separarse de la madre (patria) pero sólo porque sus intereses de propietarios, de bienes o de privilegios, podrían prosperar o al menos no ser dañados por el entusiasmo de aquellos visionarios.

Y si en un comienzo pudo haber cierto acuerdo entre ambos grupos, basado en concesiones que los entusiastas –que imaginaban y promovían un corte fulminante– hicieron a los reticentes –que hasta lo que pudieron trataban de impedirlo y de lograr fórmulas de avenimiento con la metrópolis– avanzado el proceso dio lugar a enfrentamientos cada vez más duros que adoptaron diversas expresiones a lo largo de estos dos siglos: no se podría decir que hayan concluido por el simple hecho de que la independencia y las identidades nacionales quedaron fijadas para siempre sino que se prolongaron y explican los sangrientos conflictos que tuvieron lugar durante el siglo XIX y que llegan hasta nuestros días.

Sería excesivamente prolijo historiar todas las formas que adoptó a lo largo de dos siglos ese choque primero: liberales y conservadores, demócratas y autoritarios, renovadores y tradicionalistas, laicos y religiosos, revolucionarios y reaccionarios y así siguiendo. Basta por el momento decir que ambas líneas son como columnas vertebrales de la historia de América latina y que a la hora de los análisis de los diversos conflictos que se han producido se llega siempre a esa verificación aunque también hayan aparecido, como brotes inesperados, y no son episodios triviales sino casi siempre cargados de dramatismo político y cultural, algunas alternativas que a veces pudieron torcer ese destino y que en muchas ocasiones terminaron por inscribirse en uno u otro de los campos o agotarse en el intento. Ese juego entre permanencia de aquellas estructuras e intentos de salirse de su solidez es la materia de otra historia, tan apasionante como la señalada: el surgimiento de la clase obrera, las izquierdas, las crisis de las Iglesias, los enfrentamientos étnicos, los choques interregionales, el imperialismo, los desarrollos culturales. En realidad, una historia razonable de América latina no podría dejar de lado tales emergencias ni, sobre todo, su relación con las dos líneas de la articulación central, de oposición a unas y otras en su despertar, de avenimiento en su desarrollo con una u otra, sobre todo con la de la derecha.

Este esquema es inicial y aunque parezca un tanto maniqueo permite algunos desarrollos; por de pronto, presentado del modo en que lo hice, todas esas líneas de fuerza podrían ser entendidas como psicológicas y temperamentales; no lo son aunque los miembros de cada grupo posean algunos rasgos atribuibles a psicologías o temperamentos: los liberales, demócratas, laicos, renovadores suelen ser intelectuales, impulsivos y hasta desprejuiciados; los conservadores, autoritarios, religiosos, tradicionalistas, reaccionarios, por el contrario, son con frecuencia pragmáticos y prudentes; los terceros excluidos, los revolucionarios, suelen ser idealistas e impulsivos, intelectuales, abstractos y fervorosos. Pero esa descripción tampoco ayuda mucho ni las oposiciones son terminantes porque hay progresistas prudentes, los reaccionarios impulsivos y los revolucionarios antidemocráticos, así como hay idealistas religiosos y autoritarios laicos y revolucionarios pragmáticos.

Creo, más bien, que si en unos predomina un pensamiento utópico, o el pensamiento liso y llano y las acciones que emprende arraigan sólo en quienes lo comparten y que constituyen subclases (clase media intelectual por ejemplo) que pueden estar en el interior de las clases (pequeña burguesía, burguesía, proletariado), en los otros, que también pueden configurar subclases dentro de clases, la vinculación con la propiedad es tan dominante que no necesita de pensamiento; complementariamente, si la relación con la realidad es de índole simbólica, afectiva, mental, desiderativa, o sea, dicho de otro modo, de construcción de países ideales, el enfrentamiento con lo material concreto se da en la instancia de un cambio formulado, proclamado, del todo de nuevo, correctivo de los males presentes o innovación radical de una realidad radical o relativamente insatisfactoria; en el otro lado, en tanto la relación es directa con lo material concreto tal como es, el enfrentamiento se da contra quienes pretenden cuestionar su legitimidad.

Esos enfrentamientos, con todos los matices y variantes que se han dado históricamente y que perduran, ocultados muchas veces por marañas de racionalizaciones oportunistas, ordenan una comprensión del conjunto de procesos que recorren doscientos años y que adquieren diversas fisonomías: explican derrotas, traiciones, entregas, triunfos de un sector sobre otros, corrupciones, apariciones y desapariciones, eclipses de figuras y de estructuras, etcétera, en suma, gran parte de los conflictos que todavía torturan a América latina y lo han hecho durante estos doscientos años.

Pero volviendo a la contradicción inicial hay otro aspecto que habría que destacar: la perturbadora cuestión del poder. Unos y otros saben que fuera de él nada podrán hacer, ni realizar las figuraciones intelectuales y morales en un caso, ni defender cabalmente los privilegios en el otro. Pero hay una diferencia: en tanto que los primeros imaginan que podrán obtener el poder a partir de la eficiente proclamación de sus ideas, mediante programas que deberían ser admitidos por todos porque son para el bien de todos, los otros se preparan sin discurso para conservarlo en diferentes niveles y por todos los medios, el bien sólo puede ser para ellos; unos apelan a ideas, tienen ideología, quieren convencer a los que no entienden del todo aquello que hay que cambiar o modificar, los otros no necesitan explicar nada, actúan en el orden de lo real, no intentan convencer como no se necesita convencer ni convencerse de que cuidar del patrimonio, preservar los intereses del grupo es tan natural como respirar. De modo tal que, históricamente, cada vez que las ideas tuvieron una posibilidad de convertirse en poder y llevar a la realidad un ideal cualquiera, porque eso en muchas ocasiones ocurrió, la acción de los pragmáticos la anuló y la convirtió en un espantajo apelando simplemente a una realidad pesada, a un “es así” de golpes militares o económicos, lo real imponente, aunque la realidad sea mucho más que eso; precisamente, ese sobrante, ese mucho más convoca a quienes, obstinadamente, de diversas maneras, intentan rescatarlo y salvarlo y redimir lo real. Si para unos la realidad es un conjunto de intereses, mezclados con y sostenidos por poderes, para los otros se trata de la humanidad cuyo destino los mueve y los conmueve.

El fantasma del poder produce otro efecto importante: la mezcla; lo que parecía esencialmente antagónico entre esas columnas vertebrales de pronto se resuelve de modo tal que, vencido, frustrado, el sector de la izquierda admite el triunfo de la ratio propietaria. En los doscientos años y desde los comienzos esa mezcla produjo y produce en América latina monstruos de la razón: guerrilleros fervorosos que terminan siendo ejecutivos de las empresas a las que asediaron o son asistentes de los políticos a los que combatieron, demócratas que se presentaban como coherentes y fieles a sus convicciones que toman decisiones autoritarias y que van en contra de quienes creyeron en ellos, intelectuales críticos que empiezan a justificar y apoyar a quienes criticaron, incluso a dictadores y así siguiendo. Para muchos de ellos se trata de madurez, otros son renegados pero raros, aunque existen, son los casos de una mezcla contraria, de derechistas que fascinados por la izquierda, a la que combatían, pasan a sus filas, como los secuestrados de las guerrillas que se hacen guerrilleros.

La mezcla ha sido el triste final de múltiples intentos de transformación guiados por ideales: constituye el núcleo duro de la historia de los doscientos años, pero sería un error considerar que una fatalidad induce a ello. Lo prueba el hecho de que, no obstante, hubo momentos en que demoró en producirse o que durante algún tiempo no se produjo; en esa instancia –la Reforma juarista sería uno de los más luminosos ejemplos, como lo fue el cardenismo– la columna de la izquierda siguió siendo fiel a sí misma y la de la derecha pareció resquebrajarse o simplemente esperó una nueva oportunidad, cedió y tuvo que admitir o aceptar proposiciones que venían del otro lado, en fugaces momentos de poder. Después de todo, la esclavitud fue abolida, después de todo, se obtuvo la igualdad ciudadana, al menos, para las mujeres, después de todo se logró una ciencia, un arte y una literatura que para esa derecha poco importan pero que importan para la civilización y que es lo que al cabo de doscientos años se puede exhibir como uno de los mejores frutos de ese primer estallido forjado en las mentes utópicas de quienes vieron en la Revolución Francesa una nueva posibilidad de lectura de lo que sería la propia identidad.

En la mezcla quien triunfa es la realidad cruda, lo que también la califica, como cruda, y como si quisiera que nada ni nadie la modifique y mucho menos que le haga compartir sus tesoros. Al parecer, la realidad que tristemente termina por imponerse está del lado de la derecha, pese a las concesiones que a veces se ve obligada a hacer. Al menos para el sector teórico, pensante, intelectual, el protegido en su argumentación por una filosofía o una ideología, esa es su frustrante historia y la mezcla es el fantasma que lo amenaza y lo lleva a los cambios de traje y de discurso, a las adaptaciones cuando no a las concesiones y aun a la traición.

Por más arbitrario que parezca, este esquema explica muchos de los momentos más dolorosos de la historia de América latina. Quizá se le superponga una teoría de lucha de clases o bien la hegemonía que ha recuperado, luego de varios y diversos embates, el capitalismo en sus formas viejas y nuevas. Seguramente el acceso al poder de algunos atípicos que se resisten a la mezcla –pero habría que ver hasta qué punto– en ciertos países de América latina, los Evo Morales como ejemplo, refute lo que en la descripción histórica aparecía como una constante: ejemplifican una figura de excepcionalidad cuya emergencia podría ser explicada así como habría que explicar también la emergencia, dos décadas antes, de atípicos de otra clase, los Collor de Mello, los Menem, los Fox, que se mostraban como el “hombre nuevo” respecto de los tibios “hombres viejos” de la política tradicional y en virtud de esa proclama obtuvieron el respaldo de masas que en rigor no deberían haber escuchado su mensaje.

Sea como fuere, todos los conflictos derivados de los enfrentamientos cuya índole traté de describir han servido también para generar anticuerpos, no han cortado procesos creativos en todos los órdenes, de resultados tales que permiten sobrellevar frustraciones y derrotas y considerar que, después de todo, pese a todo, asumiendo y rechazando, disconformes o razonables, al cabo de dos siglos el continente es algo todavía pleno de promesas, las mezclas no lo derrumban, siempre aparecen y aparecerán los rostros anhelantes de quienes quieran rescatar no ya una identidad sino un destino, el del hombre americano en “el reino de este mundo”, palabras con las que Alejo Carpentier encerró aquello que Toussaint l’Ouverture quiso para su gente, la que todavía no tenía mundo.

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Uno de los pabellones de la muestra de transporte, con vuelta al mundo y todo (1910). El hermoso pabellón paraguayo de la muestra de agricultura en La Rural (1910).
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